En su premiado filme Mon Oncle, su autor Jacques Tati nos describe, en clave de fina sátira, las consecuencias derivadas de una supuesta racionalidad aséptica llevada a su extremo. Se nos describe un mundo feliz que sigue puntualmente los dictados de una supuesta conciencia ético/estética objetivamente determinada como la única posible, porque está de acuerdo con unos criterios de “progreso” hacia la verdad única de la ciencia, la tecnología y la moda dictada por los especialistas. Los personajes que aparecen pueden ser fácilmente clasificados en dos grupos: aquellos que realmente están in, y los que están out. Con una fracción intermedia: los niños, a los que, en muchas ocasiones, se les adivina fácilmente a medio camino entre el in y el out, ya que todavía no han incorporado un suficiente grado de diferenciación ó quizás de hipocresía para acceder al mundo supuestamente progresivo del primer grupo. Probablemente en esta época Mon Oncle no haga reír a tanta gente como en 1958, porque el grado de insiders se ha visto drásticamente aumentado y lo que entonces podía ser percibido como exageración ahora es moneda de cambio. En la domótica mansión de la familia Arpel, donde todo está cuidadosamente diseñado pensando en la comodidad, la salud y el bienestar físico y mental, el único detalle humano lo constituye la famosa fuente del pez-surtidor, que nos refiere a un (mal) gusto petit bourgeois que se desliza subrepticiamente hasta acomodarse en el centro de tanta aséptica perfección. Nuestro entorno social se halla ahora saturado de este improbable emparejamiento: por doquier nos aparecen signos indicándonos qué debemos hacer en cada contingencia. Todos los casos posibles parecen contemplados menos, curiosamente, los que tienen lugar ante nuestras narices, lo que obliga a modificar los signos una y otra vez (¿camino hacia la perfección ó hacia el colapso?). No sólo las directrices a seguir, sino también nuestro sentir se ha visto ahora mecanizado por la maquinaria al uso. Según el paradigma todavía vigente para el sector mayoritario de la sociedad, el sentir no es más que el subproducto ó epimanifestación de unas reacciones químicas determinadas que tienen lugar en alguna zona del cerebro. ¿Por qué entonces no encerrar mensajes que provoquen fuertes emociones en envoltorios generados automáticamente por un sistema informático?
El final del film reúne dos posibles desarrollos compensatorios: Hulot es enviado a provincias para que se labre de una vez un futuro y deje de ser una influencia negativa para su sobrino. Este, a su vez, sufre un acercamiento al mundo del padre, pero la influencia del tío se hace notar: después de que padre e hijo se escondan para evitar las iras del pasajero que, despistado por el silbido, se ha lastimado, abandonan el aeropuerto tomando la vía impecablemente marcada con flechas en sentido contrario.
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