Normalmente asociamos la palabra
ópera con todo un mundo peculiar en donde divas y divos se mueven a su antojo en medio de un ambiente
kitsch, falso y demodé. Esa es la imagen externa del asunto (y, de paso, el cliché que los medios nos ofrecen). Realmente la mayoría de tales divas y divos no tienen mucho que ofrecer salvo la pura exhibición, y buena parte del repertorio –que el público específico de tal espectáculo sigue reclamando religiosamente- no tiene mayor interés que las
soap operas ó telenovelas contemporáneas. Acabo de leer el
decálogo de Eusebio Ruvalcaba en el que este autor manifiesta su repulsión por la ópera contraponiéndolo a su amor ilimitado por la música de cámara. Hombre, en el repertorio de la música de cámara, como en el de la ópera, también hay obras flojas. Lo que sucede es que el público no las está reclamando continuamente. Quizás en el mundo de la ópera ha jugado un papel (demasiado) importante el intérprete, que ha llegado así a desvirtuar el sentido de la obra. La ópera –ya lo he escrito en alguna ocasión- es un género dramático en el que el
tempo y la expresividad vienen pautados por la música. Ésta es una definición muy amplia, ya que también incluiría la danza y otras disciplinas, pero muy contrapuesta a la visión común que concede el protagonismo al canto y, en todo caso, considera cuando más al espectáculo como una mera suma de disciplinas. En alguna ocasión he leído que en el S XX el lugar que ocupaba la ópera ha sido desplazado por el cine. Eso creo que es fundamentalmente cierto si exceptuamos las obras maestras (de la ópera y del cine). O sea que ciñamos la afirmación al mero espectáculo de pasatiempo de masas. Porque la afirmación sin la acotación que acabo de hacer tendría tan poco sentido como la de que en el S XX el cine ha desplazado al teatro. El cine y el teatro son géneros muy diferentes y que además se han influenciado mutuamente a lo largo de los últimos cien años. El cine es como el teatro un género
chronique y dramático, pero cerrado, como las artes plásticas, en contraposición al teatro, abierto a la interpretación. En la ópera la música actúa como fijador y, por tanto, limita y dirige el sentido de la pieza (a pesar de las incursiones cada vez más atrevidas de los
metteurs en scène, fauna que actualmente ha desplazado a los cantantes en las funciones de divos). Así, la forma dramática de
Boris Godunov (frescos épicos),
La Bohème (cuadros intimistas),
Pelléas et Mélisande (acción simbolista),
Wozzeck (cortas y numerosas escenas cinematográficas) o
Einstein on the beach (acción sin objetivos) viene altamente condicionada por la música y el conjunto llega a constituir todo un
weltanschauung. El decálogo de Ruvalcaba también me sugiere que existen por lo menos tres tipos de compositores. Los
arquitectos, de pensamiento formal-abstracto, como Bach, Haydn, Beethoven, Brahms ó Boulez (que no están a gusto en el teatro); los
ingenieros, de pensamiento dramático-diacrónico, como Haendel, Mozart, Wagner, Verdi ó Strauss (que piensan teatralmente aunque escriban una obra no teatral); y los
poetas, que se escapan de ambas clasificaciones, como Schubert, Chopin, Debussy, Mompou ó Feldman (que escriben pequeñas piezas sin necesidad aparente de arquitectura ni ingeniería). Aunque la mayor parte de compositores mezclan los tres tipos (Monteverdi, Purcell, Mendelsohn, Schumann, Mahler, Schönberg, Bartók, Stravinsky, Hindemith, Messiaen, Berio….). Espero poder desarrollar más adelante ésta última idea.