Como todos
los elementos que giran alrededor de ese metaconcepto nebuloso al que llamamos tiempo,
el pasado, en términos personales, constituye un concepto sumamente subjetivo y
evocador. El pasado puede ser un bálsamo protector, aunque a menudo ofrece una
protección ficticia porque a la vez que aparentemente protege a la
psique también la hace más vulnerable al presente. El pasado concebido como
jardín secreto del que emana la alquimia de la eterna juventud o el pasado
escapista donde refugiarse son imágenes que se podrían corresponder con esta
doble acepción de que hablaba. El Romanticismo hace del pasado el paraíso
perdido, el lugar mágico inalcanzable. Es decir, orilla el aspecto temporal del
término mientras penetra en el terreno de la mitología. El pasado que anhela el
Romanticismo, en realidad, nunca ha existido. El Clasicismo también sitúa su
mundo ideal fuera del tiempo, en la zona en que campean los conceptos de la
razón no sujetos a contingencias temporales. La zona donde habitan los cuerpos
regulares de Platón, los conceptos a-históricamente reificados o la perspectiva
isométrica. Esta zona puede o no ser accesible, pero usualmente no lo es en el
pasado sino en el futuro. El mundo a-temporal se sitúa entonces como
culminación futura, como perfección asintótica. Pero el pasado también -y más a
menudo- hace referencia a un pasado personal concreto, que se puede evocar con
nostalgia (Addio del passato!, Yesterday,) o con escarnio (Monsieur mon passé,¿voulez-vous passer?). Se trate o no de un pasado realmente vivido, la visión
que tengamos de él nos condiciona el presente y, por ende, si concebimos la
historia como una carambola casual, el presente nos está, a pesar nuestro,
contruyendo silenciosamente el futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario