El pasado siglo XX, de por sí rico en imágenes, nos ha legado dos de ellas de alto contenido simbólico, dos instantáneas que han cambiado para siempre nuestra percepción del mundo. La primera de ellas se refiere al poder (auto)destructivo al que la humanidad ha accedido en tal época. Este poder se basa además en una recién descubierta nueva dimensión de la materia; nada menos que su percepción como energía concentrada. De alguna manera hemos visitado más de cerca la naturaleza íntima de la materia al tiempo que hemos atisbado una imagen del infierno; una nueva versión de Fausto y El Aprendiz de Brujo. La segunda imagen, en cierta manera, es complementaria de la primera. Una instantánea que contiene, en su interior, a toda la humanidad y su sistema planetario: la Vida, pero también nos presenta lo relativo de las dimensiones y la infinita pequeñez de nuestra Tierra en el Universo. Ambas imágenes dan pie a nuevas cosmovisiones que se pueden ampliar hasta límites inverosímiles: el agujero negro, concentración tal de materia que todo lo engulle, luz incluída –y que por tanto no podemos “ver” de forma convencional-, constituyendo una especie de ombligo entre nuestro mundo físico y una dimensión desconocida, y la posible imagen de nuestra galaxia, la Vía Láctea, captada desde otra galaxia –imagen que probablemente no pueda ser vista por humanos hasta dentro de unos cuantos millones de años, tiempo necesario para que dicha imagen efectúe el correspondiente viaje-. Mientras tanto, en nuestro pequeño mundo seguimos con nuestras grandes crisis.
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