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sábado, 25 de junio de 2016

Contingencias

                       
                         Hace 2300 años Aristóteles dijo que “todo efecto es precedido por una causa”, que “el todo es la suma de las partes” y que “O bien un enunciado o bien su negación son necesariamente ciertos”. Basta cerrar un bucle sobre un sistema o autorreferenciarlo para hacer que estas verdades supuestamente necesarias, absolutas  y generales se hagan contingentes, relativas y parciales. Así, las estrellas –un clásico sistema disipativo- mantienen vivo su horno de fusión nuclear porque las temperaturas en su interior son lo suficientemente elevadas, y lo son porque contienen un proceso de fusión nuclear. Una célula tiene una propiedad muy concreta –la vida- que no poseen sus partes, ya que las moléculas no están vivas. La vida es el resultado emergente de la complejidad. Al cretense de la paradoja, que afirma que todos los cretenses son unos mentirosos, no se le puede aplicar el principio del tercio excluso: su afirmación no es ni cierta ni falsa. Y es así, a través de la relativización de afirmaciones pletóricas,  como evoluciona el mundo y la historia va atravesando diferentes épocas. Y lo verdaderamente importante es que estas épocas se sucedan. El espejismo postmodernista del fin de la historia (versión Fukuyama o cualquier otra) es necesariamente falaz. Y esta falacia nos acompaña actualmente en todo momento. Este espejismo nos sitúa en un contexto de visión absoluta a-referencial para el que las diferentes visiones son constructos que se añaden sobre un fondo vacío. Y nosotros estamos continuamente empeñados en racionalizar al máximo el constructo nuestro de cada día. 

viernes, 17 de junio de 2016

Referencias


                      Siendo todavía adolescente recuerdo que el tema de la subjetividad de los referentes me obsesionaba (supongo que en referencia a la altruidad que tanto preocupa en esta época de la vida). A la intersubjetividad de referentes me he referido a lo largo del blog como “telones de fondo”. Una civilización floreciente dispone de unos telones de fondo bien instalados; tan firmes y bien sujetos se encuentran que se nos hacen virtualmente transparentes. Es más: el conjunto de referentes está orgánicamente dispuesto en paradigmas que a su vez cuelgan de lo que llamamos estructuras evolutivas de pensamiento. No nos hallamos en una situación tal como la que describo sino más bien en una época puente; al borde mismo no solo de una civilización y de sus paradigmas sino también de una estructura evolutiva de pensamiento. La única manera de poder observar esta situación es desapegándose de nuestra visión habitual y enriqueciéndola con sus complementariedades. A pesar de que hemos empezado a asimilar que no existen referentes absolutos parece que seguimos creyendo en ellos y actuamos en consecuencia. Por eso hemos abandonado la concepción de que los estudios humanísticos son importantes y los contemplamos como un lujo, lo mismo que el arte, mientras que seguimos creyendo a pies juntillas que la ciencia trata sobre verdades absolutas ¡Qué equivocados estamos! El resultado de este galimatías, de esta ceguera, está a la vista de todos. Hemos perdido el tejido orgánico de nuestros referentes que han permanecido así aislados y descarnados como piezas deconstruidas que pueden ser objeto de cualquier ordenación que se nos ocurra. El hecho de que hayamos descubierto, hacia el final de la Modernidad, la existencia de los telones de fondo que hasta entonces se nos transparentaban no significa que la organicidad, es decir, el conjunto de relaciones complejas entre referentes, deje de existir, siquiera en una nueva o alternativa disposición. La ceguera, además, se autoalimenta en una especie de bucle recursivo positivamente acoplado –o sea, desestabilizante-. Aun es hora de que oiga a algún líder de opinión de esos que tanto sacan la lengua a pasear que diga que nuestra sociedad padece una crisis compleja, de la que la crisis económica es tan solo una manifestación más, y que las crisis morales, de valores, de la intersubjetividad de referentes, de la maladie du temps, son tan o más significativas que aquélla. Seguimos usando tranquilamente dicotomías para calificar a las personas –en una especie de cuestionario Proust intersecular- que, fuera de su contexto, nada quieren decir. La mayor parte de tales descripciones duales no se refieren a supuestos trasuntos platónicos sino solamente a estadios históricos. Porque a pesar de que hayamos descubierto que no existen sistemas auto-referenciales (ni los sistemas axiomáticos como los matemáticos lo son, después del teorema de Gödel), siempre existe un meta-sistema –no referencial, por supuesto-, a quien referirse. Ese constante proceso de cambios en la meta-referenciación es lo que se nos aparece a lo largo de la evolución histórica. Cuando aparecen los dualismos descarnados debemos siempre invocar al espíritu de la hermenéutica, que no deja de ser un meta-sistema sobre el que analizar un concepto de forma diacrónica, es decir, introduciendo una componente temporal referenciante.

martes, 7 de junio de 2016

Bambalinas


                        Ciertamente: durante mi juventud, todos los años, la entrada de la primavera solía afectar mucho mi grado de energía mental, que se veía sacudida por la astenia y la sobrecarga en rápida sucesión. Aquel día de primavera ya más tardía me hizo rememorar tales sensaciones, hacía ya largo tiempo olvidadas. El sopor invadía todo mi ser. Un sopor profundo, de aquellos que no se resuelven simplemente durmiendo. Un sopor que afectaba igualmente a mi cuerpo, mi alma y mi espíritu, o una forma superior que englobase estos tres estadios de la cadena del ser. El sopor supone una nube, una falta de conexión, una separación para con el mismísimo centro de uno mismo. Mientras a duras penas era capaz de detectar lo que ocurría a mi alrededor observé el discurrir del paisaje que se me ofrecía a través de la ventana del tren con el que estaba viajando de vuelta a casa desde el trabajo. Las vistas captadas desde un tren en marcha cuando atraviesa poblaciones –especialmente poblaciones de tamaño suficiente- siempre me han seducido. Probablemente porque se asemejan mucho a un decorado visto por detrás: un decorado observado desde un meta-decorado. Los decorados observados por delante, desde la posición del público que atiende un espectáculo, constelizan todo un universo ya que nos sugieren un lugar, una época, una situación, un entorno social. Constituyen una colección de referentes orgánicos que nos insieren dentro de un mundo. La iluminación de estos decorados forma parte de esta constelización. ¡Qué sorprendente efecto constituye la transferencia de meta-decorados que resulta cuando en un espectáculo teatral las luces de sala se encienden durante la representación y hacen empalidecer los decorados, que se ven entonces más falsos y convencionaless de lo que nos hubiéramos imaginado al principio! Cuando visitamos un escenario, acabada la función, el efecto de observar los decorados por detrás, bien lejos de deprimirme como a mucha gente, me da una sensación de ampliación de puntos de vista. Nada de realidad gris frente a la magia del decorado durante la función. La magia está en nuestra percepción, que puede ver magia en cualquier situación. Y en aquel corto viaje, en medio del sopor dominante, veía magia. Los cortos espacios entre poblaciones apenas dejaban ver elementos naturales, de una naturaleza por eso absolutamente condicionada por la mano humana. Me resulta cuando menos curioso que distingamos entre el mundo tal como aparece sin nuestra mediación y desde nuestra mediación. Me interesan sobre todo la cultura de la naturaleza y la naturaleza de la cultura, un bucle complejo como cualquier trasunto de este mundo. En aquel momento, por eso, los elementos arquitectónicos humanos atraían mi atención más que los salpicones de matorrales, tundra urbana y vertederos –las macroletrinas que la sociedad hiper  (y mal) industrializada siempre intenta esconder detrás del decorado-. Viviendas degradadas, casas de humildes orígenes que han devenido revalorizada mercancía de lujo, escombros de naves industriales….La falta de tiempo libre sumada al exceso de tiempo muerto usado en los desplazamientos ha hecho que suela viajar  con música incorporada con pinganillos. Esta costumbre tiene una doble consecuencia: por un lado te aisla, te sume en una especie de autismo que llega a ser peligroso cuando te impide escuchar con claridad los sonidos que te advierten del peligro, como los del tráfico; por otro te hace apreciar la realidad que se presenta delante de tus ojos con un tinte característico al que la música contribuye de forma decisiva. La impresión que produce el observar la misma escena con el cuarteto op 130 de Beethoven, Giant Steps de Coltrane, la VIII sinfonía de Henze o Fleur Bleue de Trenet es radicalmente diferente. Lo mismo sucede si escogemos el andante de la Sinfonía Pastoral como música de fondo para un combate de boxeo, documentales paisajísticos sobre la campiña vienesa, una fábrica de armas, una nursería de hospital o un viaje interplanetario. En mi aparato de reproducción estaba sonando en aquel momento una pieza de Paul Hindemith que se sumaba a mi somnolencia para evocar con fuerza un pasado mítico mientras observaba los decorados desballestados que en otra época –cuando todavía se alzaban enhiestos por el lado representacional del escenario con iluminación ad hoc- simbolizaban la industriosidad del momento, hoy día evolucionada hasta un punto irreconocible para aquella no tan lejana época. El pasado, el sopor, el espejo, el símbolo; no son todo trasuntos del mito? 


     Otra forma de vertedero se hace visible a menudo –y éste volvía a ser el caso- a los pasajeros de los trenes: los camposantos. Representan la conexión con otros mundos, con otras realidades que no hallamos fácilmente ni mirando los decorados por detrás. A diferencia de las naves industriales abandonadas, los cementerios registran cierta, por mínima que sea, actividad. Son visitados ritualmente por familiares de difuntos y por poetas románticos en busca de inspiración. También Don Juan es un asiduo visitante nocturno de tales espacios. El tren se acercaba ya a la metrópoli, después de atravesar puentes y túneles para esquivar otras vías de aproximación de vehículos. Los decorados de esa zona ya no evocaban en mi el pasado mítico sino la historia reciente del crecimiento desordenado. La música de mi reproductor, de nuevo, coloreó –o, en este caso, más bien comentó- la situación. Mientras el tren circulaba entre bloques de pisos-dormitorio –que son decorados aparentemente esféricos, ya que carecen de una clara parte frontal o dorsal- sonó una pieza del último período de Arthur Honegger, cuando el compositor sufría una especie de estado depresivo causado por su pesimista visión del mundo del futuro. Aunque en 1950 esta visión no era ni mucho menos la general, ya que el mundo se recuperaba de las desgracias y pérdidas de la guerra, esta recuperación y el afán de no volver a pasar miseria llevaron al mundo a la situación opuesta, la de la crisis moral que ahora tan agudamente padecemos. Las viviendas que se construyeron para los emigrantes de 1900 ahora o se han transformado en residencias de cierto lujo o sus ruinas forman parte de los decorados míticos que miramos por la parte posterior. Las que se construyeron en 1965 han perdido totalmente la configuración humana particular y forman parte del feísmo despersonalizado que odiamos pero a la vez seguimos alimentando con fuerza. Y el hecho de no ser fácilmente perspectivizables, como los anteriores, los hace particularmente insidiosos. Diríase que no forman parte de la evolución y sólo muestran un fondo neutro que puede ser coloreado a voluntad. No es cierto. Son tan decorados como los otros, pero de un modo auto-completado que los hace parecer inexpugnables.


         El tren entró entonces definitivamente en un largo túnel que comunicaba con la red del subsuelo de la metrópoli. En el reproductor le tocó el turno ahora a una interpretación de Brad Mehldau. El jazz, como cualquier otro estilo musical, ha de verse sometido a evolución o pierde interés. Aunque la tarjeta de visita de este estilo sea la improvisación, nos las hemos apañado para preservar las improvisaciones de las grandes figuras de la historia en forma de grabación –lo más opuesto a la improvisación que podamos imaginar-. Mehldau es un buen ejemplo de eclecticismo: recoge elementos –jazzisticos o clásicos- de otras épocas pero también los fusiona con influencias que van desde la música de Ligeti hasta el rock. Eso le da continuidad dentro de la historia del género (¿no se quejaba Stravinsky en los años 50 de que algunos pianistas de jazz parecían haber recién descubierto la música que Debussy había escrito 50 años antes?) y a la vez una actualidad sincrónica. Cuando llegué a mi estación de destino corrí hacia el metro habiendo dejado atrás el sopor pero no el cansancio crónico que la primavera tardía seguía poniendo de relieve. La música de Elliott Carter me acompañó en este nuevo periplo.