Si algo queda absolutamente vivo del pensamiento de Parménides no posee los ribetes ontológicos con que se adorna usualmente la filosofía de este autor, sino más bien se refiere a la dualidad de segundo orden que podemos establecer entre el camino del desarrollo, el que conduce a alguna parte, y el de la regresión, el que no conduce a ningún lugar sino más bien a la autodestrucción (en el sentido de no-progresión más que en un sentido mítico de aniquilación). El acto regresivo más radical que se puede dar, el suicidio, es directamente autodestructivo y sigue constituyendo un motivo de rechazo por parte de la sociedad, especialmente por sus estratos más evolucionados. Los estratos que viven en épocas míticas, sin embargo, llegan a apoyar tal proceder e incluso incitan a sus hijos a realizarlo en pos de un mundo mejor. Pienso en los fanatismos religiosos de todo tipo, desde las madres de los
yihaddistas suicidas hasta la madre de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, instando a su hijo a que realizara tal acción, aun a riesgo de perder su vida. El problema mayor de las regresiones es su elevado poder infectivo-expansivo. Las promesas que ofrecen de entrada los procesos regresivos parecen lo suficientemente atractivas como para dejarse seducir fácilmente por ellas. Si tales promesas van además dirigidas hacia un fin supuestamente liberador ó trascendente, como en los casos mencionados, es cuando más peligrosas se hacen las regresiones.
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