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sábado, 22 de marzo de 2025

Oberturas

 


      En la década de los 1980s los directores de escena operísticos introdujeron una costumbre que hoy en dia, si bien atenuada, todavía perdura: la de escenificar los fragmentos musicales que preceden al alzamiento del telón. Tales fragmentos se extienden ampliamente a lo largo de la cronología del género, desde la toccata inicial del mismísimo L'Orfeo monteverdiano hasta los homenajes a dicha pieza (en The Rake's Progress o Le Grand Macabre), pasando por introducciones barrocas y oberturas clásicas y románticas después reducidas a preludios y más tarde desaparecidas. El espacio que ocupan dichos fragmentos no es un espacio sinfónico abstracto como el que habitan las obras de la gran arquitectura musical tales como la Ofrenda Musical o las Variaciones Diabelli. Pero evidentemente tampoco es el espacio escénico en el que tiene lugar la acción dramática. Es un metaespacio subsidiario del espacio escénico pero diferente de él, aunque invita a visitarlo a continuación. Un poco como la cámara intermedia que se interpone entre el exterior y una sala aislada de la contaminación. Este metaespacio promete, introduce o resume una historia que después tiene lugar en el espacio escénico. No lo ocupan músicas literarias, como los poemas sinfónicos, sino músicas para-escénicas. Es un espacio muy sutil, a menudo mágico y siempre sugerente. Es un espacio para el recreo de la imaginación, que sugiere pero nunca connota. Es por eso que abrir el telón antes o durante su ejecución constituye un pecado artístico. Si el telón se abre para mostrar cómo Lohengrin asesina a Gottfried, como sucede en la recién estrenada versión de Katharina Wagner, el pecado lleva ribetes de la vulgaridad más provocativa...

sábado, 23 de marzo de 2024

Simplezas



            Hace unos meses que he presenciado la enésima puesta en escena postmoderna, en este caso la ópera de Tchaikovski Yevgeni Onyegin. Esta ópera (1878), originada a partir de Pushkin (1832) ilustra una manera de hacer teatro típicamente rusa que florecería posteriormente con Chejov y que también se desarrollaría en la novelística con Dostoievski (no en vano el tchaikovskiano Onyeguin fue altamente considerada por Meyerhold y los grandes renovadores del teatro ruso a principios del S XX). La acción de la ópera se desarrolla así en el interior de los personajes. Ciertamente que esto también se da en las óperas de Mozart, Verdi y Wagner, pero aquí el desarrollo es totalmente diferente. Los protagonistas pasan la mayor parte del tiempo pensando en su futuro, pensando en su pasado o en su presente, y éste es el verdadero tema de la ópera: el anhelo, el arrepentimiento, la aceptación o la desdicha. Este balance hacia el mundo interior puede dar pie al eventual regisseur a desfigurar la puesta en escena hasta el punto de la sobreexplicación. Una puesta en escena puede alterar la época y lugar de la acción hasta límites insospechados sin por ello cambiar de forma radical la riqueza de contenidos de la obra. Cuando, en época postmoderna, los regisseurs no dirigen sino que comentan las obras, la riqueza de significados se pierde en pos de una interpretación concreta (el 90% de las cuales de una simpleza intelectual y referencial apabullante). En esta versión, los sirvientes juegan un papel visual en primer plano, queriendo representar escenas de instintos reprimidos de los personajes de la nobleza. Quizás si la escena se hubiera trasladado lo suficiente la visión de las aproximaciones sexuales de todo tipo entre criados y criadas encima de la mesa en plena fiesta del primer acto no resultaría tan grotesca. El cadáver de Lenski (a quien Oneguin abraza antes de dispararle el tiro mortal), yaciendo a un lado del escenario durante la polonesa (convertida en una especie de galop-Conga de Jalisco), aun queriendo ofrecer un contraste explícito, resulta de una planaridad infantil. Regisseurs postmodernos: tenéis vocación de maestro de escuela de párvulos.

 

viernes, 6 de diciembre de 2013

Operas XIII - Boris Godunov



                                     La rusofilia en ópera viene definida por dos obras casi podríamos decir que “ortogonales” basadas en sendos dramas de Alexander Pushkin: Yevgeni Oneguin de Tschaikosky y Boris Godunov de Moussorgsky. La primera desarrolla el lirismo, la melancolía, la conexión con occidente, la privacidad, mientras que la segunda desarrolla el dramatismo, la soledad, la conexión con oriente, la comunidad. Si ambas obras se dispusieran en sendos ejes cartesianos sería posible, en una visión simplificada, acceder a cualquier zona recóndita del alma rusa. La obra de Tschaikovsky, no demasiado comprendida en occidente hasta hace pocas décadas (el tópico de antaño rezaba absurdamente que su autor era demasiado dramático en sus sinfonías y demasiado lírico en sus óperas) representa una perla en el conjunto relativamente grande y variado del corpus de este compositor. La obra de Moussorgsky, comparada con la influencia que su música ejerció sobre numerosos autores del S XX (Debussy, Messiaen, Ravel, Poulenc, Stravinsky) es increíblemente pequeña, o al menos la parte de su obra responsable de tal influencia. Se reduce a la suite Cuadros de una Exposición, unos pocos ciclos de lieder y las óperas Boris Godunov y la incompleta Khovantschina. Esta enorme influencia está basada en dos hechos musicales: la alternancia de los acordes máximamente separados según la armonía tradicional (el intervalo de tritono, que divide la octava en dos partes iguales), y el uso de melodías de acordes propios de la música ortodoxa rusa. El primer elemento tiende a neutralizar la progresión armónica de la armonía tradicional, confiriendo a la música un estatismo desconocido en su época (y que será después una de las bases de la música de Messiaen, pongamos por caso), mientras que el segundo (la frase inicial de Cuadros) se halla presente en buena parte de la música de Stravinsky (principio del ballet Petroushka, Coral final de Symphonies d'instruments a vent). Pero basta de tecnicismos. Boris Godunov contiene muchas progresiones de tritono (¡escena de la coronación!) y muchas melodías de acordes (¡casi todaslas escenas corales!) pero lo que la distingue más y la hace un modelo en su género es el tipo de dramatización utilizada. Haciendo un símil pictórico, lo que en La Bohème son acuarelas, en Wozzeck son fotografías ó en Don Carlo son óleos, en Boris son frescos bidimensionales (en Kovantshina son mosaicos bidimensionales). Tanto es así que, tras varios intentos fracasados de estrenar la ópera (estreno aplazado por diversos motivos políticos y el desprecio que mostraron hacia la obra diversos miembros de la familia Romanov) y varios añadidos del propio autor frente a los argumentos de la censura (falta de un personaje femenino relevante, falta de una parte de tenor relevante) y el relativo fracaso público de la obra, Rimsky-Korsakov, amigo y mentor de Moussorgsky y “compositor oficial” de la capital imperial retocó la obra para hacerla más atractiva a los ojos del gran público. El retoque consistió, especialmente, en abrillantar la orquestación (es de sobras sabido el profundo conocimiento orquestal de Rimski) y en alterar el orden de los cuadros y, dicho sea de paso en honor al arreglista, el propio Rimsky dijo que cuando su constribución ya no fuera necesaria, se debía restituir la versión original, hecho que no impidió la aparición de diversas versiones posteriores (entre otras, de D. Shostakovich). La nueva orquestación afectó notablemente al color orquestal y, a la postre, existencial de la obra, que pasó de ser más bien sombrío a una gran brillantez (que permitió la presentación en Occidente de la obra por parte de la troupe de Diaghilev, en su primera saison parisina en 1909). El cambio de orden de los cuadros hizo la obra más convencional (acabándola con la solemnidad de la muerte del zar usurpador) comparada con el original, con la llegada del falso zar a Moscu y el personaje del idiota lamentándose del destino del pueblo ruso, independientemente de su dirigente de turno. Ambos cuadros acaban en pianissimo e diminuendo, pero el original produce una sensación de abandono, de incompletitud y de repetición histórica propias de un final abierto, mientras que la versión de Rimsky contiene un final absolutamente cerrado. El final original no solamente es abierto sino que, al situarse después del cuadro de la muerte de Boris ejerce en el espíritu del auditorio un toque del tiempo circular, como si los paneles o frescos que han desfilado durante la obra fueran intercambiables cronológicamente. Un poco como hacen los acordes separados por el tritono, que tienden a interrumpir la cadencia tonal-temporal.

sábado, 12 de octubre de 2013

Operas XII - Don Giovanni

 
                     Don Giovanni ha sido considerada –junto con Tristan und Isolde, Boris Godunov, Pelleas et Melisande y Wozzeck- como una de las óperas históricamente más innovadoras y que han dado lugar a un nuevo desarrollo en el género. La verdad es que cualquiera de estas cinco óperas se erige como una cima aislada no solo dentro de la obra de los respectivos autores sino también en su contexto histórico. Quizás su influencia ha sido efectiva a un nivel lo suficientemente profundo como para resultar poco evidente. Desde ese punto de vista virtualmente todas las óperas tras Don Giovanni han bebido de ella; todas las óperas tras Tristan han bebido de ella; y lo mismo con las otras tres. Si comparamos Don Giovanni con las otras dos óperas de Da Ponte-Mozart podemos hallar –junto con muchos puntos comunes- algunas claras divergencias. La primera es el trasfondo no diré trágico pero sí más grave del asunto (aunque comparte el epígrafe de “dramma gioccoso” con Cosi fan Tutte, se distingue de la “commedia per música” asignada a Le Nozze di Figaro). La mezcla de elementos de comedia y de tragedia, mezcla común en el teatro musical de la época, sigue mostrándose en nuestros días como un elemento vivo e interesante. El elemento trágico de la ópera parece de esta manera adentrarse en una nueva época, un Noveau Règime. No tanto el Romanticismo –por supuesto, nada del Sturm und Drang tan caro a Goethe y Haydn- como el Existencialismo, el hombre como fenómeno y como conciencia aparentemente completadas. Casi se podría decir, de forma exagerada, que se trata de una ópera post-moderna avant la lèttre. Es en la escena del cementerio, y después de la conversación con la estatua del Commendattore, donde tenemos la clave del personaje protagonista. Aunque la razón le impide creer lo que ha visto y oído, concede que la situación es extraña. El resto de los personajes no nos puede dejar indiferentes: por la parte femenina una digamos poco equilibrada Donna Elvira, futura clienta del Dr Freud un siglo y pico más tarde, una altiva Donna Anna, prima hermana de Fiordiligi y más defensora en el fondo de las apariencias que del honor, y una rústica Zerlina, qui etait simple et trés sage, como la Margot de Brassens, que se convertía en el foco de atención del pueblo cuando daba de mamar a su protegido gatito. Las tres –cada cual a su manera- atraídas por el encanto demoníaco del libertino –que consiste más en rebelión que en verdadero sex-appeal- quien a su vez, como diríamos ahora, no se come un rosco en toda la ópera. El resto de los personajes masculinos está menos dibujado: Leporello, el criado, es la copia cómica de su amo, mientras que el más que pasivo Don Ottavio queda siempre a la sombra de su prometida (tal como expresa en sus dos arias), mientras que por su parte Massetto puede ser también la contrapartida cómica de Don Ottavio. La estructura dramático-musical de la ópera también resulta bastante original ya que consta de una multitud de números relativamente cortos que no guardan, en muchos casos, lazos dramáticos entre sí. El resultado –como sucede también con el verdiano Trovatore- produce una sensación de falta de unidad espacio-temporal a la que, a la larga, el espectador se acostumbra e incluso hace progresar la trama de forma efectiva. La propia obertura de la ópera –escrita la noche antes del estreno- desemboca, sin concluir y tras una súbita y lejana modulación, en el primer número. Si el S XVIII le quedaba corto a la ópera, la ópera le quedaba corta al S XIX, que a pesar de considerarla como la mejor ópera de su autor, suprimía eventualmente el conjunto final, ingenuamente considerado como demasiado dieciochesco. La aparentemente más convencional moraleja final todavía nos reserva grandes sorpresas, desde la atrevida mezcla de estilos literarios que propone Da Ponte (‘resti dunque quel briccon / Tra Proserpina e Pluton’) hasta el engaño musical del fugato que se desvanece a cada momento en un finale alla italiana y que, en palabras de E.J. Dent, sirve para que el auditorio pueda ir a cenar, edificado, pero no tanto como para olvidar que se ha divertido mucho.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Operas XI - L'Amour des Trois Oranges


                     L’Amour des Trois Oranges, con su descarnada mirada irónica sobre las situaciones que la propia obra va generando, bien podría representar el primer ejemplo –avant la lettre- de ópera postmoderna. Su estreno en Chicago en 1921 la sitúa lejos del estallido de la postmodernidad, pero cerca –temporal, que no espacialmente- del inicio de la generación neoclásica, con su repentina atracción hacia la Commedia dell’Arte y el teatro y la música dieciochescos. De hecho, la sinfonía nº 1 de Prokofiev, la famosa  Sinfonía Clásica (1917) ya representó una primera muestra de neoclasicismo con su forma de pastiche haydiniano –sorprendentemente cocido en el San Petersburgo de la Revolución-. La fuente para el libreto de Oranges fue la célebre pieza de Carlo Gozzi, autor ya de por sí próximo a las visiones irónicas y paródicas, con mezclas de drama y comedia bastante indigestas en su época (otra pieza de Gozzi sería la fuente del Turandot pucciniano). El propio compositor, autor asimismo del libreto, introduciría en su ópera más elementos distanciadores, como el prólogo, que viene a justificar el elemento surrealista, y en donde asistimos a una disputa entre partidarios de la tragedia, el drama, la comedia y la farsa que es interrumpida por el grupo coral que ulteriormente comentará toda la obra anunciando que se representará una obra de un género nuevo, llamado El amor de las tres naranjas. El origen de la propia obra de Gozzi se halla en un cuento infantil que, como tal, proviene de la constelación del mito. O sea que la tarea de Prokofiev tuvo mucho que ver con la des-mitificación, acción que se puede abordar fácilmente desde la perspectiva de la ironía. Cuando en el tercer acto de la obra, que pasa en un desierto, y tras haber abierto el sirviente Truffaldino las dos primeras naranjas y haber perecido de sed las respectivas princesas cautivas, el príncipe, desconocedor del hecho, abre la tercera naranja, se respira el drama, pero es inmediatamente ridiculizado cuando, en plena agonía de la princesa, aparece un personaje del coro con un cubo lleno de agua. La misma desacralización se observa cuando el mago Chelio invoca al demonio Farfarello, que no logra hacer su aparición cuando un acorde de la orquesta invita a ello, y solo aparece tras un innumerable numero de llamadas. Cuando Farfarello le pregunta si es un mago de verdad o uno de teatro Chelio responde, de forma natural, que es un mago de teatro pero también uno de verdad, lo cual hace que la metaacción se cruce con la acción y los respectivos planos se curven sugestivamente. Sin embargo, no toda la obra es irónica. La alegría del coro posterior a la risa del príncipe destila veracidad, así como la escena final. ¿El símbolo de toda la ópera? La ultrafamosa marcha, que condensa alegría, ironía, veracidad, sarcasmo, magia, truculencia y surrealismo en dos escasos minutos.

domingo, 18 de agosto de 2013

Operas X - Rigoletto


                        La etiología de la ópera no coincide con la de otros géneros, quizás debido a la colaboración entre numerosas disciplinas, que hace que en ocasiones surja un sinergismo adicional que resulte en un plus comparado con su simple suma aritmética. Un poco como la noción de emergencia en la teoría de sistemas. Un argumento absurdo mas un texto simplista mas una música ramplona puede dar lugar a una obra maestra. Es éste el caso de Rigoletto. ¿Por qué? Porque el conjunto ahonda psicológicamente en la raíz de la relación padre/hija, siendo la música cómplice directa de tal caracterización. Rigoletto forma, junto con La Traviata e Il Trovatore (que trata de la complementaria relación madre-hijo), la famosa trilogía de la época intermedia de Verdi. Las tres óperas se caracterizan por la simplicidad de su aproximación pero a la vez por el acierto de sus propuestas. La fuente de la obra la constituye un mediocre drama del mediocre Victor Hugo, Le Roi s'amuse. Al igual que la Rebecca de Hitchkock, basada en la novela romántica de Daphne du Maurier, la ópera de Verdi transfigura totalmente el original. El ritmo está especialmente bien concebido, culminando en el último acto donde una serie de efectos musicales (el coro a bocca chiusa imitando el viento) ligan la acción externa con la acción interna en la psicología de los personajes. Verdi fue un operista de la psicología, igual que Puccini lo fue del ambiente. ¿El último ingrediente de la fórmula?: su más que calculada reducción a lo esencial.

martes, 6 de agosto de 2013

Operas IX - Le Grand Macabre


  
                        La ópera como género estuvo en boga entre la aristocracia durante el barroco y más tarde, durante el XIX, pasó a formar parte del mundo burgués (atravesando un período intermedio ambivalente representado por el clasicismo vienés). A finales del XIX la ópera era un género genuinamente popular, como los coros obreros y el género folletinesco. Después de la Belle Epoque, sin embargo, la ópera declina. La aristocracia y la burguesía más sofisticada conciben el ballet, la plasticidad musical, como algo más excitante que la ópera, el drama musical. Las clases populares y las vanguardias encuentran un nuevo género que les puede ir como anillo al dedo: el cinematógrafo. La ópera, por tanto, sufre un cierto declinar después de la I Guerra Mundial. Y no es que los grandes compositores abandonen totalmente el género; simplemente la demanda disminuye, los precios se encarecen y la producción baja (aún así aparecen algunas obras maestras como Wozzeck). La situación no cambió fundamentalmente tras la II Guerra Mundial. El abismo entre la producción de vanguardia y el viejo público en constante demanda del viejo repertorio se agrandó todavía más. Es por eso que cuando un compositor de la generación de la vanguardia se decidió a escribir una ópera sintiese ante todo los deseos de tildarla de anti-ópera, anatemizando así los efectos del citado abismo. Y lo cierto es que Le Grand Macabre no es una anti-ópera, como sí lo podían ser Opera de Luciano Berio, Staatstheater de Mauricio Kagel o algunas de las primeras óperas minimalistas (y quizás lo sería más tarde el monumental ciclo Licht de Stockhausen). El propio compositor aduce que, tras considerar que no se podría escribir otra anti-ópera después del gran happening de Kagel, enfocaría su obra como una anti-anti-ópera, es decir, que recogiera simultáneamente una mirada irónica sobre la tradición operística y a la vez sobre la crítica anti-operística. Este planteamiento esencialmente postmodernista, sin embargo, en ocasiones cede y da paso a una ópera en el sentido tradicional del término, empezando con el preludio, una especie de homenaje irónico a la toccata que abre el monteverdiano L’Orfeo, esta vez interpretada por un grupo de bocinas de automóvil. Un gran compositor como Ligeti, sin embargo, logra que dicho preludio, por cochambroso –justo como nuestra época- que quiera parecer, tenga una prestancia que ya no nos abandonará a lo largo de toda la obra. El autor ha tildado esta ópera como su ‘segundo requiem’ en el sentido de que completa, esta vez bajo un prisma sarcástico, su famoso Requiem de 1965. La intención de ambas piezas, sin embargo, las hace herederas de las danzas de la muerte medievales. En aquel caso se trataba de una advertencia: sic transit gloria mundi, la muerte como igualadora social. Ahora se trata de anatemizar el miedo a la muerte riéndose de ella. En la ópera, al igual que en la pieza de Ghelderode en que está basada, la muerte se muere y con ella el miedo a la propia muerte. El apocalipsis ‘de bolsillo’ está mostrado con todos los elementos de nuestro presente, desde el miedo a los meteoritos hasta las discusiones estériles de los políticos, pasando por la banalización de la sexualidad, los aparatos policiales represores (y autoenloquecidos!) y los caprichos del poder. Solo la pareja de amantes, ajena en gran parte a la situación, se yergue por encima del caos e incluso conduce a todos los personajes hasta la moraleja final. Si en ella no se nos abre el paraíso de la misma manera que en los finales mozartianos sí, al menos, nos libera de la asfixia de nuestros tiempos. El tema general de esta ópera bien podría ser el de la resiliencia, experiencia nada ajena a la vida de su autor.

viernes, 26 de julio de 2013

Operas VIII - Die Zauberflöte


                        Durante los últimos cien años, la sucesión de posibles interpretaciones sobre el significado de Die Zauberflöte ha sido constante. Desde las más simplistas, que consideran la obra poco más que un cuento infantil, hasta las que tienen en cuenta el elemento masónico presente en ella, pasando por las más fantasiosas que asignan los personajes a entes o entidades del mundo del arte, de la política o del poder religioso de la época. Es obvio que el elemento masónico forma parte importante del armazón de la obra. Pero tampoco hay que aislar este hecho de su contexto histórico. La Ilustración centroeuropea configuró la masonería local. Mozart fue masón como lo fue su padre Leopold, así como Haydn, como Goethe, José II de Austria ó Federico el Grande De Prusia. Lo realmente notable de esta ópera es que, manteniendo un hondo mensaje, ha sido y es tremendamente popular entre todo tipo de públicos, independientemente de su edad, educación y extracción cultural. Este hecho, que se halla solamente al alcance de unas pocas obras de arte a lo largo de la historia, es debido a toda una serie de razones, entre las que no cuenta poco la heterogeneidad de sus contenidos formales. La Flauta Mágica es una narración de las que podemos clasificar como “de pasaje”, igual que la Divina Comedia o la Odisea. Contienen una iniciación adquirida a través de una experiencia en el tiempo. Como en muchas obras de teatro clásico, la presencia de la doble pareja (seria/cómica ó sofisticada/sencilla) logra mayor identificación e integración por parte de audiencias de lo más variopinto. Die Zauberflöte –junto con el Requiem, el concierto para clarinete, el motete Ave Verum Corpus y algunas pequeñas piezas-  forma una parte muy significativa del núcleo de las últimas composiciones mozartianas. En casi todas ellas priva una drástica reducción de elementos que hacen que, a pesar hacer el conjunto más concentrado no por ello lo hace menos liviano. Se han reducido al máximo los elementos decorativos pero el núcleo preservado resulta igualmente o incluso mejor acabado. La combinación de obertura fugada, recitativos acompañados pre-wagnerianos, canciones populares vienesas, ariasvirtuosistas a la italiana, coral variado bachiano, hondo lirismo, música deniños, tristeza infinita, alegría radiante, hace que incluso Salieri (el archienemigo de Mozart, de acuerdo con la romántica leyenda, tal como lo recoge la saga Pushkin/Rimsky-Korsakov/Peter Schaffer/Milos Forman) clasificara la obra como “operone digno de ser ejecutado en las más solemnes festividades en presencia de los más grandes monarcas”.

domingo, 23 de junio de 2013

Operas VII - Der Rosenkavalier



                        No cabe duda de que Richard Strauss se halla entre el pequeño destacamento de compositores-ingenieros que dominan sabiamente el teatro y saben encajar la música con la acción. Y tampoco cabe duda de que, como los otros  ingenieros, supo hallar un libretista con el que formar un sólido tándem. Hugo von Hoffmansthal firmó seis de las óperas de Strauss, entre ellas el Rosenkavalier. Esta ópera representa el triunfo de la artificialidad y ése es precisamente su encanto. La mixtura de los extemporáneos valses –extemporáneos tanto desde el punto de vista de la dieciochesca escena como desde el punto de vista del guiño a Johann Strauss- con las melodías mozartianas (mozartianas de imitación, que no de espíritu), el (doble) travestismo de uno de los personajes, la ausencia de tenores (en Ariadnne auf Naxos queda patente el odio que Strauss sentía por tales personajes), cuyos únicos rastros se encuentran en personajes italianizantes (el cantante  bruscamente interrumpido y el intrigante Valzacchi) resulta sorprendente pero funciona. Y funciona por el sólido libreto y la espléndida caracterización del personaje de Feldmarshallin, “vieja de treinta y siete años” que ve como el tiempo pasa inexorablemente. El contraste entre la mistificación antes apuntada y el trazo humano de la Mariscala da la tensión necesaria para que la obra se mantenga erguida. El golpe de efecto mayor de la obra, la entrada de la Mariscala en el tercer acto (después de acto y medio de ausencia) nos hace caer en la cuenta de todo ello. Las mezclas de objetos musicales que Strauss muestra en muchos de sus poemas sinfónicos (mezcla de oro, plata, mármol, escoria, cascos de botella y ladrillos partidos, según la clásica observación de Deems Taylor) y que en ocasiones rompen el equilibrio interno de las obras es aprovechado en esta ópera como elemento cohesionador. Con sus poemas sinfónicos Strauss también se mostraba ingeniero y no aquitecto (a pesar de las fugas en Zarathustra y en SymphoniaDomestica) y de ahí las polémicas en torno a estas obras. El lirismo, lenguaje natural de este compositor, halla en el Rosenkavalier una de sus máximas cotas.

lunes, 17 de junio de 2013

Operas VI - Fidelio



               Si en esta serie de escritos sobre tema operístico los compositores ingenieros han sido los protagonistas casi absolutos, la ópera que comento hoy es la hija única de un compositor –el compositor- eminentemente arquitecto. Siempre se ha dicho que Fidelio es una obra teatralmente pobre en comparación con su música. Y es una afirmación con la que sólo muy parcialmente estoy de acuerdo. Si consideramos Fidelio únicamente como una respuesta crítica a Don Giovanni y a Beethoven como un mojigato quizás la afirmación tenga más sentido. Fidelio, además de una respuesta a Don Giovanni, y por encima de eso, es un canto a la libertad y al sentido de la moralidad. Curiosamente, tanto Fidelio como Don Giovanni representan diferentes aspectos de la Ilustración. El aspecto positivo, afirmativo, está presente en la composición beethoveniana, mientras que el aspecto negativo, rebelde, está presente en la obra mozartiana. Evidentemente que desde el punto de vista musicoteatral la ópera de Mozart está muy por delante de la de Beethoven. Pero el espíritu de ambas es claramente complementario. El ciudadano ha conquistado sus libertades y la conciencia de la moral colectiva (Fidelio), pero con ello también ha rozado los límites de una manera de pensar y sentir, y se empieza a adentrar en un mundo nuevo que todavía desconoce y observa solamente en la obscuridad (Don Giovanni). Un aspecto de Fidelio que nos remite directamente al principio de esta reflexión y a la dicotomía arquitectura/ingeniería en música está constituído por todos los avatares por los que transcurrió la historia de la obertura de la ópera. La primera versión de ésta –La obertura Leonora nº1- evolucionó (como una auténtica work in progress, tras el primer estreno), junto con la estructura teatral de la obra, a través de dos Leonore Overture adicionales, hasta llegar a la última versión, la mucho más modesta obertura de Fidelio. Si en las Oberturas Leonore (especialmente la segunda y la más famosa e imponente tercera versión) apreciamos la obra del gran arquitecto, en la versión definitiva advertimos una justificación de tipo práctico. Seguramente, si nos imaginamos una representación de la obra (un auténtico singspiel que empieza con una arietta y un duetto típicamente italianizantes) precedida por la Leonore nr III, podemos deducir fácilmente la canibalización resultante de buena parte del primer acto: la arquitectura comiéndose a la ingeniería, cosa que no sucede con la última versión. A lo largo de la historia de las representaciones de Fidelio, muchos directores han intentado reintroducir la Leonore III. A decir de W. Fürtwangler, la obertura se había encajado hasta en el mismísimo final de la ópera, con la consiguiente sensación de anticlímax escénico (y reflexión filosófico-abstracta). La única posición apta para Leonore III se halla entre los dos cuadros del segundo acto (versión introducida por G.Mahler) porque es la manera en que se integra más en la acción (el famoso toque de trompeta liberador). Fidelio, mire como se mire, no es ninguna broma insulsa.

sábado, 8 de junio de 2013

Operas V - La Bohème

 
                        La literatura musical está plagada de la fórmula de proporcionalidad Puccini/Verdi = Strauss/Wagner. Como todo este tipo de aproximaciones, la ecuación resulta muy poco honda. Si en algo parece adecuada, sin duda, es que tanto Puccini como Strauss basan su ingeniería en los ambientes más que en  los personajes, al contrario que sus ilustres predecesores, y que ambos fueron clasificados como seguidores ‘descafeinados’ de los mismos. La ingeniería de ambientes de Puccini, sin embargo, tiene una componente importante en la organicidad del conjunto: forma parte del ‘mensaje’. A este efecto se le da el nombre de ‘realismo poético’ y lo podemos observar en obras de autores y épocas muy diversos, desde algún cuadro de Millet, Manet o Degas hasta el cine francés de los treinta, pasando por algunos aspectos de la obra de Maupassant o Chejov. Y si alguna ópera de Puccini admite esta etiqueta es, sin duda, La Bohème. Mal comprendida en su estreno (un crítico famosamente la tildó de “opereta de la cual nunca volveremos a oir hablar”), conquistó pronto al gran público sin perder los fervores del público refinado (hazaña que únicamente está al alcance de unos pocos escogidos). Aun hoy la ópera sigue sorprendiendo por la frescurade sus diálogos y su originalidad dramática y musical. Los cuatro breves actos son descritos como quadri por sus autores, y esta apreciación ya nos da una clara idea de su estructura: no estamos enfrente de los cerrados ‘actos’ sino de unos tableaux en el sentido pictórico de ‘vistas’ o ‘escenas’ de carácter intimista –postales coloreadas-, igual que en Boris Godunov tenemos unos amplios frescos históricos –mosaicos bizantinos- ó en Wozzeck unas escenas cinematográficas. Los protagonistas de estos quadri no son los artistas ni la modistilla: en virtud de la ingeniería antes aludida, los protagonistas son el frío, la juventud y la miseria alegre, elementos que el team Illica/Giacosa/Puccini supo estructurar admirablemente. Curiosamente –o no tanto-, en ésta la ópera de Puccini más próxima al realismo poético, tenemos un menor peso específico espacio-temporal. Tosca es Roma 1800, Schicchi es Florencia 1299, Il Tabarro es Paris (o, mejor, los muelles de Paris) 1910. La Bohème se sitúa en el París de 1830, pero aparte de unas pocas referencias externas, es fácilmente trasladable a cualquier contexto. Un último apunte: a pesar de las maravillas que vendrían después, la obra sigue siendo la más estimable que produjo su autor, que nunca logró un producto tan original (en Gianni Schicchi se acercó mucho), cosa que, en el fondo, ya intuyó el estúpido crítico al que he aludido anteriormente.

lunes, 3 de junio de 2013

Operas IV - Falstaff


                        La historia de la ópera nos muestra que ha habido muy pocos compositores ingenieros capaces de producir un volumen de obra compacta dentro del género. Correspondientemente, también ha habido pocos libretistas que los hayan acompañado, cediendo siempre a las exigencias de los compositores (los ingenieros siempre han sabido mucho de libretos). Arrigo Boito no pasará a la historia como el compositor de Mefistofele y otras óperas sino como el genial libretista de las dos últimas óperas de Verdi, Othello y Falstaff (también de la versión remodelada de Simon Bocanegra). El reto al que se enfrentó Boito fue múltiple: un compositor venerado que infundía respeto (aunque en años anteriores Boito había denigrado a Verdi); en sus años más maduros, en los que exigía material nuevo y estructuras diferentes a cuantas había experimentado, y encima la siempre ardua tarea de adaptar a Shakespeare. Si con Othello Boito demostró estar a la altura exigida, dominando los efectos de ‘carpintería teatral’ y utilizando la tijera donde fuera necesario hasta adaptar la escena a la estructura requerida, con Falstaff ambos creadores se adentraron en un mundo nuevo. Es curioso que un compositor de ochenta años sea capaz de descubrir algo nuevo, un embrión de futuro. La orquestación y, más concretamente, el papel dado a los instrumentos de viento niega rotundamente la irónica afirmación de otros tiempos ‘Othello y Falstaff no son las mejores óperas de Richard Wagner’. Nos hallamos a gran distancia (hacia el futuro, y sin Zukunftmusik) de Wagner. Y pese a toda esta juventud tímbrico-melódica y esta ligereza de presunciones, el protagonismo de Falstaff no tiene que ver con la juventud sino más bien con la experiencia de la vida, y más concretamente, el desapego tragicómico de la senectud. Sir John Falstaff es un vividor ‘tronado’ que lucha contra la muerte y la descomposición a marchas forzadas, pero que nos cae bien porque se toma las distancias que le otorga, como única prerrogativa, la experiencia. Y si en el primer acto reflexiona -¡qué contraste con el espíritu de las óperas del propio Verdi de décadas anteriores!- sobre la futilidad del honor, en el agridulce final une su voz al de toda la compañía para recordarnos con una sabia fuga que:

          Tutto nel mondo è burla.
         L'uom è nato burlone,
         La fede in cor gli ciurla,
          Gli ciurla la ragione.
         Tutti gabbati! Irride
         L'un l'altro ogni mortal.
         Ma ride ben chi ride
          La risata final.

A estas alturas todo el mundo habrá ya adivinado que me gustan los finales que utilizan metaespacios para observar con distancia la acción que les ha precedido, como el prestidigitador cuando saca un conejo de su chistera. No constituyen una catarsis tan contundente como los finales cerrados, pero dan pie a llevar más fardos desde el inconsciente a la consciencia, cosa que, en el fondo, constituye una de las más apasionantes empresas del ser humano.

viernes, 24 de mayo de 2013

Operas III - Die Meistersinger von Nürnberg


                    La gran crítica que se hizo desde el principio a la obra de Wagner no estuvo basada tanto en el carácter innovador de la música o de la forma de recitativo continuo. Estuvo –y está- basada en las características particularmente antiteatrales –según el modo occidental- de alguna de sus obras. En Verdi acción interior y acción exterior corren siempre parejas, mientras que en Wagner se produce en muchas ocasiones un divorcio. Y este divorcio se ve propiciado por la falta de acción interior propiamente dicha. Los personajes, más que evolucionar dramáticamente, se destapan; se nos revelan –y se revelan a sí mismos- progresivamente. El camino de Tristán e Isolda pasa desde el desprecio hasta la autoinmolación sin que medie externamente ninguna circunstancia que conlleve una experiencia. Únicamente el anecdótico filtro del amor –es decir, un filtro de origen mágico- se cruza en su camino. Por eso el hechizo de Tristán nace del anhelo por des-ocultar, anhelo expresado por la ambigüedad de una música genial que ocupa un lugar único en la historia del teatro musical y que da pie a buena parte de los constructos freudianos. En Parsifal el eje del camino todavía se hace más patente y a la vez más cercano a la vía del crecimiento interior. Incluso se atisba una primera ojeada hacia la a-espacialidad y a-temporalidad, que el arte del S XX quiso explicar unos años adelante (aunque sería desde un punto de vista más trans-racional; la ópera de Wagner todavía está inmersa en un mar de pre-racionalidad romantizante). Pero hoy no hablaré de los geniales Tristán y Parsifal sino de los más terrenales Maestros Cantores de Nüremberg. ¿Cuál es en realidad el tema de fondo de los Meistersinger? ¿La pugna artística entre lo nuevo y lo viejo? ¿La experiencia de la vida? Sin duda, es una comedia con un amplio mensaje. Como toda comedia, contiene un villano, Sixtus Beckmesser, al que queremos ver derrotado porque es un falso poeta, un poeta-funcionario, y encima tiene aspiraciones para con la mano de la joven heroína Eva Pogner. Su contrapartida, el joven Walter von Stolzing, es un poeta verdadero que encaja naturalmente con Eva, pero que también nos acaba cayendo un poco gordo debido a su impetuosidad, desdén y exceso de autoconfianza, aunque estas tres cualidades son perdonables en la juventud, por la falta de experiencia. Llegamos así al personaje central de la obra: el poeta-zapatero –pero ante todo sabio equilibrado- Hans Sachs. Sachs comprende las razones de sus burgueses colegas, intuye el genio innovador del joven Stolzing e incluso se siente atraído por la bella Eva. Y en todas las situaciones se muestra exquisitamente maduro (¡qué pocos personajes en la historia de la ópera se muestran exquisitamente maduros!) y hace lo que debe de hacer, para satisfacción general. Ante una obra tan completa, redonda y contundente (por duración, acción y organicidad) sólo cabe preguntarnos, cuando finaliza, qué hay más allá de su propio universo; a qué se dedicarán los descendientes de Walter y Eva: serán poetas, banqueros o políticos? Pero esto ya se halla fuera de los límites de la obra.

domingo, 19 de mayo de 2013

Operas II Le nozze di Figaro

 
La gestación de Le Nozze di Figaro no va despareja al sentido de la oportunidad publicitaria, cosa harto natural en su libretista Lorenzo da Ponte. La homónima obra teatral de Beaumarchais, de fuerte contenido político prerevolucionario, había sido prohibida en Viena, y el astuto escritor veneciano, que ocupaba el cargo de ‘libretista de cámara del emperador’ consiguió un permiso de José II para utilizar la obra como base para un libreto destinado a Mozart, con el consiguiente ‘suavizado’ previo. Por un lado el público acudió en masa a ver el ‘espectáculo prohibido’ y por otro se produjo el milagro. Una vez aplicada la tijera sobre los monólogos más crudos que Fígaro profiere contra su feudal señor, la habilidad de da Ponte y la música de Mozart consiguieron el resto. La operación de ‘suavizado’ convirtió un manifiesto político en un compendio sobre las relaciones amorosas humanas, universalizando aún más el tema de fondo. La exhibición de afectos es realmente extensa (sin contar con lo que en su entorno espaciotemporal se hubieran considerado perversiones mayores, claro está), desde el amor tierno de joven pareja enamorada a la pasión libertina del poderoso, a medio camino entre el deseo y el poder; desde el amor filial hasta el narcisismo del adolescente (con su velada referencia onanista del “E se non ho chi m’oda, parlo d’amor con me”). El milagro de la ópera está en la forma, no en el fondo de la historia. La profundidad psicológica que el team da Ponte/Mozart consigue por primera vez en esta ópera genera una serie de personajes memorables, entre los que destaca el de la condesa, uno de los personajes –junto con los de Hans Sachs de Meistersinger y de la Mariscala de Rosenkavalier- más memorables de la historia de la ópera alemana. Cuando, al final de la obra, la Condesa cede una vez más y otorga su perdón nos situamos en el mismísimo epicentro del milagro. A una música que expresa simultáneamente deseo y plenitud (o sea, una música auténticamente “celestial” pese a la sencillez de los medios que utiliza; pensemos que la sensación psicológica de deseo viene asociada a la simple cadencia interrumpida) sigue la distanciadora y reparadora coda, restauradora del flujo:
           
Questo giorno di tormenti,
Di capricci e di follia,
In contenti ed allegria,
Solo amor puo terminar.
             Sposi! Amici! Al ballo! Al gioco!
             Alle mine date fuoco!
             Ed al son di lieta marcia
             Corriam tutti a festeggiar!
 
¡Cuan sólido resulta el mensaje de la Ilustración y a la vez cuan frágil su consecución histórica!

martes, 14 de mayo de 2013

Operas I - The Rake's Progress


                        Desde el punto de vista compositivo The Rake’s Progress fue recibido con una ducha de agua fría por parte de la crítica comprometida con la creación contemporánea. ¡El viejo Stravinsky está acabado! En efecto, el compositor, que rozaba en la época de la composición de la ópera los setenta años de edad, había llegado a un punto sin continuidad dentro de su estética neoclasicista, iniciada en 1920. Y él mismo, tras una breve crisis composicional, lo reconoció, iniciando tras el estreno de la ópera el camino que le llevaría, poco a poco, hacia el serialismo postweberniano que muestran las composiciones de su último período compositivo, desarrollado entre 1952 y 1967. Aún así, conviene revisar y pararse a pensar un poco sobre su composición más extensa. The Rake’s Progress está basada en la homónima serie de cuadros de William Hogarth que el compositor visitó en una exposición en Chicago en 1947. A instancias de Aldous Huxley, el compositor acudió a Wystan Auden para la elaboración del libreto, que el poeta completó con la ayuda de Chester Kallman (el tándem Auden/Kallman escribiría posteriormente el texto de Elegy for Young lovers y The Basarids de Werner Henze). El libreto resultó excelente (según el compositor, tan o más bueno que el de Don Giovanni) y la música, a pesar de su buscado carácter mozartiano y su estética prebélica contiene parte de la música más ‘humana’ que escribió su autor. El aspecto dinámico que sugiere el título de la ópera, y que en la serie pictórica establecía el nexo entre las diversas escenas y a la vez le otorgaba un sentido moral, se constituye en la raíz misma de la obra. Si el individuo occidental establece los jalones de su vida con una serie de aspiraciones y realizaciones –deseos y plenitudes-, la carrera del libertino Tom Rakewell se ve jalonada por tres deseos que a su vez también implican una evolución. El problema es que la plenitud, en este caso, no se corresponde con las realizaciones, sino con la evolución de los deseos. Es el gran drama de la irrealización. El primer deseo de Tom, I wish I had money (los tres deseos se expresan en forma hablada, no cantada) hace aparecer el personaje siniestro, la sombra (Nick Shadow). El segundo deseo, superada ya (más por hastío que por otra cosa) la sed de dinero y sexo, I wish it were true,  hace involucionar al protagonista a una zona de inmadurez, iniciada ya con el acte gratuite, falso garante de libertad, que lo lleva a casarse con Baba the Turk, la mujer barbuda, y preludia ya el desenlace. El tercer deseo, la auténtica superación –I wish for nothing else-, expresado como un último lamento por el amor idealizado y perdido de Anne Truelove,  desencadena la auténtica catarsis, aunque sea demasiado tarde como para arreglar las cosas según la vida convencional. La evolución ha tenido lugar, aunque ha llevado al protagonista al manicomio. El mozartiano epílogo establece de nuevo las distancias respecto a la acción y enmarca las enseñanzas morales, pero a la vez nos recuerda que la música de Stravinsky no estuvo nunca tan cerca de cierto tipo de expresividad y que el SXX no fue un siglo de óperas sino de ballets en su primera mitad y de happenings en su segunda. A pesar de ello, como graciosamente nos recuerda David HockneyThe Rake's Progress es con seguridad "la mejor ópera escrita en Hollywood".

viernes, 2 de septiembre de 2011

Comedias



En una apreciación que reconozco muy personal y no generalizable, considero que las obras literarias –especialmente el teatro y, particularmente, el teatro musical- que no ocultan su gusto por la comedia y el humor alcanzan en ocasiones  zonas del espíritu que son más difícilmente accedidas por las obras que carecen de tal ingrediente. Quizás la idea sea fruto de la mayor asociación de las obras trágicas con ciertos ribetes sentimentales que no ayudan ciertamente a la interiorización profunda. Aun en obras muy anteriores al Romanticismo, la declamación de la tragedia invita a un histrionismo que parece ir en contra de la sutileza del jeu d’esprit. Me doy cuenta de que en el fondo estoy categorizando evolutivamente razón y sentimiento y de hecho el tema es mucho más complejo que todo ello. El clásico texto del joven Nietzsche El Nacimiento de la Tragedia del Espíritu de la Música, de hecho, trata de este tema, contraponiendo a la usual visión clasicizante –apolínea- de la antigüedad griega una visión adicional emocionalmente más compleja –dionisíaca-, la unión de las cuales daría el fruto de la tragedia antigua. La finalidad de tal fruto –como la de sus mitos contemporáneos- sería la de ejercer una catarsis y mostrar así a su público una historia que pudiera resonar en su interior sin necesidad de experimentar directamente los trágicos sucesos descritos en ella. Este efecto curativo todavía se hace visible en obras muy posteriores, escritas ya en el período mental-racional, en el cual la estructura mítica de comprensión del mundo ya había sedimentado. Hamlet podría ser el ejemplo clásico, en el cual asistimos -modernísima versión de catarsis- a un auténtico psicodrama que ejerce su efecto dentro de la obra. Pero por muy grandes que sean –lo son- las tragedias shakesperianas, con su honda caracterización de trazos universales (sean los celos de Otelo/Escorpio ó las dudas –Edipo incluído- de Hamlet/Libra), en una cosa al menos, The Tempest ó A Midsummer Night’s Dream pueden llegar a superarlas: su capacidad de autocita, de auto-reflexión. Las emociones que experimentan el príncipe de Dinamarca ó el embajador de Venecia en Chipre, por universales que sean, quedan aprisionadas dentro de los personajes. Resuenan en nosotros de forma a-racional. Las emociones que experimentan el gobernador de Milan ó las parejas de la Atenas de cartón-piedra son relativizadas y reflexionadas en su contexto e incluso fuera de él. Y una condición absolutamente necesaria para la evolución consiste en la objetivación.  Solamente podemos ir más allá de nuestro ego cuando somos capaces de contemplarlo de manera más ó menos objetiva. Y esta capacidad de auto-análisis rara vez se da en los géneros trágicos. Ése es también uno de los triunfos de la ópera mozartiana respecto a la ópera seria barroca, a pesar de las obras extraordinarias que también conforman éste género. En los últimos años se ha puesto de moda alabar sobremanera la otrora minusvalorada Clemenza di Tito mozartiana, ejemplo de prolongación de la opera seria hasta el mismo corazón de la Ilustración. Personalmente creo que, por muchas que sean las virtudes de esta obra (compuesta al mismo tiempo que Die Zauberflöte –verdadero epítome de la Ilustración-) resulta pálida y convencional al lado de sus hermanas mayores. Don Giovanni, seguramente una de las óperas más importantes jamás escritas (y una de las mejores versiones del mito de Don Juan), riza el rizo ya que presenta -avant la lettre- la angustia existencial de la humanidad post-ilustrada. Y lo hace utilizando un lenguaje que todavía invita al desapego, a la autocontemplación, lenguaje que el posterior Romanticismo eliminaría de raíz con su negación de la razón y su retorno a los supuestamente prístinos orígenes. La mezcla de elementos trágicos y cómicos hace posible tal milagro. Don Giovanni –en una de las mejores escenas de la obra- desafía a la estatua invitándola a cenar con el consiguiente contrapunto cómico del aterrorizado Leporello (distancia-objetivización) hasta que él mismo reconoce que el asunto es extraño, situación prolongada en la escena final (“Non l’avevva mai creduto, ma farò quel che potrò”). La moraleja final –eliminada por inaceptable durante el S XIX- vuelve a poner la distancia y observar la situación desde fuera, utilizando incluso mezclas de lenguaje clasicizante y modismos populares (así la insólita rima del genial da Ponte “Resti dunque quel briccon / Fra Proserpina e Pluton”). Siguiendo con el mismo tipo de argumentación, Hans Sachs reflexiona no solamente sobre la vida y sus avatares, sino sobre su arte y en definitiva sobre la propia Meistersinger von Nürnberg, cosa que el pobre Tristan no puede llegar a hacer ya que el filtro del amor lo ha cegado para siempre. Algo parecido sucede con Falstaff y la Mariscala: pueden hacer cosas que Rigoletto ó Salomé, atrapados en sus respectivos karmas, no saben ni que existen.

miércoles, 20 de enero de 2010

Divos

Normalmente asociamos la palabra ópera con todo un mundo peculiar en donde divas y divos se mueven a su antojo en medio de un ambiente kitsch, falso y demodé. Esa es la imagen externa del asunto (y, de paso, el cliché que los medios nos ofrecen). Realmente la mayoría de tales divas y divos no tienen mucho que ofrecer salvo la pura exhibición, y buena parte del repertorio –que el público específico de tal espectáculo sigue reclamando religiosamente- no tiene mayor interés que las soap operas ó telenovelas contemporáneas. Acabo de leer el decálogo de Eusebio Ruvalcaba en el que este autor manifiesta su repulsión por la ópera contraponiéndolo a su amor ilimitado por la música de cámara. Hombre, en el repertorio de la música de cámara, como en el de la ópera, también hay obras flojas. Lo que sucede es que el público no las está reclamando continuamente. Quizás en el mundo de la ópera ha jugado un papel (demasiado) importante el intérprete, que ha llegado así a desvirtuar el sentido de la obra. La ópera –ya lo he escrito en alguna ocasión- es un género dramático en el que el tempo y la expresividad vienen pautados por la música. Ésta es una definición muy amplia, ya que también incluiría la danza y otras disciplinas, pero muy contrapuesta a la visión común que concede el protagonismo al canto y, en todo caso, considera cuando más al espectáculo como una mera suma de disciplinas. En alguna ocasión he leído que en el S XX el lugar que ocupaba la ópera ha sido desplazado por el cine. Eso creo que es fundamentalmente cierto si exceptuamos las obras maestras (de la ópera y del cine). O sea que ciñamos la afirmación al mero espectáculo de pasatiempo de masas. Porque la afirmación sin la acotación que acabo de hacer tendría tan poco sentido como la de que en el S XX el cine ha desplazado al teatro. El cine y el teatro son géneros muy diferentes y que además se han influenciado mutuamente a lo largo de los últimos cien años. El cine es como el teatro un género chronique y dramático, pero cerrado, como las artes plásticas, en contraposición al teatro, abierto a la interpretación. En la ópera la música actúa como fijador y, por tanto, limita y dirige el sentido de la pieza (a pesar de las incursiones cada vez más atrevidas de los metteurs en scène, fauna que actualmente ha desplazado a los cantantes en las funciones de divos). Así, la forma dramática de Boris Godunov (frescos épicos), La Bohème (cuadros intimistas), Pelléas et Mélisande (acción simbolista), Wozzeck (cortas y numerosas escenas cinematográficas) o Einstein on the beach (acción sin objetivos) viene altamente condicionada por la música y el conjunto llega a constituir todo un weltanschauung. El decálogo de Ruvalcaba también me sugiere que existen por lo menos tres tipos de compositores. Los arquitectos, de pensamiento formal-abstracto, como Bach, Haydn, Beethoven, Brahms ó Boulez (que no están a gusto en el teatro); los ingenieros, de pensamiento dramático-diacrónico, como Haendel, Mozart, Wagner, Verdi ó Strauss (que piensan teatralmente aunque escriban una obra no teatral); y los poetas, que se escapan de ambas clasificaciones, como Schubert, Chopin, Debussy, Mompou ó Feldman (que escriben pequeñas piezas sin necesidad aparente de arquitectura ni ingeniería). Aunque la mayor parte de compositores mezclan los tres tipos (Monteverdi, Purcell, Mendelsohn, Schumann, Mahler, Schönberg, Bartók, Stravinsky, Hindemith, Messiaen, Berio….). Espero poder desarrollar más adelante ésta última idea.

martes, 24 de enero de 2006

El Parnaso


Repasando lo que he escrito unos cuantos días atrás –siempre es bueno mirar un poco hacia atrás, sin volver- me doy cuenta de que cito el cine y la danza como los "artes chroniques visuales". Se podrían añadir también el circo, en el caso de que llegásemos a considerar la pureza circense como arte autónomo. Conscientemente no incluyo el teatro (ni tampoco la ópera, como forma dramática que también es). Evidentemente que las formas dramáticas son chroniques, pero no necesariamente visuales. El teatro y la ópera se pueden escuchar por la radio sin perder nada de su carácter más esencial (me refiero, naturalmente, al teatro de texto; otros tipos de teatro pueden ser básicamente visuales). Hoy en día está resucitando a nivel popular la idea de la ópera como un ‘arte total’ (la famosa descripción de la escudella barrejada). Existe todavía una parte del público –y de la equívoca fauna de los cantantes- que piensa tácitamente en una colección de cancioncillas más o menos ramplonas que sirven básicamente como plataforma de lucimiento de su intérprete y que se pueden cantar de forma muy sentimental, sin llegar, sin embargo, a darles una clara expresividad. Los directores de escena se han erigido en la actualidad como eje principal del espectáculo operístico. Creo que todos olvidan lo que la ópera representa en primer lugar: un espectáculo teatral en el que el tempo dramático y las inflexiones expresivas vienen regladas por la música (ello ya era cierto antes de la reforma wagneriana: no estoy hablando de formas sino de naturalezas). En el fondo, ésta era la idea inicial del círculo de aristócratas con inquietudes intelectuales que dio lugar a este género: reproducir la sinestesia entre música y teatro propios de la tragedia griega.
Existen dos tipos de intérpretes: los que sirven a su arte y, por tanto, actúan como médium a través de los cuales la obra de arte se materializa mientras ellos se hacen transparentes, y los que se sirven de su arte para exhibirse ellos mismos, haciendo la obra de arte lo más transparente posible (aunque éstos últimos ya procuran escoger "obras de arte" lo suficientemente endebles como para promover la exhibición). Los que iluminan y los que se exhiben. Lo que acabo de explicar también se puede aplicar a los políticos, a los científicos, a los periodistas.... Hoy en día los cargos no se conciben como responsabilidades, sino como medallas. No se logran a través de méritos, sino de favores. No se intenta estar a la altura de los mismos, sino que se supone inveteradamente que del cargo emanan todos los méritos y virtudes. Como en Roma en 470 DC.