Estoy leyendo un libro sobre temas musicales cuyo principal leitmotiv consiste en la argumentación en contra de que la música pueda producir lo que su autor denomina “emociones comunes y corrientes”. Gran parte del libro, además, se articula como una respuesta a los críticos que contestan dicho enunciado. Sin entrar en disquisiciones filosóficas, no me resulta nada difícil ni extraño reconocer que los sentimientos (tristeza, alegría, jovialidad, impotencia, rabia….) poco tienen que ver con la percepción musical. Lo que sí intuyo fuertemente es que la música está asociada, desde los más diversos puntos de vista (senso-perceptivo, mental, pre-consciente, trans-mental….) con nuestras emociones. Gran parte de la música de la primera mitad del S XX, por ejemplo, está ligada a nuestro sentido rítmico, nuestra respiración, nuestra psicomotricidad…De esta manera, lo que en el contexto del Romanticismo tardío se planteaba como música programática, y que acusaba una fuerte componente imitativa ó descriptiva en un marco literario (Strauss), en la nueva época se planteaba como referencia de una emoción. En abstracto. Así Honegger puntualizaba que su Pacific 231 no pretendía ser una descripción musical del tipo de locomotora que da su nombre a la pieza sino una especie de réplica de un coral bachiano que sugiriera de forma abstracta la emoción y el lirismo asociados con la frenética performance de tal máquina lanzada a toda velocidad a través de la noche. Le sacre du printemps, L’après-midi d’un faune, Música para cuerda, percusión y celesta, A survivor from Warsaw, la sinfonía de Mathis der Maler, Figure Humaine, el Concierto a la memoria de un ángel, Turangalîla Symphonie, y también, sin duda, Atmosphères, Gruppen ó Rèpons, aunque sean obras de estéticas y géneros muy diferentes, cada una a su manera, nos emocionan.
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miércoles, 19 de marzo de 2008
jueves, 13 de marzo de 2008
Aislamiento
Cada día es más elevado el número de individuos que se muestran públicamente con los auriculares de sus aparatos de reproducción musical conectados a sus oídos. En los transportes públicos, en las tiendas, e incluso en el trabajo, esta situación se hace más y más habitual. Está relacionada, evidentemente, con el mundo del aislamiento personal. Lo que conviene analizar es el origen de esta necesidad. Se trata, en gran medida, de una medida de protección contra la agresividad que nos envuelve constantemente. Agresividad disimulada bajo el disfraz de la corrección política, pero agresividad al fin y al cabo. Del aislamiento, como de cualquier otra actitud humana, se pueden hacer varias lecturas. La negativa nos refiere a la falta de contacto con el grupo, al escapismo, que a la larga puede provocar consecuencias negativas para el individuo. La positiva se refiere a justamente lo contrario: la posibilidad del cultivo personal que se hace cada vez más difícil en el marco alienante de la colectividad. El equilibrio, por tanto, se hace necesario entre las dos actitudes, que pugnan constantemente entre sí y parecen conducirnos a puntos opuestos igualmente perniciosos: la del misántropo y la del que hace del deseo de pertenencia al grupo una de sus metas cotidianas. La del autosuficiente y la del autoinsuficiente. La del que teme la soledad y la del que teme al grupo. Quizás el hecho de rellenar nuestro silencio interior con música también responda, de alguna manera, a un miedo inconsciente a la soledad que resulta del aislamiento acústico. Pero eso ya depende de la relación que guarde cada uno con la música que le atrae, si le hace de estupefaciente ó de espejo. Aunque eso ya es harina de otro costal.
sábado, 8 de marzo de 2008
Autoritarismo
Estamos preocupadísimos por no dar a nuestros hijos una sensación de autoritarismo. Incluso tipificamos como delito penal el clásico cachete. Al mismo tiempo, los casos de violencia contra menores (la violencia ensañada, no la zurra correctiva) se han disparado, junto con la violencia de género –y también la violencia contra los padres-. Todos recordamos algún cachete dado a tiempo sobre nuestras tiernas mejillas. No dolía tanto físicamente como en el orgullo personal. Después tenía lugar un acto de contricción para con el progenitor que había optado por rebajar la tensión –de ambos, de educador y de educado- aplicando tal medida. Todo evoluciona –hace 150 años, en Barcelona, los padres llevaban a los niños a presenciar las ejecuciones públicas para, acto seguido, propinarles un cachete con el consabido “para que no te olvides de este día”-, aunque en este caso ha habido una clara inversión en las actuaciones: el educando amenaza al educador hasta obtener sus caprichos. Hace poco ví por la calle a un niño de unos 5 años que decía a su impotente abuela: “¿Quieres que me porte mal y te las haga pasar canutas? Y hoy mismo he vuelto a asistir, en el supermercado, a la ya conocida escena en que una niña de corta edad, desde su cochecito de ruedas, dicta con la frialdad de un césar las verduras que deben de ser compradas y las que no. Los adultos, de nuevo pisando terreno resbaladizo, son presa cada vez más fácil de la –por otro lado, absolutamente natural- inmadurez infantil. Todo se centra buscando nuestras coordenadas respecto a nuestro propio proceso de evolución. El aprendizaje del menor termina cuando se integra plenamente en la estructura que rige por término medio la sociedad adulta del momento. Los miembros de tal sociedad, sin embargo, lejos de considerarse ya instalados en una realidad objetiva –que es la realidad intersubjetiva del grupo-, pueden seguir evolucionando personalmente.
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