Las civilizaciones antiguas ya reconocían el carácter de representación teatral asignada a los roles humanos. La etimología –variada e inconclusa, pero rica y sugerente- de la palabra persona [per-sonare; máscara teatral] da debida cuenta de ello. Calderón de la Barca sostenía, desde su visión firmemente asentada en el barroco, que la vida es sueño. Hoy más que nunca la vida se nos aparece como un gran teatro (el gran teatro del mundo). En el escenario en que las personas desarrollan su rol se representa simultáneamente un elevado número de obras que abarcan todos los géneros, desde la tragedia antigua al drama contemporáneo, pasando por el sainete, la Commedia dell’Arte e incluso la astracanada, el folletín, el Grand Gignol, el teatro del absurdo o la farsa de títeres. Desde que Baudrillard señaló el carácter plenamente simulativo de las representaciones contemporáneas tal característica, que él asignó en su momento a espacios como Disneyworld o Las Vegas, no ha hecho más que desparramarse hacia las zonas más recónditas de nuestra actualidad. Y en medio de la tragicomediadramasainete hete aquí que aparece un elemento común a todas las obras representadas: la pandemia. De repente (casi) todos los escenarios se ven afectados, desde las astracanadas que representan los políticos hasta los dramas contemporáneos que representan los migrantes concentrados, desde los sainetes que a diario se representran en pequeños teatros laborales hasta las farsas de títeres en busca del poder que las grandes corporaciones que gobiernan el mundo siguen ferozmente representando. El virus, en realidad, no forma parte del atrezzo inicial de las obras sino que ha sido introducido a posteriori como un verdadero deus ex machina. La pregunta clave sería: ¿ha llegado ya a transformarse el virus en parte del atrezzo o todavía representa una porción de ese concepto tan fútil en la actualidad y que en la Edad Moderna se llamaba, llanamente, “realidad”? No es una cuestión banal porque, según como se mire, la presencia de este virus puede representar el colapso definitivo de la Edad Moderna (empleo este término en ves del usual de Modernidad para no dejar lugar a dudas). La Postmodernidad nos enseña que podemos convertir el virus en atrezzo sin otro recurso que nuestra observación; como si de un colapso cuántico de la función de onda se tratara. ¿No será en realidad el momento de pensar, remedando de nuevo a Calderón, que la vida es sueño?