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sábado, 2 de septiembre de 2023

Post-realismos

 


                      Cuando dentro de las eventuales tendencias filosóficas entre los antiguos griegos fueron apareciendo una parte de los fundamentos, dicen, del pensamiento occidental, se efectuó un claro sesgo hacia el realismo, pero que tuvo lugar a partir del idealismo. Me explico. Platón y sus seguidores estaban convencidos por un lado de que el mundo no es directamente cognoscible, sino que solo podemos hacernos una idea desfigurada de él (idealismo; mito de la caverna) mientras que por otro lado el idealismo atribuía propiedades metafísicas a las “esencias” de las cosas. Y estas “esencias” en el fondo venían dadas por nuestra captación sensorial y posterior racionalización de lo aprehendido. Las rosas tienen un olor agradable que nos remite a su “esencia” (los actuales perfumistas siguen hablando de ‘esencias’ en el simple sentido odorífero del término); es decir, se concibe su olor agradable como parte ontológica de su existencia. Sin embargo, hoy entendemos que el olor que los humanos percibimos en las rosas viene dado por un impulso nervioso mediado por unos receptores que son activados por determinados compuestos químicos. O sea, que el olor no está en la “esencia” de la rosa sino en la interacción de determinados componentes de la rosa con nuestra fisiología. Quizá otros animales no encuentran agradable el olor de las rosas o incluso no perciben ningún olor en ellas. A través de una percepción/racionalización apoyada en el realismo se construye una metafísica del idealismo. Y es que desde nuestra posición histórica los idealismos, realismos, anti-realismos y otros -ismos del pasado ya no pueden tener demasiada cabida.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Confort


                 En ocasiones me pregunto qué es lo que hace que la música contemporánea no atraiga al público general (al público general de la “clásica”, que ya de por sí es hoy día muy restringido). Las respuestas que se me ocurren son múltiples y complejas. Que si falta de costumbre/exposición; que si dificultad de comprensión; que si pereza mental; que si dificultad de diferenciación,….Me gustaría pensar en una causa factual que pueda englobar al resto. Una causa relacionada con la actitud perceptiva, por ejemplo. Una muy buena parte de los oyentes de cualquier tipo de música predisponen su mente a recibir un estímulo que, en buena medida, ya esperan. Cualquier alejamiento que el resultado acústico suponga respecto a tal expectativa significará, por tanto, una correspondiente dificultad para seguir su discurso. ¿Qué sucedería si, al inicio de un concierto de rock, un clavicémbalo –convenientemente amplificado- atacara los característicos intervalos y ritmos de este tipo de música? Muchos oyentes se sentirían perdidos, buscando un lazo entre lo esperado y lo factual. Esto es en parte lo que le sucede a una buena proporción del público de los conciertos sinfónicos. Se han alimentado de música clásica y romántica con tal exclusividad que consideran su régimen como el único posible dentro del ámbito de “la clásica”. Aceptan obras posteriores que incorporen algún elemento que puedan referenciar dentro de las coordenadas de su régimen, aunque contengan más disonancias –o lo que ellos mismos consideran disonancias-, mientras tales obras no se alejen del clima emocional al que están acostumbrados. Y este clima emocional está demasiado basado en “la belleza del Clasicismo más la emoción del Romanticismo”. Respecto al tema de “entender” o “no entender” la nueva música, se trata de una posibilidad contingente que puede ser modificada con la experiencia. Alguien abierto de miras puede perfectamente entender o intuir que una música no le complace porque todavía no está preparado para ella (cuando no le complace, pero “la entiende” tiene muchas menos probabilidades de incorporarla a su lista de favoritas). En muchas ocasiones no acabamos de “entender” a un compositor del pasado hasta que se nos abre un espacio mental que se corresponde con la música del tal compositor y, de repente, como en un salto cuántico, entramos en su mundo y somos capaces de resonar con él. Lo que hace que estemos dispuestos a aceptar más fácilmente la música, pongamos por caso, de Schubert que, pongamos por caso, la de Boulez, no es simplemente el grado de supuestas disonancias. Es más bien la percepción de un paisaje desconocido la que se interpone entre nosotros y la obra y nos dificulta su comprensión. Y he puesto a Schubert como ejemplo porque, en mi caso, me costó mucho más entrar en su mundo que en el de Stravinsky o Messiaen. Nuestra era de cibercomunicación nos aparece como un arma de doble filo: nos proporciona por una parte acceso a una elevada porción de opciones culturales (estilos, épocas, paradigmas, filosofías, aproximaciones) pero por otra nos facilita el encontrar con demasiada comodidad las opciones que más resuenan en nosotros y se sitúan en nuestra zona confortable. De esta manera relaja nuestras ansias de conocimiento y la búsqueda de nuevos horizontes. Otro asunto consiste en discernir cuáles de estos nuevos horizontes nos aportarán alguna cosa y cuáles nos resultarán absolutamente superfluos.

           El pasado día 25 falleció uno de los grandes liederistas del último tercio del S XX, el tenor Peter Schreier. Su voz no era increíblemente bella (aunque su timbre fuera especialmente reconocible), pero sí lo era su fraseo y su expresividad. Schreier fue uno de los cantantes de entre los que marcaron mis inicios musicales a los que más tarde tuve la suerte de poder escuchar en directo, junto con Gundula Janowitz, Anton Dermota, Cesare Siepi, Lucia Popp, Walter Berry, Victoria dels Angels, Federica von Stade, Theo Adam, Jessye Norman, Brigitte Fassbaender, Hermann Prey, Thomas Quasthoff ... (¡qué suerte he tenido!).
            Me entero -también a través de YouTube- que el pianista Dalton Baldwin también ha fallecido hace unos días...

martes, 4 de junio de 2019

Músicas



                        Toda la vida he estado intentando encontrar una taxonomía que distinga de manera objetiva, rigurosa y adecuada, entre la música ‘clásica’ y la música ‘popular’. Cualquier adjetivo resulta fuera de lugar, pomposo, o simplemente despreciativo: frente a la música ‘culta’ tendríamos a la ‘inculta’ y frente a la ‘música popular’ tendríamos a la ‘música impopular’. Cuando observamos desde el punto de vista de la ‘clásica’ nos dedicamos a analizar los elementos musicales presentes en la ‘popular’ y hallamos muchos de ellos pre-existentes en el primer bloque, como si el segundo grupo fuera un subconjunto del primero. Cuando observamos desde el punto de vista de la ‘popular’ –normalmente con mucha distancia y poco rigor- nos parece que toda la ‘clásica’ se parece (como a algunos occidentales les sigue pasando con los chinos). ¿Qué es entonces lo que diferencia la ‘clásica’ de la ‘popular’, de la ‘folklórica’, de la ‘sofisticada’ o de la-que-sea? Pues lo que más las diferencia es la actitud de quien se acerca a ellas. Parece una cosa irrelevante, pero es el quid de la cuestión. No tanto el objeto como la relación con él. Y cuando nos acercamos al objeto con actitud abierta nos estamos apoyando en nuestro registro interior de objetos y relaciones previos.


jueves, 27 de diciembre de 2018

Axonometrías



             En varias ocasiones se ha utilizado el concepto de las percepciones del espacio y del tiempo para caracterizar una época (Jean Gebser) y elaborar una dinámica de la evolución en base a las modificaciones que tal percepción ha ido sufriendo a lo largo de los siglos. Según el modelo de Gebser la aparición de la perspectiva en la representación pictórica va asociada con el cambio de paradigma que supone el inicio de la Modernidad occidental en el período renacentista. La perspectiva pone un orden típicamente racional entre los elementos que ocupan el espacio. Pasamos con ella de la percepción anterior “pequeño-mediano-grande” que aparece en la pintura románica o en las representaciones de la Antigüedad (que atendía mayormente a la significación/simbolismo del personaje representado) a establecer un nexo de unión más elaborado entre los pobladores de tal espacio. La perspectiva ofrece así una estructura mental-espacial en la que lo percibido depende tanto de sus dimensiones como de nuestro punto de vista, traduciéndose de manera correspondiente con las representaciones pictóricas bidimensionales. Existen fundamentalmente dos tipos de perspectivas: las axonométricas y las cónicas. En las primeras las proporciones de los objetos representados guardan una relación entre ellas que no depende de la posición del observador (se podría considerar que ofrecen una vista “desde el infinito”). En eso se asemejaría a la visión idealista (platoniana, no hegeliana) en la que la mente es capaz de aprehender el mundo sin participar de él (curiosamente, este tipo de visión se denomina ahora en filosofía realista). En las perspectivas cónicas la imagen representada deforma sus proporciones de acuerdo con el punto de vista del observador, de manera que ahora la perspectiva depende en gran medida del punto de vista de tal espectador. Las líneas que en el espacio tridimensional son paralelas aparecen ahora como líneas que convergen en un punto infinito -el llamado punto de fuga- de manera que se ha invertido el rol de sujeto/objeto propiciado por la perspectiva axonométrica. Si allá era el observador quien se situaba en una posición idealmente infinita ahora el observador proyecta hacia el infinito la invarianza de proporciones tridimensionales. La perspectiva cónica admite además puntos de fuga adicionales (tantos como dimensiones queremos representar). Los dos tipos de proyección que describo corresponderían respectivamente a la visión racional pura (Platón, Descartes) y al giro copernicano propiciado por Kant. En nuestro momento se hace del todo necesario añadir complejidad a este símil y tendríamos que hablar, además de multiperspectivas, de representaciones (tridimensionales) de objetos tetradimensionales. Ahí lo dejo…

lunes, 10 de diciembre de 2018

Monolitos


           "La" realidad es como llamamos con falsa presunción a las percepciones físicas y mentales más adocenadas y cómodamente instaladas en nuestra psique. Cuando hablamos de "disociación de la realidad" estamos, por tanto, excluyendo a locos, poetas y místicos, que habitan a menudo una realidad más compleja. Los participantes de la asamblea de "la" realidad solemos, además, situarla fuera de nuestra mente, a la manera cartesiana, de manera que gastamos futilmente nuestras energías tratando de argumentar en favor de algo que, con más orgullo todavía, llamamos "la verdad". 

viernes, 24 de febrero de 2017

Verticalidad


                  Decidí pasar aquella absurda tarde de forma alternativa. Como una hoja mecida por el viento. Sin juzgar ni clasificar. Llevaba demasiado tiempo intentando –la mayor parte de las veces, de forma infructuosa- guiar, planificar, calcular, anticipar, prever, actuar. Todo lo que los inciertos profetas del New Age dicen que es malo. Ellos afirman contundentemente -en libros que se venden como rosquillas- que no hay que hacer todas estas cosas sino expresar libremente los sentimientos, cantar, bailar, tocarse y dejar de una vez por todas de controlar. Vivir el ahora. Eso es lo bueno. Como yo creo que mucho de lo bueno es malo y que Platón veranea en Éfeso, tierra de Heráclito, decidí no seguir la ruta A ni la ruta alternativa no-A. Existen muchas otras posibilidades. Así que después de comer frugalmente emprendí la vía hacia mi experiencia iniciática. Me acerqué a unos grandes almacenes, que a esa hora no se hallaban especialmente concurridos –me gusta almorzar pronto- y me dirigí directo hacia el ascensor. Era un ascensor acogedor, adornado con una suave iluminación difusa y moquetas en sus paredes.  Este detalle hacía que, de no ser por la leve musiquilla que se escapaba por un disimulado altavoz, tu sentido auditivo tuviera una extraña sensación de “señal sonora negativa” –eso era lo que sucedía entre pieza y pieza de la leve musiquilla-. Digo entre pieza y pieza por el tema de la cesación de sonido, no porque las diversas (¿piezas?) se caracterizaran precisamente por su variedad. De todas maneras este ir hacia ninguna parte de la música (aunque cualquier otra parte del espacio musical probablemente me habría satisfecho más) encajaba perfectamente con la naturaleza de la experiencia que ahora iniciaba. Sin pensarlo dos veces, pulsé el primer botón con que mi dedo índice se encontró y las puertas del ascensor se cerraron. A partir de aquel momento me dejé llevar por los acontecimientos, sin valorarlos, juzgarlos, clasificarlos; pero tampoco bailé ni canté ni pensé en tocar a nadie. El aparato se elevó unos cuantos pisos por encima de la planta y la puerta se abrió. La música de la planta correspondiente (¿informática? ¿lencería? ¿cosmética?) se mezcló con la que llevaba incorporada mi nuevo vehículo. La mezcla no hizo variar el resultado final, que seguía sonando cual musiquette impertérrita. Toda la música que sonaba en el edificio estaba cuidadosamente seleccionada de forma que las tonalidades siempre coincidieran y no provocaran en el presunto cliente ningún deseo consciente o inconsciente de abandonar el edificio. Como en la nueva planta no entró nadie (¿quizás algún cliente impaciente había abandonado la espera del ascensor?) la puerta se volvió a cerrar y el aparato se quedó estacionado allá mismo. Procuré respirar de forma suave para no enrarecer la atmósfera. Aunque esta posibilidad me parecía remota hubiera dado al traste con mi velada, caso de llegar a producirse. No hubo pasado ni un minuto cuando la caja suspendida volvió a ponerse en marcha a lo largo de su ruta vertical. De nuevo ascendente. Cuando se abrió la puerta, probablemente en la cafetería, dado el sonido de repiqueteo de vasos y máquinas de café mezclado con cierto griterío controlado, entraron en mi compartimento dos individuos. Llevaban maletín e iban vestidos con trajes, que lucían de forma desaliñada, detalle que ligaba con el descuido que mostraban sus zapatos, mal abrochados y largamente alejados de cualquier contacto con el betún, al que parecían haber ya olvidado. Iban hablando de sus cosas, por lo que apenas me saludaron. Su conversación mezclaba temas laborales y temas de chismorreo (también laboral; sí). En el preciso momento en que empezaba a elaborar una interpretación, a la que inexorablemente hubiera seguido un juicio, aborté cualquier intento de intromisión, que hubiera dado al traste con los objetivos de mi experiencia. Observé más detalladamente. Uno de los individuos era bajo y con aspecto de haber sido rubio en su niñez, ya que todavía mostraba mechones de cabello dorado en medio de una gama cromática que iba desde el castaño oscuro hasta el blanco. Hablaba de forma vehemente, muy seguro de sí mismo.
-Lo que te digo, hombre! En las evaluaciones por objetivos de este año exigen dibujar una curva de Gauss de manera que ya puedes ir apañándotelas para que tus mindundis no protesten.
-Me tendré que ir aplicando el cuento yo también. Mi jefe no tiene piedad. Es capaz de cortar cabezas solo por ascender.
Cuando la conversación empezaba a hacer cierto efecto –no deseado- sobre mi conciencia el ascensor se paró y los hombres trajados descendieron de él. Entró un grupo de tres mujeres de mediana edad. Iban vestidas de manera ostentosa, pero de alguna manera su indumentaria no armonizaba del todo con su fenotipo. Hablaban todas a la vez y apenas se entendía lo que decían. Cazando palabras al vuelo adiviné que el tema que las ocupaba era la estética. No la Estética a la que Aristóteles o Kant habían dedicado una no desdeñable parte de su vida, no. Hablaban de otra estética más mundana. Y no precisamente aplicada sobre las partes visibles de su anatomía. Más bien sobre partes más íntimas. Contuve de nuevo mis ideaciones, mis opiniones y mis sarcasmos. Me costó pero lo conseguí (bueno, para ello tuve que recitar mentalmente un trozo e la tabla de multiplicar; concretamente la del siete). Cuando por fin bajaron las alegres comadres de mi segundo grupo me sentí aliviado. Aliviado y renovado. La tabla del siete había surtido su efecto. Me dispuse a respirar lentamente mientras esperaba mi nuevo servicio, pero de nuevo apenas tuve tiempo libre. El ascensor se movió, otra vez en ruta hacia abajo (curiosamente me estaba empezando a acostumbrar a mi unidimensional ruta). Cuando se abrieron las puertas entró un adolescente junto con una mujer de más edad. El quinceañero se veía sensiblemente azorado por estar siendo acompañado por su madre.
-¡Te comprarás unos pantalones que parezcan nuevos y basta!
-Ya sabes que yo quiero los gastados y agujereados…
-Cuando te independices usa la ropa que quieras, pero mientras vivas con nosotros….
Las últimas palabras se disiparon por el corredor de la planta en la que se había depositado mi nave, y casi se fusionaron con un griterío de chicas que se aproximaban corriendo al ascensor.
-¡Cójelo tía, y pon una pierna para que no se cierre la puerta!
Un numeroso y creciente grupo de teenagers fue replegándose dentro del elevador, que pronto se quedó pequeño para albergar tamaño tropel. Mi cuerpo fue aplastándose contra una de las paredes, y pronto quedé aprisionado. Era igual. No me apeaba en ninguna planta. Ya saldrían en un momento u otro. Cerré los ojos y me concentré en una imagen de espacio abierto luminoso hasta que el tiempo se detuvo y ya no percibí el entorno como algo ajeno, molesto o inquietante. Cuando bajó el grupo noté que tenía ganas de orinar. Más ganas cuanto más pensaba que no debía hacerlo. Pronto me encontré con un dilema y para solventarlo se me ocurrió que si y solo si en mi próxima parada veía una indicación sobre las restrooms saldría unos instantes de mi cueva para vaciar mi vejiga. Después vino la pausa mayor que había conocido en todo el experimento. El ascensor estuvo por lo menos diez minutos sin moverse. Hasta llegué a pensar que se había estropeado. Cuando por fin lo hizo noté que la presión sobre mi vejiga aumentaba. ¡La de cosas a que se agarra la mente! Al abrirse las puertas esta vez tuve una sorpresa ya que entró un individuo con un aspecto turbador. Lucía una gabardina raída de esas que hacen las delicias de los consumidores de novela negra americana. Es más, se hubiera dicho que llevaba algo escondido dentro de la gabardina, ya que su mano derecha parecía hacer una especie de acrobacia para mantener erguido un bulto desconocido. Cuando el individuo notó que lo miraba (no percibió mi desinterés) frunció el ceño y pareció iniciar una mueca a medio camino entre la sonrisa irónica y la amenaza. Por suerte en ese momento el ascensor se paró en la planta baja y el tipo salió corriendo. Si llevaba mercancía robada, pobre diablo, no tardaría en sonar la alarma en la salida. Aunque quizás fuera más listo y habría logrado desactivar la fuente magnética de seguridad. No lo supe nunca pues al punto mi nave volvió a activarse. Esta vez voló hasta el último piso en donde un numeroso grupo de orientales lo ocupó, no sin antes realizar las rituales reverencias hacia mí. De uno en uno. Me pareció un acto maravilloso y atemporal. Como un eterno saludo que siempre es el mismo y a la vez siempre se renueva. Cuando al fin logramos partir el ascensor, demasiado sobrecargado, se paró entre dos pisos. Con unos veintitantos pares de pulmones gastando el oxígeno de su interior. Los orientales, por suerte, y haciendo gala de su trasfondo cultural, se mostraron imperturbables. Como parecía que tuvieran ciertas dificultades con el idioma local, finalmente fui yo quien se acercó al timbre de seguridad para pedir ayuda. Una voz metálica y sin alma me guió en las operaciones de desbloqueo, Después de innumerables intentos –repletos de problemas semióticos- logré por fin desbloquear el ascensor, que se puso en marcha hasta la siguiente planta. Al llegar, mis compañeros de bloqueo se despidieron con una reverencia más afectuosa que la de entrada. Incluso algunos de ellos se dirigieron a mí para agradecerme el acto. Bueno, esto último lo supongo porque no entendí ni una sola palabra. Cuando el grupo oriental se hubo esfumado dejó ver un técnico de mantenimiento que entró a hacer algunas comprobaciones.
-A qué planta se dirige usted? –preguntó, para mi desazón, aquel antipático individuo.
-Uhhhh…bueno, la verdad es que no lo tengo claro….
-Pero ¿qué sección busca usted?¿qué quiere usted comprar, vaya?
-Pues la verdaaaad….es que….no quiero comprar nada…
-Ya, como mucha gente, ¡que solo viene aquí a pasear!
-Pues si, eso es.
-Pero debe ir usted a alguna planta…
-Pues verá usted: no. Estoy haciendo un experimento psicosocial que…
-¡Vaya! ¡Ya tenemos a un sabihondo que nos viene a analizar!
-No, oiga: precisamente he venido a no analizar nada de lo que vea.
-Pues mire que es usted raro…enfin, aquí parece que todo está en orden.

El operario se retiró con un intento descortés de saludo. En aquel momento recordé mi vejiga llena y al punto las ganas de orinar desbordaron mis parámetros. Salí y, cosa notable, hallé un wc casi al lado del ascensor. Después de aliviarme volví a mi pequeña estancia, pero en aquel momento estaba de servicio. Me sentí extrañamente excluido. Una vez pulsado el botón un grupo de gente formó una cola a mi lado. Parecían satisfechos con las compras que habían realizado. Uno de ellos, que llevaba un periódico en la mano, comenzó a comentar las noticias del día. El tono se hizo progresivamente más alarmista hasta que, quizás por miedo, la conversación volvió de nuevo a versar sobre las maravillosas compras recién realizadas. Cuando apareció mi vehículo todos se precipitaron puerta adentro y de nuevo me hallé en movimiento. Cuando, de forma casi maquinal, miré mi reloj, no pude dar crédito a lo que veía: era ya la hora de cerrar el establecimiento! El tiempo había quedado suspendido durante aquella tarde alternativa. Mientras abandonaba el recinto pensé como podría pasar la tarde siguiente: ¿flotando?¿mirando las nubes? La almohada lo decidiría.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Juegos


                        Kant fue el primer pensador que estimó que el espacio y el tiempo se comportan como “formas sensibles de conocimiento”, abriendo así una puerta a la idea de que es nuestra mente la que crea tales categorías y que la razón debe, necesariamente, someterse a tales coordenadas para poder ponerse en práctica. En alguna ocasión anterior he sugerido ciertas asociaciones entre nuestra percepción espacio-temporal y nuestros sentidos, asignando la espacialidad al sentido de la vista y la temporalidad al sentido del oído. Así como desde el punto de vista de la Física el espacio, el tiempo, la materia y la energía forman una constelación indisociable, desde el punto de vista noético la estructura mental-racional también se mueve conjuntamente en las coordenadas de espacio y tiempo. Propongo un pequeño juego: imaginar un mundo en el que exista espacio pero no tiempo y viceversa. ¿Qué imagen perceptiva resulta de este experimento mental? El mundo sin tiempo nos dibuja una imagen visual inmóvil, congelada. Después de todo percibimos el tiempo como movimiento, ya sea un desplazamiento a través del espacio, ya sea un proceso biológico como el envejecimiento u otro tipo de proceso experiencial (la música). Es decir, todo aquello que nos remite a una evolución, que es la palabra más cercana al espíritu del tiempo. ¿Cómo nos aparece un mundo sin espacio? Tal constructo es aparentemente más difícil de imaginar. Un mundo sin espacio es necesariamente un mundo sin estímulos visuales; la imagen negra que percibe un invidente. Los estímulos permitidos serían entonces los aurales, olfactivos, las sensaciones físicas. Nos podemos preguntar si los procesos mental-racionales tales como la asociación, la deducción, la comparación son experienciales, participando así de la temporalidad, o se pueden llegar a situar más allá del tiempo, como hace nuestro inconsciente ¿Y los procesos de maduración, aceptación, comprensión?¡El juego da para mucho!

viernes, 2 de septiembre de 2016

Kinematografo


                         Todos hemos vivido esa extraña sensación que nos invade cuando acabamos de ver un film en una sala de proyecciones. Quien más quien menos, todavía con el sabor de boca de la historia que acaba de serle presentada, se siente por un lado con ganas de preguntar, de compartir las emociones que le ha ofrecido su visionado, y por otro lado con ganas de callar y respetar la propia interioridad hasta que estas emociones revueltas se re-equilibran y el primer efecto inmediato se disipa. En mi caso las segundas ganas pueden sobre las primeras en los momentos inmediatamente posteriores al visionado. Esos breves instantes que van desde la apertura de luces de sala hasta la superación de la extrañeza y sensación de irrealidad que siempre produce el primer contacto con la luz natural al salir a la calle. Después, cuando la mente ha elaborado las percepciones, emociones e  intuiciones con que ha sido furtivamente salpicada, es cuando las primeras ganas cobran protagonismo y francamente nos apetece describir, analizar e incluso hacer una tesis doctoral sobre lo que acabamos de ver y oír. Las sensaciones que acabo de describir –que aplican también a la audición en directo de un concierto o una ópera aunque la concentración lumínica en la gran pantalla amplifica tal efecto en un film- son lo más cercano que conozco a la conocida post-coitum tristitia. Solo por eso vale la pena de vez en cuando acudir solitariamente al cine. ¡Puedes atravesar todo el período de post-kinetographum tristitia sin tener que dar ningún tipo de explicación!

viernes, 29 de julio de 2016

Cromatismos

                          Es un viejo tópico afirmar que el hombre es la medida de todas las cosas. Esa ciega adscripción a la razón antropoide es la que primero nos guió por el camino del conocimiento pero después nos ha dificultado históricamente el poder ver las cosas con mayor claridad. La antropomorfización ha tenido varias manifestaciones de muy  diferente índole: 1/ Nos ha hecho proyectar nuestras cargas simbólicas (dioses, fuerzas  antropomórficas) 2/ Nos ha condicionado los tamaños relativos espacio-temporales-energéticos (grande/pequeño; cerca/lejos; joven/viejo; frío/caliente,…) y 3/ nuestra propia conciencia nos ha situado en el centro espacio-temporal (somos el origen de coordenadas de nuestra propia percepción). Este tercer punto presenta una consecuencia muy interesante: nos está preferenciando una perspectiva concreta, como consecuencia directa de la subjetivación de la conciencia. Para un nivel pobremente diferenciado de conciencia –seres primitivos- el tiempo y el espacio no existen como aspectos objetivos: solamente existe la experiencia del aquí y ahora. Con la progresiva diferenciación de conciencia el espacio y el tiempo aparecen como elementos objetivos entre los que se mueven nuestras percepciones (Kant). Cuando evolucionamos todavía más volvemos a considerar el espacio y el tiempo como construcciones humanas, merecedoras de un grado variable de subjetivismo. El aquí y ahora vuelve, pero ahora con un grado de consciencia superior; hemos asimilado el espacio y el tiempo dentro de nuestra propia subjetividad. Cuando observamos en distacia, tanto espacial como temporal, las diferencias se encogen progresivamente, ofreciéndonos un efecto telescopio. Lo que aparece alrededor nuestro dispuesto en escala lineal se transforma, con la distancia, en escala logarítmica, hiperlogarítmica y así sucesivamente. Tendemos a clasificar las épocas anteriores a la nuestra dividiendo el tiempo en períodos crecientemente largos a medida que se alejan de nosotros. De igual manera, reconocemos “nuestro” espacio alrededor nuestro, tendiendo a alienar lo que se halla más allá de nuestras fronteras personales.  Así, el aperspectivismo y la transracionalidad tienen que ver con el descentramiento, con el ascenso dimensional. ¿Qué diferencia existe entonces entre la intersubjetividad y la objetividad? Se me ocurre un ejemplo ilustrativo. Sabemos que existen algunas especies animales que poseen un margen de percepción cromática –bien, de longitudes de onda lumínica, ya que el término cromático es absolutamente humano- mayor que el propio de los humanos. Nosotros hemos llegado a bautizar diferentes franjas del espectro visible (humano) con el nombre de los distintos colores. De esta manera podemos abstraer nuestras percepciones y hablar de “azulidad” o “verdez” como experiencias perceptivas “bastante” intersubjetivas. Un realista ingenuo diría que estas cualidades perceptivas aparentemente subjetivas se pueden objetivizar si hablamos de longitudes de onda en vez de colores. Entonces nos podemos preguntar sobre la experiencia subjetiva de “ver” longitudes de onda situadas fuera del espectro que es visible para nosotros. No podemos referenciar el tipo de experiencia cromática de un insecto como la abeja que ve la luz ultravioleta o una serpiente poseyendo detectores de luz infraroja. Podemos, a través de un artefacto, convertir las emisiones de luz ultravioleta o infraroja en luz visible (aquellas imágenes que nos muestran “como seria” el mundo visto por otras especies, pero esto no tiene nada que ver con la experiencia de “ver” luz ultravioleta o infraroja. Como los humanos no poseemos esta percepción no tenemos ni idea de como es tal experiencia.

viernes, 15 de enero de 2016

Artificiosidad


            A lo largo de la historia de occidente se han sucedido épocas de más tendencia a la artificiosidad con otras en que se ha ido en dirección contraria. En mi primera juventud las chicas que no iban con la cara lavada (además de falda escocesa, botas camperas y capazo al hombro) eran consideradas una anomalía y eran rápidamente calificadas como reaccionarias. Hoy en dia observamos gustos y estéticas opuestos (las de la cara lavada son consideradas frikies; la palabra reaccionario ha caído prácticamente en desuso). Hace unos treinta años la mitad de los spots televisivos contenía la palabra natural (algunos de ellos la usaban de forma muy chusca: “es como muy natural”) como sinónimo de producto poco elaborado (mentían como cosacos; se trataba de una 'naturalidad' de lo más artificioso). Qué quiero decir con todo ello? Pues que ni naturalidad ni artificiosidad tienen per se ninguna connotación peyorativa o meliorativa. Una obra tan artificiosa como el mozartiano Cosi fan tutte contiene chispas de clarividencia sobre la psicología humana que obras naturalistas como Cavalleria Rusticana son incapaces de mostrar (la comparación es falaz, lo reconozco). En el mundo del cine sucede una cosa similar con los decorados. En la época en que los decorados no suponían una imposibilidad de producción, si el director tenía suficiente genio como para integrar su estética en la narrativa, su utilización revelaba aspectos profundos que el decorado natural no ofrece por si sólo (a no ser que otro director con genio los integre de forma similar). Los mares de plástico de Amarcord o E la nave va son infinitamente más expresivos que muchos mares reales. Hoy en día, de todas maneras, más que vivir en una realidad artificial, vivimos en una hiperrealidad. Todos nuestros constrictivos constructos racionalizadores (¡que no racionales!), nuestras simulaciones, nuestras sobreexplicaciones y nuestra tendencia a considerar nuestro pequeño espacio como el universo vacío y neutro contra el que pinchamos con alfileres nuestras consideraciones no tienen nada con ver que lo que llamo artificiosidad. Como la estética del reality show televisivo, que no es artificiosa sino falsa hasta la médula.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Desconcierto

                       
            Desconcertar ha sido siempre uno de mis deportes favoritos. Esta actividad no consiste (exclusivamente) en chinchar al prójimo. Antes bien, la descolocación brinda una oportunidad única para alcanzar un fondo más profundo que  el que tomamos habitualmente por referencia. El arte de desconcertar está ligado al de recitar poesía o el de conjurar paradojas. En todos los casos nuestra realidad se ramifica y quedan al descubierto nuevas posibilidades. Es como encontrar un filón, pero de un interesante y desconocido mineral. El desconcierto  no surge  simplemente porque no se cumplan nuestras expectativas (eso seria frustración) sino porque éstas se encuentran absolutamente desconectadas respecto a lo que acaece. En muchas ocasiones aquello que no captamos fácilmente, como el arte contemporáneo, los koan budistas o la física más actual, más que provocarnos, nos desconciertan. La irritación aparece solamente cuando no somos capaces de digerir y elaborar de forma positiva el desconcierto. El mundo en el que nos movemos en la actualidad propicia tal irritación porque el simulacro de la realidad parece que deba contener todas sus facetas cuando en el fondo la hiperrealidad no es más que la momia de lo que antes se llamaba vulgarmente realidad.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Geometrías

                      
                     Recuerdo cuando en mi época de estudiante (estudiante formal, porque mi época de estudiante aún continúa, ¡y que sea por muchos años!) oí hablar por vez primera de geometrías no euclidianas. El profesor de turno hizo cierto hincapié en que, ciertamente, el mundo real se rige por la geometría euclídea y las otras geometrías venían a ser especulaciones matemáticas que tienen su utilidad en modelos físicos no newtonianos como el relativista. La geometría euclídea se corresponde con la estructura cognitiva mental-racional, lo mismo que la mecánica newtoniana. Lo cual dista mucho de decir que represente la realidad. La realidad la vemos con nuestras percepciones físicas y nuestra conciencia (que también interviene en nuestras percepciones físicas, por cierto), y lo más curioso (o no) es que nuestra conciencia evoluciona y con ella nuestras percepciones y constructos. El corpus de esta evolución está constituído por el ascenso dimensional, la progresiva relativización de una percepción o de una idea que pasa de ser innata a ser un constructo. Para hacer mediciones exactas en dos dimensiones sobre la superficie terrestre la geometría euclídea no nos sirve porque la superficie terrestre no es plana sino curvada, de manera que la geometría elíptica nos da medidas más exactas (así nos explicamos que las trayectorias de los vuelos que cubren grandes distancias parezcan desafiar la intuición geométrica sobre el plano). El ascenso dimensional en este caso está claro. Cuando pasamos a un espacio tetradimensional (el de la relatividad general) el aumento de orden dimensional es similar, aunque menos intuitivo. 

domingo, 4 de mayo de 2014

Zoomorfismo




                        Stravinsky nos explica como en una ocasión, en un salón parisino en las primeras décadas del S XX, la distinguida anfitriona se empeñó en jugar al juego de las asociaciones entre personas y animales. Ella misma propuso los primeros ejemplos: Stravinsky/zorro; Diaghilew/erizo. Cuando la dama preguntó a Nijinsky sobre su zoófila correspondencia, el bailarín, sin pensárselo dos veces y para horror de la concurrencia, soltó: -Vous, Madame? Chameau! (la señora en cuestión exhibía una pequeña joroba). De vez en cuando todos hemos asociado, consciente o inconscientemente, una persona con determinado animal. Y esta asociación funciona desde un punto de vista intuitivo, analítico o puramente simpático. Existen personas que cuando caminan se asemejan a un pajarillo, una ardilla o un elefante, otras cuyas caras nos recuerdan las de un felino, una ave depredadora o un tierno osito. Por un lado la asociación resulta en un condicionante que modula nuestra interacción con aquella persona. Por otro lado parece que en numerosas ocasiones se da la correspondencia entre alguna cualidad atribuída al animal y la personalidad del humano. Nuestra navegación habitual utiliza un instrumento, que en muchas ocasiones se equivoca, que emplea de forma intuitiva este tipo de asociación. Creemos conocer a alguien a quien vemos por vez primera simplemente observando su fisonomía, su complexión y su estilo de vestido y calzado. Incluso se puede desarrollar en nosotros una simpatía o antipatía instantáneas hacia tal personaje, que reflejan mayoritariamente nuestra posible compatibilidad o incompatibilidad de carácter tal como lo percibimos de forma gestáltica. Si tenemos ocasión de conocer más a fondo a  aquella persona entramos en contacto con zonas menos evidentes de su personalidad, y la simpatía/rechazo iniciales quedan modulados mientras observamos más de cerca la siempre compleja personalidad humana. El choque/simpatía iniciales, por eso, siempre están presentes y nos recuerdan nuestra impronta y nuestras apreciaciones que han quedado subsumidas por un proceso evolutivo ulterior.

lunes, 28 de abril de 2014

Aromas




            Está claro que nuestro sentido más primitivo es el del olfato. Primitivo en cuanto nos remite a nuestra animalidad, a nuestro mundo más instintivo. La magdalena de Proust, el sentido evocador de un perfume, los olores y sabores de la cocina familiar de la madre o la abuela dan fe de ello. Nadie se sorprende con la actualización de una evocación visual o sonora del pasado, cosa contraria a lo que sucede con las evocaciones olfactivas, mucho más etéreas, intangibles y que se nos aparecen más ligadas a un pasado que dudamos si soñado o vivido. Sin embargo, y como todos los sentidos, nuestro olfato se halla fuertemente subyugado a nuestra mente. Es nuestra mente la que establece el paradigma que luego modula nuestra percepción. La repugnancia o atracción hacia determinados olores viene en buena parte condicionada por nuestros recuerdos y nuestros hábitos culturales. Prueba de ello es la diferente actitud que ofrecemos a la presencia de un mismo agente odorífero en diferentes contextos. Los ácidos butírico y valeriánico obtienen en nosotros muy diferente respuesta dependiendo si provienen del aroma de odoríferos quesos o de unos pies poco lavados. Algo parecido sucede con el 3-metilindol (también llamado escatol), compuesto presente en numerosos perfumes, así como en los aceites esenciales de jazmín y flor de azahar, y que paradójicamente es uno de los principales responsables del fuerte olor de las heces de los mamíferos. Un último ejemplo: los compuestos azufrados que otorgan a las crucíferas su característico olor cuando son hervidas para elaborar apetitosos caldos y que ofenden nuestras narices mientras los cocinamos o cuando alguna ventosidad se escapa en nuestras inmediaciones.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Instante



                     Nos podemos preguntar sobre el por qué de nuestro interés en observar fotografías de gente (de famosos, de nuestros parientes, amigos y compañeros, de nuestros antepasados, de personajes históricos), especialmente cuando tenemos al original delante nuestro. Pareciera que deberíamos tener una imagen más completa al observar a la persona al natural que en una fotografía. Dado que nuestra persona al natural es un proceso (un proceso físico-químico-biológico-noético) que se desarrolla en el tiempo (parece que nuestra percepción temporal está ligada a nuestra percepción de la evolución de los procesos) la fotografía constituiría una muestra congelada de un instante del proceso. Una muestra, claro está, de lo que se puede percibir a través de nuestra mirada. Quizás así podemos aislar una perspectiva, podemos aplicar un bisturí a la compleja personalidad de nuestro analizado y deshilachar una hebra que forme parte de tal complejo entramado. Quizás podamos descubrir en la fotografía una mirada, una expresión profunda que se nos escapa en el natural, confundida dentro de la complejidad. Quizás los instantes expresivos están diluidos en un continuo menos diferenciado que nos enmaraña la visión diferencial. Un experimento ilustrativo de este fenómeno se puede llevar a cabo fácilmente “congelando” las imágenes de los personajes de un film. Nuestras “muestras” pueden resultar expresivas, indiferentes o incluso ridículas (con la posible excepción de Shirley McLaine en The Apartment; congeles donde congeles encuentras imágenes de una expresividad escalofriante). El interés que describía al principio quizás también se base en el deseo de prolongar indefinidamente la aprehensión de la perspectiva recién diseccionada. Esto sucede a veces en un proceso muy temporal y difícil de “congelar” como en la interpretación musical. Basta que un intérprete musical mediocre quiera prolongar un momento particularmente bello (en lo que respecta a timbre, armonía o expresividad) para que lo haga insoportable. En una lejana ocasión ya traté el tema de la fotografía en blanco y negro, en donde los rostros se nos aparecen infinitamente más expresivos que en la fotografía en color, hecho que atribuía al mayor abaissement du niveau de conscience que permitía a su vez una mayor participación transmental en la aprehensión. Lo verdaderamente importante e integrador es que, una vez diseccionada y observada la perspectiva congelada, podamos volver a restituir este aspecto en el todo complejo que es la persona que tenemos al lado.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Periodicidad

          
                       Desde la noche de los tiempos la humanidad ha buscado, reconocido y sistematizado (en el nivel estructural de conocimiento propio de cada época) cualquier periodicidad que apareciera en su horizonte. Empezando por la más obvia, la aparición y desaparición del sol, que dio lugar al concepto de día, siguiendo por la de la luna, cuyo retornante cambio de fase (y subsiguientes fenómenos por ella regidos, desde las mareas terrestres a la menstruación femenina) dio lugar a los conceptos de semana y mes, pasando por el de los cambios regulares en la temperatura externa, aspecto de la bóveda celeste nocturna y altura máxima del sol sobre el horizonte, que dieron lugar al concepto de año, y así sucesivamente (cambios periódicos en la posición de los planetas, más difíciles de detectar, que dieron origen a numerosos modelos mecánicos) hasta llegar a los propios límites de la periodicidad (corrimiento al rojo de las galaxias; hipótesis del Big Bang, conducente ya a una a-periodicidad ó punto singular –no porque se niegue la existencia del Big Crunch, sino por la imposibilidad de que la información, esto es, el ritmo periódico, se mantenga más allá de tales singularidades-). Pero no solamente se han reconocido singularidades, por así decirlo, externas. También el microcosmos humano con su latido cardíaco, su respiración, sus fases circadianas de sueño y vigilia marcan, de alguna manera, el pulso de la existencia; aquel aspecto vibratorio del cosmos tempranamente reconocido por algunas místicas orientales como la hindú. La cualidad principal de la música es, a mi modo de ver, la traducción al mundo tangible de los sonidos de este pulso, periodicidad ó aspecto vibratorio de retorno. Y esto es válido para la música en general. En algunas tradiciones culturales ó en algunos casos del moderno arte musical existen ejemplos de músicas que pueden parecer carentes de pulso –en el sentido tradicional/occidental del término- bien por la gran complejidad rítmica (como en los ragas tradicionales de la India) ó por características internas del propio sonido (como en determinadas obras de la música electrónica). A través de la misma operación por la que las matemáticas pueden transformar el aparente desorden en un orden de grado elevado, la música supuestamente a-pulsátil resulta transformada en periódica. Y para no parar con el obituario musical iniciado hace poco, rememoro aquí las figuras recién desaparecidas del excelente y espiritual compositor británico Jonathan Harvey,  la eminente soprano mozartiana Lisa Della Casa, la rusa Galina Vishnevskaya y el ragista del sitar Ravi Shankar.