Durante el período que conocíamos como Edad Moderna, o Modernidad como le llamamos ahora, la evolución del pensamiento ha estado tipificado por el conocido proceso dialéctico: cualquier tesis genera su antítesis y, unidas, dan lugar no a un gris compromiso argumentativo sino a una nueva tesis más evolucionada a través de la cual se contempla el mundo de una nueva manera hasta que a su vez una nueva antítesis es generada y así sucesivamente. El filósofo GWF Hegel fue quien renovó el concepto, que los antiguos griegos adscribían no tanto a una evolución como a la lógica, a una búsqueda de la verdad por reducción al absurdo de las tesis “falsas”. También a lo largo de estos cinco siglos de Modernidad se ha dado una oscilación entre dos maneras de ver y de estar en el mundo; los modos que F Nieztsche etiquetó como “apolíneo” y “dionisíaco”, cuya alternancia generó las épocas que llamamos “clásicas” y “románticas”, respectivamente. Tal puntual periodicidad evolutiva se ha visto truncada con el advenimiento de la Post Modernidad. Ahora las tesis difícilmente generan antítesis porque tendemos a considerarlas en continuo proceso de perfeccionamiento asintótico. Son tesis estériles y planas porque ya no contemplan la riqueza, complejidad y pluralidad del mundo sino tan sólo un cadáver racionalizado. La dialéctica ya no funciona y la evolución se ha detenido. Cuando la presión sea lo suficientemente grande las vías se desembozarán y después deberemos evaluar los daños. Como el caso del volcán.
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