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martes, 7 de junio de 2016

Bambalinas


                        Ciertamente: durante mi juventud, todos los años, la entrada de la primavera solía afectar mucho mi grado de energía mental, que se veía sacudida por la astenia y la sobrecarga en rápida sucesión. Aquel día de primavera ya más tardía me hizo rememorar tales sensaciones, hacía ya largo tiempo olvidadas. El sopor invadía todo mi ser. Un sopor profundo, de aquellos que no se resuelven simplemente durmiendo. Un sopor que afectaba igualmente a mi cuerpo, mi alma y mi espíritu, o una forma superior que englobase estos tres estadios de la cadena del ser. El sopor supone una nube, una falta de conexión, una separación para con el mismísimo centro de uno mismo. Mientras a duras penas era capaz de detectar lo que ocurría a mi alrededor observé el discurrir del paisaje que se me ofrecía a través de la ventana del tren con el que estaba viajando de vuelta a casa desde el trabajo. Las vistas captadas desde un tren en marcha cuando atraviesa poblaciones –especialmente poblaciones de tamaño suficiente- siempre me han seducido. Probablemente porque se asemejan mucho a un decorado visto por detrás: un decorado observado desde un meta-decorado. Los decorados observados por delante, desde la posición del público que atiende un espectáculo, constelizan todo un universo ya que nos sugieren un lugar, una época, una situación, un entorno social. Constituyen una colección de referentes orgánicos que nos insieren dentro de un mundo. La iluminación de estos decorados forma parte de esta constelización. ¡Qué sorprendente efecto constituye la transferencia de meta-decorados que resulta cuando en un espectáculo teatral las luces de sala se encienden durante la representación y hacen empalidecer los decorados, que se ven entonces más falsos y convencionaless de lo que nos hubiéramos imaginado al principio! Cuando visitamos un escenario, acabada la función, el efecto de observar los decorados por detrás, bien lejos de deprimirme como a mucha gente, me da una sensación de ampliación de puntos de vista. Nada de realidad gris frente a la magia del decorado durante la función. La magia está en nuestra percepción, que puede ver magia en cualquier situación. Y en aquel corto viaje, en medio del sopor dominante, veía magia. Los cortos espacios entre poblaciones apenas dejaban ver elementos naturales, de una naturaleza por eso absolutamente condicionada por la mano humana. Me resulta cuando menos curioso que distingamos entre el mundo tal como aparece sin nuestra mediación y desde nuestra mediación. Me interesan sobre todo la cultura de la naturaleza y la naturaleza de la cultura, un bucle complejo como cualquier trasunto de este mundo. En aquel momento, por eso, los elementos arquitectónicos humanos atraían mi atención más que los salpicones de matorrales, tundra urbana y vertederos –las macroletrinas que la sociedad hiper  (y mal) industrializada siempre intenta esconder detrás del decorado-. Viviendas degradadas, casas de humildes orígenes que han devenido revalorizada mercancía de lujo, escombros de naves industriales….La falta de tiempo libre sumada al exceso de tiempo muerto usado en los desplazamientos ha hecho que suela viajar  con música incorporada con pinganillos. Esta costumbre tiene una doble consecuencia: por un lado te aisla, te sume en una especie de autismo que llega a ser peligroso cuando te impide escuchar con claridad los sonidos que te advierten del peligro, como los del tráfico; por otro te hace apreciar la realidad que se presenta delante de tus ojos con un tinte característico al que la música contribuye de forma decisiva. La impresión que produce el observar la misma escena con el cuarteto op 130 de Beethoven, Giant Steps de Coltrane, la VIII sinfonía de Henze o Fleur Bleue de Trenet es radicalmente diferente. Lo mismo sucede si escogemos el andante de la Sinfonía Pastoral como música de fondo para un combate de boxeo, documentales paisajísticos sobre la campiña vienesa, una fábrica de armas, una nursería de hospital o un viaje interplanetario. En mi aparato de reproducción estaba sonando en aquel momento una pieza de Paul Hindemith que se sumaba a mi somnolencia para evocar con fuerza un pasado mítico mientras observaba los decorados desballestados que en otra época –cuando todavía se alzaban enhiestos por el lado representacional del escenario con iluminación ad hoc- simbolizaban la industriosidad del momento, hoy día evolucionada hasta un punto irreconocible para aquella no tan lejana época. El pasado, el sopor, el espejo, el símbolo; no son todo trasuntos del mito? 


     Otra forma de vertedero se hace visible a menudo –y éste volvía a ser el caso- a los pasajeros de los trenes: los camposantos. Representan la conexión con otros mundos, con otras realidades que no hallamos fácilmente ni mirando los decorados por detrás. A diferencia de las naves industriales abandonadas, los cementerios registran cierta, por mínima que sea, actividad. Son visitados ritualmente por familiares de difuntos y por poetas románticos en busca de inspiración. También Don Juan es un asiduo visitante nocturno de tales espacios. El tren se acercaba ya a la metrópoli, después de atravesar puentes y túneles para esquivar otras vías de aproximación de vehículos. Los decorados de esa zona ya no evocaban en mi el pasado mítico sino la historia reciente del crecimiento desordenado. La música de mi reproductor, de nuevo, coloreó –o, en este caso, más bien comentó- la situación. Mientras el tren circulaba entre bloques de pisos-dormitorio –que son decorados aparentemente esféricos, ya que carecen de una clara parte frontal o dorsal- sonó una pieza del último período de Arthur Honegger, cuando el compositor sufría una especie de estado depresivo causado por su pesimista visión del mundo del futuro. Aunque en 1950 esta visión no era ni mucho menos la general, ya que el mundo se recuperaba de las desgracias y pérdidas de la guerra, esta recuperación y el afán de no volver a pasar miseria llevaron al mundo a la situación opuesta, la de la crisis moral que ahora tan agudamente padecemos. Las viviendas que se construyeron para los emigrantes de 1900 ahora o se han transformado en residencias de cierto lujo o sus ruinas forman parte de los decorados míticos que miramos por la parte posterior. Las que se construyeron en 1965 han perdido totalmente la configuración humana particular y forman parte del feísmo despersonalizado que odiamos pero a la vez seguimos alimentando con fuerza. Y el hecho de no ser fácilmente perspectivizables, como los anteriores, los hace particularmente insidiosos. Diríase que no forman parte de la evolución y sólo muestran un fondo neutro que puede ser coloreado a voluntad. No es cierto. Son tan decorados como los otros, pero de un modo auto-completado que los hace parecer inexpugnables.


         El tren entró entonces definitivamente en un largo túnel que comunicaba con la red del subsuelo de la metrópoli. En el reproductor le tocó el turno ahora a una interpretación de Brad Mehldau. El jazz, como cualquier otro estilo musical, ha de verse sometido a evolución o pierde interés. Aunque la tarjeta de visita de este estilo sea la improvisación, nos las hemos apañado para preservar las improvisaciones de las grandes figuras de la historia en forma de grabación –lo más opuesto a la improvisación que podamos imaginar-. Mehldau es un buen ejemplo de eclecticismo: recoge elementos –jazzisticos o clásicos- de otras épocas pero también los fusiona con influencias que van desde la música de Ligeti hasta el rock. Eso le da continuidad dentro de la historia del género (¿no se quejaba Stravinsky en los años 50 de que algunos pianistas de jazz parecían haber recién descubierto la música que Debussy había escrito 50 años antes?) y a la vez una actualidad sincrónica. Cuando llegué a mi estación de destino corrí hacia el metro habiendo dejado atrás el sopor pero no el cansancio crónico que la primavera tardía seguía poniendo de relieve. La música de Elliott Carter me acompañó en este nuevo periplo.



4 comentarios:

Lluís P. dijo...

Fratello,

me asalta la duda de si las impresiones que nos describes durante el viaje no hubieran sufrido variaciones si las piezas de música que seleccionaba tu reproductor hubieran sido otras. Esto es, ¿está "contaminando" la música tu percepción del exterior?
Bendita conjunción contemplativa...

fp

Anónimo dijo...

Hola Carles,
el comentario de Lluís P. me ha hecho pensar en mi propia experiencia respecto a la cuestión de cómo puede afectar la audición musical a nuestra percepción de la realidad.
Por mi parte puedo recordar cómo hace años escuchaba de forma casi obsesiva piezas musicales que me abstraian de la realidad y me producían una gran emoción o sensación de euforia. Tal como ahora lo veo había en aquella actitud una mezcla de ingenuidad y pedantería ya que sólo escuchaba "grandes obras cásicas". No era una audición atenta e inteligente, era puramente emocional y evasiva.
Me recuerdo a mi misma cruzando la calle sin mirar el tráfico por "culpa" de un lied de Schubert (rigurosamente cierto y nada recomendable!).
Este enorme poder que tiene la música puede ser una bendición o una maldición (depende de las consecuencias). Llevando las cosas un poco más lejos, basta recordar que algunos paises con gobiernos totalitarios han hecho de la música una cuestión de estado ,imagino que precisamente por esta enorme capacidad de conmover y de idealizar que tiene la música.
Yo,por temperamento y educación, no renuncio a la emoción ni a los sentimientos de buena ley cuando escucho música pero procuro tomar un poco de distancia para no caer en la trampa fácil del sentimentalismo y de la (auto)idealización.
Enhorabona per aquesta narració tan complexa i moltes gràcies per la selecció musical.
Filo

carles p dijo...

Fratello,

Con toda seguridad puedo decir que la contemplación está contaminada por la audición. Es más, mi narración es una mistificación ya que la única pieza que realmente escuché en mi viaje fue la de Hindemith. Las otras las he instalado ad hoc de forma subrepticia...la contemplación puede ser bendita pero es artificial!!!

fp

carles p dijo...

Hola Filo,

Totalmente de acuerdo en cuanto a desterrar el sentimentalismo y limitar la auto-idealización en la música! (también enotros ámbitos). Esto corresponde a la adolescencia.
En mi caso escucho música por la calle por falta de tiempo para hacerlo en ocasiones más propicias. Pero también disfruto cuando observo que la gente que camina por la calle de repente se alinea con la música de Bartók, Teddy Wilson, Trenet, Mahler o Xenakis que suena en aquel momento en mi reproductor.
Las dictaduras de los años 30 utilizaban la música como arma pero ha pasado el tiempo y ahora las sociedades post-capitalistas solamente la utilizan como adormidera...

Gràcies!
carles