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miércoles, 28 de diciembre de 2016

Afectos


                   La discusión acerca de la cartografía sobre los aspectos emocionales que la música genera en nosotros es muy antigua y ha adoptado maneras muy diferentes a lo largo de los tiempos. En la antigua Grecia la música, considerada como alimento del alma, se percibía como constelizadora y guía de la propia moral, es decir, cumplía funciones a la vez éticas y estéticas (lo Bueno/lo Bello). De forma adicional, y teniendo en cuanta la racionalización de las escalas musicales que llevó a cabo Pitágoras, la música se emparentó de una forma tangible con las matemáticas (lo Verdadero). No es difícil deducir que a lo largo de la Edad Media europea la singladura que recorrió este arte fuera pareja a la de las grandes realizaciones humanas. Formando parte –junto con la aritmética, geometría y astronomía- del Quadrivium, que seguía al Trivium (gramática, lógica y retórica) en cuanto a preparación para los estudios de filosofía y teología, la música continuó de alguna manera ligada a la tríada kantiana antes mencionada. Al iniciarse, en el Renacimiento, el desarrollo de la música profana, el arte musical comienza un viaje durante el que se centra progresivamente en lo estético. Durante la época barroca, el factor emocional de la música, siempre subsidiario de su monumentalidad arquitectónica, se despliega tímidamente en la conciencia de los compositores, que hablan por primera vez de los “afectos” en la música. La música imitativa, de esta manera, ilustra “afectos” que nos circundan, por ejemplo con el paso de las estaciones anuales, igual que algunos madrigales renacentistas podían describir escenas de los mercados callejeros en Londres o grotescas serenatas infructuosas. Con el clasicismo vienés, y, dentro de él, el período Sturm und Drang, los afectos se confunden ya con la arquitectura, en una muestra sutil y magistral de equilibrio situado en un punto elevado que domina todos los valles circundantes. El propio Beethoven –quien, por otra parte, un poco al modo griego, aún creía en el carácter moralizante de la música- utiliza abiertamente la palabra “sentimientos” (en el título del primer movimiento de su VI Sinfonía), puntualizando en seguida que en esta obra se trata más de descripción de sentimientos que de pintura naturalista. A partir de aquí, el Romanticismo, en lugar de superar el racionalismo como apuntaban los esfuerzos de Kant y Hegel, lo negó, subvirtiendo la máxima de Boileau (“nada más Bello que lo Verdadero”) y proclamando que Solamente lo que es bello es verdadero. Los afectos se han convertido en sentimientos. Y la música genera tales sentimientos, que van desde los desmayos de las damas de la alta sociedad hasta la autoinmolación por renuncia al mundo en busca de un ideal perdido en el fondo del mito. Cabe recordar que la música tuvo un extraordinario desarrollo durante todo el S XIX. Cuando el romanticismo literario ya no era más que un recuerdo, el musical estaba todavía en pleno auge, desplazando a las artes plásticas durante la mayor parte del siglo. Los inicios del cambio de rumbo vinieron del Este y del Oeste europeos –de Rusia y de Francia-, en donde las artes plásticas recuperaron la notoriedad y la influencia de la música centroeuropea declinó. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando hubo un nuevo cambio de paradigma artístico, los artistas plásticos continuaron con el trabajo que ya habían iniciado unas décadas antes, pero los compositores tuvieron que trabajar más duro para ponerse en situación. Y precisamente uno de sus principales cometidos fue la negación del sentimentalismo romántico, que desembocó en el tan poco comprendido neoclasicismo de entreguerras. Entretanto la psicología también había avanzado a marchas forzadas y eventualmente fue capaz de distinguir entre emociones y sentimientos. Los sentimientos estarían entonces generados por constelización de emociones que la mente autopercibe y verbaliza. Desde entonces ya no hablamos de que la música genere sentimientos sino emociones, esa especie de respuesta quasi-fisiológica al estímulo artístico. Las emociones son a su vez elevadas hasta regiones mentales e incluso transmentales. La música continúa así generando en nostros emociones, sentimientos, admiración racional y vislumbre de realidades transmentales, siguiendo un esquema perceptivo evolutivo emparentado con la Gran Cadena del Ser. No toda la música puede llegar tan lejos. Eso es evidente pero el tema de otra reflexión.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Mistificaciones


                        En los últimos meses el término populismo ha sido utilizado hasta la saciedad por la prensa general. Aplicado, además, a situaciones muy diversas: desde la campaña de Trump hasta las credenciales de los partidos de ultraderecha europeos; desde las democracias populares del Caribe hasta la performance de Berlusconi, sin olvidar el Brexit británico. La situación común es la de oponer la visión de los sectores de la ciudadanía sin una participación directa en el poder, que ha resultado, por su parte, corrompido por las élites, con la visión oficialista-tecnócrata de tales élites. Esto ya sucedía en época de Julio César y de Augusto, quienes ya usaban referéndums directos con el fin de eludir el control del Senado. Las consecuencias del populismo, sin embargo, están en la mayoría de los casos muy alejadas de sus presupuestos, y eventualmente se acaba otorgando el poder de las minorías corrompidas a otras minorías –minorías de facto, aunque aparentemente se trate de amplios sectores- que todavía acaban más corrompidas, cuando no acaban sumiendo las estructuras del estado en un caos o una guerra. Podemos preguntarnos si las consecuencias directas del populismo son las que acabo de enumerar. Creo que la historia es mucho más compleja que eso y no podemos desglosar de forma analítica elementos aislados para explicar el todo, o las causas y consecuencias que están, evidentemente, continuamente embucladas y llenas de remolinos. En todo caso podemos decir que la aparición de los populismos por doquier corrobora el momento de crisis general –no sólo económica, que es la única que tratan populistas y no-populistas-, igual que la presencia de buitres indica la presencia de cadáveres, aunque no hayan sido generados por ellos. Toda crisis comporta cambio y evolución, pero es muy diferente estudiar de forma objetiva un período histórico ya pasado que tener que vivirlo de forma subjetiva en el presente. Cuando miramos hacia un período pasado lo hacemos de forma hermenéutica, es decir, teniendo en cuenta el horizonte cognitivo de tal época y el que utilizamos nosotros desde nuestra observación. Durante una crisis el horizonte cognitivo varía a marchas forzadas y se hace extremadamente difícil elaborar una metavisión que acompañe el proceso de cambio. Es por eso que durante tales períodos la ciudadanía se deja llevar fácilmente por sus emociones más primarias: el miedo, la primera de ellas.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Desconexión


                    Aunque no estuviera llegando lo que se dice tarde, aquella mañana correteaba por los pasillos del metro de forma más ligera de lo normal. Bueno, lo que llamo normal tampoco puede ponerse como ejemplo de desplazamiento particularmente relajado. Lo normal es tener cierta prisa. Pero aquel día me sacudía especialmente esa especie de sentimiento de llegar tarde y perder el enlace, aunque todavía tenía un lapso de tiempo razonable para dedicar a tal operación. Entre la prisa y la sempiterna humedad ambiental, pronto empecé a apercibir núcleos de transpiración que iban aumentando el agobio automultiplicativo en que empezaba a sumirme. Inicié la subida por la escalera que conduce a la calle y, durante un brevísimo lapso de tiempo –de hecho, tan sumamente breve que cualquier observador externo lo hubiera valorado en sólo fracciones de segundo, por más que a mí se me hiciera eterno- tuve la sensación de que estaba subiendo por otra escalera de metro, idéntica, pero situada a muchos kilómetros de distancia. Cuando uno tiene una conexión con su interior–o desconexión con el entorno físico- como ésta, suele situarse en una región mental que trasciende al tiempo, desapareciendo las coordenadas temporales durante unos atemporales instantes. Esos instantes preciosos que nos sitúan fuera del tiempo se desvanecieron, para mi desencanto, antes de que acabara de subir el tramo de escaleras. Cual no fue mi sorpresa, por lo tanto, al llegar a la calle y comprobar que la boca del metro no estaba en donde mi mente la situaba después del rutinario recorrido de cada día. Instintivamente miré el cartel que indicaba el nombre de la estación, entre extrañado, divertido e inquieto. Al punto comprobé que el nombre era el de siempre, pero no la localización. El maldito sentido del deber asumió entonces la guía de mi siguiente pensamiento: ¡llegaría tarde al trabajo, precisamente hoy que tenía una importante teleconferencia! Me acerqué a la calzada con el fin de parar un taxi con el que acceder de forma rápida -y cara- al lugar en donde gestiono mi sustento diario. El caso es que no acababa de reconocer ni la calle ni la zona de la ciudad en donde el capricho espacio-temporal me había tan suavemente depositado. No tenía ni la más remota idea de la distancia a mi lugar de trabajo a la que me hallaba. Y encima no veía pasar ningún taxi. Bien, tampoco ningún vehículo. Me hallaba en una gran avenida de casas más bien regulares, de estilo impersonal. Podía hallarme en Minessota, Buenos Aires, Shanghai, Sydney o Kuala Lumpur. Ni rastro de particularidades culturales locales. Después de deambular por unas cuantas calles ya sin un objetivo demasiado claro, decidí volver a la estación de metro para consultar el maldito mapa de la zona colgado en su mural. Al cabo de unos cuantos minutos tuve que reconocer, entre sorprendido, cabreado y un poco atemorizado, que era incapaz de volver a encontrar las escaleras por las que acababa de emerger a la superficie no hacía tanto rato. Era como si, después de que mi salto epistemológico me hubiera vomitado en un lugar desconocido, me estuviera ahora negando encima la posibilidad de hacer marcha atrás para encontrar un resquicio que me ayudara a recuperar la continuidad. Como un Pulgarcito adulto. Aunque todavía no había amanecido plenamente, intenté leer el nombre de la avenida en que me hallaba. Como me temía, todavía no había suficiente luz para ello. El alumbrado público parecía haberse ya desactivado, mucho antes de que la luz del sol llegara a iluminar la calle mínimamente . Entre esto y la poca calidad de mi sentido de la vista, lo único que parecía vislumbrar eran una especie de garabatos muy diferentes de las letras que sabía que estaban allí grabadas. Caminé, ya sin demasiadas esperanzas, por la desierta avenida. No había ni un solo comercio, ni abierto ni cerrado. Parecía un barrio residencial extraño. ¡Ya lo tenía! Busqué mi teléfono y activé el GPS. Pero no, una vez más el artilugio no consiguió conectar con la red. En aquel momento me percaté de que todavía no había visto a nadie recorrer aquel extraño paraje. Un sol mortecino emergió tímidamente por encima de las hileras de casas. Parecía como observado desde el invierno lapón. Al fondo de aquella vista que cada vez más se me aparecía como un decorado bidimensional pude divisar los primeros seres (¿humanos?) desde que había abandonado el metro. Intenté acercarme a ellos pero desaparecieron antes de que pudiera conseguirlo. Al poco una bicicleta cruzó la escena. Estaba conducida por un hombre de cierta edad de aspecto oriental que o no se percató de mi presencia o bien me ignoró totalmente. Aunque la sensación de irrealidad iba en aumento, no conllevaba ningún temor; antes bien un buen grado de curiosidad y una especie de paz interior. Ya no pensaba en el trabajo ni en la teleconferencia. Deseaba explorar más y más aquel mundo nuevo para mí. La calle se fue poblando de gente poco a poco. Todas las razas de la tierra –e incluso de otros planetas- parecían estar representadas. También hicieron su aparición vehículos de lo más variopinto. Lo que más me llamó la atención fueron una especie de ascensores que se desplazaban horizontalmente, como unas cestas elevadas que se movían sin necesidad de cables ni conductor. Los había de diversos tamaños: individuales, familiares y comunitarios. Mientras miraba fascinado uno de tales vehículos mi vista se centró en una figura que aparecía en su interior. ¡Era la de mi amigo Erwin! No. no me lo había parecido: estaba completamente seguro. Además, durante el brevísimo lapso en que nuestras miradas se encontraron me dirigió una suave pero profunda sonrisa. El caso era que….!Erwin había muerto hacía dos años en un accidente de coche! La sensación de descentramiento era ahora máxima. Y, si, ahora a la curiosidad y la paz se había unido, de forma no muy sutil, un no desdeñable grado de temor. Pasó un vehículo que tenía aspecto de taxi, dado que lucía una bombilla verde iluminada en su parte superior. Sin pensarlo dos veces alcé un brazo y al instante el coche se detuvo. Entré en él y, antes de que hubiera dicho nada ni prácticamente hubiera tenido tiempo siquiera de cerrar la puerta el vehículo arrancó de sopetón, pegándome contra el asiento. Me quejé al conductor, a quien no veía por culpa de una mampara de seguridad interpuesta entre él y los asientos traseros. Como no me respondió golpee el tabique, primero con cuidado y después con fuerza. Nada. El coche avanzaba, a toda velocidad, que no disminuía ni siquiera en las curvas, hacia vete a saber qué misterioso destino. Aquello parecía una encerrona mafiosa o quizás algo peor. Golpee, ahora sí, de forma paroxística, la cabina del conductor, hasta que se abrió una especie de ventanilla, descubriendo así que el vehículo estaba siendo conducido por una niña de aspecto esquimal, de unos siete años de edad. La niña no me hacía el menor caso; simplemente reía de forma ruidosa y despreocupada mientras hacía derrapar al vehículo en todas las curvas, enviándome cada vez contra el asiento. En una de las curvas la puerta trasera, quizás mal cerrada, se abrió y me vomitó contra la calzada. Me encontré en el suelo, mientras la gente se agolpaba a mi alrededor, con cualquier intención menos la de socorrerme. Me alcé, algo contusionado, e intenté situarme. Me hallaba en unas escaleras, saliendo del metro. Miré el reloj: ¡se hacía tarde y estaba a punto de perder el enlace! Y hoy me interesaba llegar puntual al trabajo ¡porque tenía una importante teleconferencia! Aceleré aún más el paso, justo lo que me permitía mi dolorido esqueleto instantes después de caer.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Juegos


                        Kant fue el primer pensador que estimó que el espacio y el tiempo se comportan como “formas sensibles de conocimiento”, abriendo así una puerta a la idea de que es nuestra mente la que crea tales categorías y que la razón debe, necesariamente, someterse a tales coordenadas para poder ponerse en práctica. En alguna ocasión anterior he sugerido ciertas asociaciones entre nuestra percepción espacio-temporal y nuestros sentidos, asignando la espacialidad al sentido de la vista y la temporalidad al sentido del oído. Así como desde el punto de vista de la Física el espacio, el tiempo, la materia y la energía forman una constelación indisociable, desde el punto de vista noético la estructura mental-racional también se mueve conjuntamente en las coordenadas de espacio y tiempo. Propongo un pequeño juego: imaginar un mundo en el que exista espacio pero no tiempo y viceversa. ¿Qué imagen perceptiva resulta de este experimento mental? El mundo sin tiempo nos dibuja una imagen visual inmóvil, congelada. Después de todo percibimos el tiempo como movimiento, ya sea un desplazamiento a través del espacio, ya sea un proceso biológico como el envejecimiento u otro tipo de proceso experiencial (la música). Es decir, todo aquello que nos remite a una evolución, que es la palabra más cercana al espíritu del tiempo. ¿Cómo nos aparece un mundo sin espacio? Tal constructo es aparentemente más difícil de imaginar. Un mundo sin espacio es necesariamente un mundo sin estímulos visuales; la imagen negra que percibe un invidente. Los estímulos permitidos serían entonces los aurales, olfactivos, las sensaciones físicas. Nos podemos preguntar si los procesos mental-racionales tales como la asociación, la deducción, la comparación son experienciales, participando así de la temporalidad, o se pueden llegar a situar más allá del tiempo, como hace nuestro inconsciente ¿Y los procesos de maduración, aceptación, comprensión?¡El juego da para mucho!