Si le
planteáramos a un estudioso de la música la pregunta acerca de cuando empezó la
postmodernidad musical muy probablemente nos ofrecería una respuesta difuminada.
Si en ocasiones se hace difícil establecer límites en el espacio físico, ¡cómo
no será difícil establecer los límites entre conceptos! Dejando aparte las
respuestas que se acercan a la versión hace poco comentada del temporalmente
ubicuo ‘postmodernismo’, las respuestas podrían oscilar desde el neoclasicismo
de los 1920s y 1930s (en eso ya he comentado que no estoy muy de acuerdo, pero
puedo admitir un ligero matiz) hasta los 1970s, cuando las vanguardias de
postguerra ya estaban gastadas y lo que venía tenía cada vez un tinte más
conservador. Preguntados ulteriormente por los correspondientes autores, los
primeros situarían a parte de Stravinsky, Satie, parte de les Six, Cage a
este lado de la frontera -estoy hablando como un moderno, porque para los
postmodernos no existen tales fronteras temporales- mientras que los segundos
aseverarían que Reich, Riley, Andriessen, Glass, Rzwesky ya fueron autores
plenamente postmodernos. A mi me resulta especialmente fascinante observar como
se reflejó la progresiva entrada de la postmodernidad en la obra de los autores
que más fervientemente la evitaron; es decir, los referidos autores de la
última vanguardia. Ellos creían firmemente en la evolución histórica, dentro de
la que se sentían protagonistas de su más reciente etapa. A finales de los
cuarenta, según estos compositores -que entonces estaban en su más beligerante
primera juventud-, o se optaba por acabar con el neoclasicismo o se estaba
fuera de la historia (que de hecho es lo que la actual postmodernidad en parte
pretende). Para acabar con el neoclasicismo, ¡qué mejor que acudir a su ‘enemigo
natural’ el dodecafonismo!, pero, eso sí, una vez desposeído de toda referencia
expresionista. El recién desaparecido Anton Webern sintetizaba ambos elementos
de dicha fórmula y fue erigido profeta-mártir del movimiento. Los desarrollos
técnicos que propiciaron el nacimiento de la música electrónica en los estudios
radiofónicos de Milán y Colonia y la música concreta en los de París, así como
nuevas consideraciones sobre timbres y texturas logradas con la orquesta
convencional se sumaron al cóctel y así, de la mano de padrinos como Messiaen,
Dallapiccola, Varèse, Ives, Fortner o Hartmann apareció la cohorte que resultaría
ser la última de la modernidad. Maderna, Berio, Nono, Boulez, Stockhausen, Henze,
Xenakis, Ligeti, Kagel y otros constituyeron el core de este
impresionante grupo. Ninguno de estos autores escribió siquiera una obra que
pueda tildarse de postmoderna. En cambio, en el caso de buena parte de ellos,
se dio una evolución hacia posturas menos radicales a partir de la década de
los setenta. El caso de Boulez, joven intransigente con el neoclasicismo y adulto
lleno de sospechas hacia todo lo que oliera a postmodernidad (fue el más
longevo de todos ellos) ilustra muy bien esta evolución. Tras unos meteóricos
comienzos (después de estudiar brevemente con Messiaen y Leibowitz) y tras unas
piezas crecientemente rompedoras como la segunda sonata (1947-8) llegó a partir
de 1950 a las primeras obras del serialismo integral como Structures o LeMarteau sans Maître, auténtica obra maestra y epítome esta última de
aquella época. A mediados de los
70 (Rituel, 1974) la producción de Boulez parece suavizarse, aun sin
abandonar su carácter progresista. Esta tendencia ya no será abandonada en adelante (Répons, 1980, Explosante-fixe,
1994, Anthemes II, 1997, Sur Incises, 1998). De ninguna manera estas obras representan una
claudicación de todo lo escrito anteriormente. Simplemente pueden considerarse
como obra de madurez. El caso de Stockhausen no es tan claro, pero se puede observar en alguna pieza de esa misma época
una tendencia a la simplificación (Tierkreis, 1974). Precisamente esta
composición, a la que su autor volveria recurrentemente (la noche antes de
fallecer estaba trabajando en orquestaciones de esta colección) marcaría el inicio de la llamada nueva simplicidad en la
música alemana. Las piezas puramente acústicas de su último e inacabado ciclo Klang
-especialmente los conjuntos de viento- representan una última aparición del
ritual, tan presente a lo largo de toda la obra de Stockhausen. Se trata de
piezas que, aun manteniendo la impronta de la Modernidad, rinden cierto
homenaje a un pasado no demasiado remoto (las stravinskianas Symphonies pourinstruments à vent, por ejemplo). Ligeti, una vez escapado de su Hungria natal tras el
levantamiento de 1956, desarrolló una música textural (micropolifonia) que le
llevó a producir obras como Atmosphères (1961), Requiem (1965) o San Francisco Polyphony
(1974). A partir de mediados la década de los ochenta, la influencia de las
perspectivas imposibles de M. Escher, la música de fases, el (tardío)
descubrimiento de la música de C. Nancarrow, darán lugar a una serie de obras
muy ricas y a la vez muy poco especulativas (Piano Études, 1985-2001, NonsenseMadrigals, 1993, los conciertos para piano (1988) y violín (1993) que estarían situadas en un contexto más alejado de
cierto tipo de experimentalismo (Poème symphonique pour 100 métronomes, 1962; Trois Bagatelles, 1961). Incluso en una época tan temprana como 1976 Ligeti rinde
homenaje a la ópera tradicional (aunque él mismo la tildó inicialmente de
'anti-ópera') con Le grand macabre, donde la toccata del monteverdiano
l'Orfeo es reinterpretada con claxons. La obra de Mauricio Kagel siempre estuvo influenciada por
los happenings (J. Cage soltaba la boutade de que el argentino Kagel
era el mejor compositor europeo de su generación) pero hasta los 70 mantuvo un
claro carácter vanguardista. A partir de obras como Musik für Renaissance-Instrumente, 1969
o MareNostrum, 1975 llega a un eclecticismo consumado ya en las Stucke desWindrose (1988-94), Serenade (1994) o Phantasiestuck (1989)
en donde parece acercarse a
estilos de autores pretéritos (¿Milhaud?) sin practicar el neoclasicismo. O quizás las
obras de sus últimas etapas se podrían describir como una mezcla imposible que
las sitúa muy en la postmodernidad. Hablando de eclecticismo y de mestizajes, habría que
recordar que un autor como H W Henze practicó, desde el principio de su
carrera, una combinación tan poco convencional como el expresionismo de Berg,
el neoclasicismo de Stravinsky (Symphony in three movements), el jazz y
la ópera italiana del XIX, cosa que le granjeó ser anatemizado por el ala dura
de Darmstsdt. La obra de L Berio presenta una continuidad (no exenta de
revisitaciones a obras del pasado (Rendering, orquestación de Schubert; final
del Turandot pucciniano alternativo al de F Alfano) pero cabría recordar
que una de sus obras más celebradas (Symphonia, 1968) constituye un hito
en la historia del collage postmodernista. Un último y espectacular caso, el de K Penderecki, quien
pasó de la rigurosa vanguardia en los 60s a posiciones casi reaccionarias hacia
los 90s.