Solamente algunos de entre los más grandes artistas creadores son capaces de seguir un proceso madurativo hacia zonas de mayor profundidad sin colapsar por el camino. Algunos grandes artistas que logran alcanzar un estilo auténticamente propio que los identifica unívocamente se instalan posteriormente en él y no logran una evolución ulterior. Ciñiéndome al campo de la música, quizás el ejemplo evolutivo por naturaleza es el tan citado caso de Beethoven y sus tres períodos compositivos: 1/los principios en los cuales se progresa a partir de lo previamente existente; 2/la madurez en la que cristaliza la nueva personalidad cuyos frutos más relevantes configuran una época y 3/la etapa en la que la profundización va más allá y los frutos ya no pueden formar parte de esa época –solamente se incorporarán, mayormente modificados, un par de generaciones más tarde-. Muchos de los grandes compositores de los períodos de práctica común muestran este hábito en la evolución de su obra. De alguna manera crecen hasta dar los frutos finales, que suelen ser los más concentrados. En ocasiones esta mayor concentración se corresponde con una mayor complejidad (El Arte de la Fuga respecto al Clave Bien Temperado) pero en ocasiones corresponde a una aparente mayor simplicidad (el quinteto con clarinete respecto al cuarteto de las disonancias). Algunos creadores han desarrollado una gran variedad de estilos sucesivos, mostrando una evolución dentro de cada uno de ellos hasta el agotamiento y la necesidad de cambio. Las proteicas carreras de los dos gigantes de la primera mitad del S XX, Picasso y Stravinsky, son los ejemplos clásicos de tal variedad. La aparición de estas camaleónicas carreras creativas corre pareja tanto a una aceleración en la forma de vivir como a la mayor esperanza de vida resultado de los avances sanitarios (aunque este último detalle parece históricamente poco relevante: el grado de evolución de las últimas composiciones de Mozart ó Schubert –fallecidos ambos con treinta y pocos años de edad- es similar a la que presentan las correspondientes obras de Bach ó Haydn –fallecidos con más de 65 años de edad-). En el S XX también tenemos varios casos de grandes compositores que, una vez alcanzada la etapa de madurez con un estilo altamente personal, parecen instalarse en él y dejar de evolucionar, o incluso involucionar. Es el tan citado caso de Paul Hindemith, quien después de una primera etapa, logra alcanzar a mediados de los años 1930 una madurez que lo sitúa entre los grandes del S XX. Esta fuente de obras maestras se prolonga hasta mediados de los años 1940, a partir de los cuales, salvo alguna excepción, el compositor no hace otra cosa que repetir su estilo en obras cada vez menos vivas y más caligráficas, que poco aportan a su catálogo. De esta situación también participa un poco la obra de Darius Milhaud, que después de la Segunda Guerra Mundial sigue aumentando en cantidad de forma imparable, pero con muchos menos contenidos que en etapas anteriores. Tanto Hindemith como Milhaud participan de la visión del artista como artesano y ambos poseen un extenso catalogo que acaba perdiendo interés en las últimas etapas.
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domingo, 19 de febrero de 2012
jueves, 9 de febrero de 2012
Estabilidad
Un sistema cualquiera se encuentra en su situación máximamente estable cuanto más armónicamente estructurado se halle. Esto conlleva a su vez una diferenciación y jerarquización de funciones. La riqueza y variedad funcional hace que el conjunto sea más estable y armónico. En un celebrado fragmento de uno de los tomos de El Espectador, Ortega y Gasset dice algo parecido refiriéndose a lo que él llama la profundidad de Francia (“A la entrada de cada pueblo en Francia hay un crucifijo y un cartel con los horarios de las misas: Francia es la très catholique. Cuando, avanzando en la carretera se llega al centro del lugar siempre hay una estatua de Voltaire, el racionalista descreído: Francia es el estado más antirreligioso. Este tipo de conjunciones, impensables en España, que siempre va dando bandazos de extremo a extremo, es el que da a Francia su profundidad”). Cuando un árbol muere, las células de sus raíces que lo mantienen enhiesto, las de sus hojas que lo alimentan y las de sus flores que lo reproducen degeneran -o sea, involucionan-, los correspondientes tejidos se hacen progresivamente menos orgánicos y el sistema se desploma. Esto es lo que pienso por las mañanas en el metro cuando veo a una buena parte de la ciudadanía pendiente de las necedades (juegos y todo lo demás) de sus aparatos electrónicos manuales y la otra parte leyendo la empobrecedora prensa gratuiuta que les reparten a la entrada. Esa alineación indiferenciada es la degeneración a-orgánica capaz de derribar a los sistemas, como aquellos circuitos que antes se hacían con fichas de dominó y ahora con cualquier elemento pero que se desploman tras un leve impulso externo.
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