Una de entre las muchas características excepcionales que encierran las 32 sonatas pianísticas de Beethoven es que cada una de ellas plantea un problema técnico, interpretativo, un planteamiento o un discurso diferentes. Beethoven parecía no querer repetirse nunca y así solía agotar con cada obra toda una serie de posibilidades embrionarias. Los últimos compases de la sonata op 90 muestran una auténtica ruptura de la cuarta pared, hecho bastante extraordinario cuando se trata de una obra desprovista de discurso dramático, como sí puede suceder en el escenario teatral o la pantalla cinematográfica. Cuando, tras la séptima aparición del tema de rondó, la música evoluciona hacia otros derroteros (compás 265 del segundo movimiento) que parecen conducir al final de la pieza, el tema aparece, ahora sí, por última vez, y parece diluirse en un ritardando. El compositor toma distancia respecto a la obra y en los extraordinarios ocho últimos compases parece contemplar la pieza que ya se ha acabado como un pintor o un escultor retroceden unos pasos para observar la obra que están creando con una distancia más abarcadora. Este salirse de la obra sin, de hecho, abandonarla, me sugiere metaposiciones y autorreferencias cuya riqueza se une a los tesoros orgánico-estructurales que la paleta del compositor ya luce y domina habitualmente. La obra acaba saliendo de puntillas por la puerta de atrás.
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