La etiología
de la ópera no coincide con la de otros géneros, quizás debido a la
colaboración entre numerosas disciplinas, que hace que en ocasiones surja un
sinergismo adicional que resulte en un plus comparado con su simple suma aritmética.
Un poco como la noción de emergencia
en la teoría de sistemas. Un argumento absurdo mas un texto simplista mas una
música ramplona puede dar lugar a una obra maestra. Es éste el caso de Rigoletto. ¿Por qué? Porque el conjunto
ahonda psicológicamente en la raíz de la relación padre/hija, siendo la música
cómplice directa de tal caracterización. Rigoletto
forma, junto con La Traviata e Il Trovatore (que trata de la
complementaria relación madre-hijo), la famosa trilogía de la época intermedia
de Verdi. Las tres óperas se caracterizan por la simplicidad de su aproximación
pero a la vez por el acierto de sus propuestas. La fuente de la obra la constituye un mediocre drama del mediocre Victor Hugo, Le Roi s'amuse. Al igual que la Rebecca de Hitchkock, basada en la novela romántica de Daphne du Maurier, la ópera de Verdi transfigura totalmente el original. El ritmo está especialmente
bien concebido, culminando en el último acto donde una serie de efectos
musicales (el coro a bocca chiusa imitando
el viento) ligan la acción externa con la acción interna en la psicología de
los personajes. Verdi fue un operista de la psicología, igual que Puccini lo
fue del ambiente. ¿El último ingrediente de la fórmula?: su más que calculada
reducción a lo esencial.
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domingo, 18 de agosto de 2013
martes, 6 de agosto de 2013
Operas IX - Le Grand Macabre
La ópera como género estuvo en boga entre la aristocracia durante el
barroco y más tarde, durante el XIX, pasó a formar parte del mundo burgués (atravesando
un período intermedio ambivalente representado por el clasicismo vienés). A
finales del XIX la ópera era un género genuinamente popular, como los coros
obreros y el género folletinesco. Después de la Belle Epoque, sin embargo, la
ópera declina. La aristocracia y la burguesía más sofisticada conciben el
ballet, la plasticidad musical, como algo más excitante que la ópera, el drama
musical. Las clases populares y las vanguardias encuentran un nuevo género que
les puede ir como anillo al dedo: el cinematógrafo. La ópera, por tanto, sufre
un cierto declinar después de la I Guerra Mundial. Y no es que los grandes
compositores abandonen totalmente el género; simplemente la demanda disminuye,
los precios se encarecen y la producción baja (aún así aparecen algunas obras
maestras como Wozzeck). La situación
no cambió fundamentalmente tras la II Guerra Mundial. El abismo entre la
producción de vanguardia y el viejo público en constante demanda del viejo
repertorio se agrandó todavía más. Es por eso que cuando un compositor de la
generación de la vanguardia se decidió a escribir una ópera sintiese ante todo
los deseos de tildarla de anti-ópera,
anatemizando así los efectos del citado abismo. Y lo cierto es que Le Grand Macabre no es una anti-ópera,
como sí lo podían ser Opera de Luciano Berio, Staatstheater
de Mauricio Kagel o algunas de las primeras óperas minimalistas (y quizás lo
sería más tarde el monumental ciclo Licht
de Stockhausen). El propio compositor aduce que, tras considerar que no se podría
escribir otra anti-ópera después del gran happening
de Kagel, enfocaría su obra como una anti-anti-ópera, es decir, que recogiera
simultáneamente una mirada irónica sobre la tradición operística y a la vez
sobre la crítica anti-operística. Este planteamiento esencialmente
postmodernista, sin embargo, en ocasiones cede y da paso a una ópera en el
sentido tradicional del término, empezando con el preludio, una especie de
homenaje irónico a la toccata que abre el monteverdiano L’Orfeo, esta vez interpretada por un grupo de bocinas de automóvil.
Un gran compositor como Ligeti, sin embargo, logra que dicho preludio, por
cochambroso –justo como nuestra época- que quiera parecer, tenga una prestancia
que ya no nos abandonará a lo largo de toda la obra. El autor ha tildado esta ópera
como su ‘segundo requiem’ en el sentido de que completa, esta vez bajo un
prisma sarcástico, su famoso Requiem de 1965. La intención de ambas piezas, sin
embargo, las hace herederas de las danzas de la muerte medievales. En aquel
caso se trataba de una advertencia: sic transit gloria mundi, la muerte como
igualadora social. Ahora se trata de anatemizar el miedo a la muerte riéndose
de ella. En la ópera, al igual que en la pieza de Ghelderode en que está
basada, la muerte se muere y con ella el miedo a la propia muerte. El
apocalipsis ‘de bolsillo’ está mostrado con todos los elementos de nuestro
presente, desde el miedo a los meteoritos hasta las discusiones estériles de
los políticos, pasando por la banalización de la sexualidad, los aparatos
policiales represores (y autoenloquecidos!) y los caprichos del poder. Solo la
pareja de amantes, ajena en gran parte a la situación, se yergue por encima del
caos e incluso conduce a todos los personajes hasta la moraleja final. Si en
ella no se nos abre el paraíso de la misma manera que en los finales
mozartianos sí, al menos, nos libera de la asfixia de nuestros tiempos. El tema general de esta ópera bien podría ser el de la resiliencia, experiencia nada ajena a la vida de su autor.
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