L’Amour des Trois Oranges, con su descarnada mirada irónica sobre las situaciones que la propia obra
va generando, bien podría representar el primer ejemplo –avant la lettre- de ópera postmoderna. Su estreno en Chicago en
1921 la sitúa lejos del estallido de la postmodernidad, pero cerca –temporal,
que no espacialmente- del inicio de la generación neoclásica, con su repentina
atracción hacia la Commedia dell’Arte
y el teatro y la música dieciochescos. De hecho, la sinfonía nº 1 de
Prokofiev, la famosa Sinfonía Clásica (1917) ya representó
una primera muestra de neoclasicismo con su forma de pastiche haydiniano
–sorprendentemente cocido en el San Petersburgo de la Revolución-. La fuente
para el libreto de Oranges fue la
célebre pieza de Carlo Gozzi, autor ya de por sí próximo a las visiones
irónicas y paródicas, con mezclas de drama y comedia bastante indigestas en su
época (otra pieza de Gozzi sería la fuente del Turandot pucciniano). El propio compositor, autor asimismo del
libreto, introduciría en su ópera más elementos distanciadores, como el
prólogo, que viene a justificar el elemento surrealista, y en donde asistimos a
una disputa entre partidarios de la tragedia, el drama, la comedia y la farsa
que es interrumpida por el grupo coral que ulteriormente comentará toda la obra
anunciando que se representará una obra de un género nuevo, llamado El amor de las tres naranjas. El origen
de la propia obra de Gozzi se halla en un cuento infantil que, como tal,
proviene de la constelación del mito. O sea que la tarea de Prokofiev tuvo
mucho que ver con la des-mitificación, acción que se puede abordar fácilmente
desde la perspectiva de la ironía. Cuando en el tercer acto de la obra, que
pasa en un desierto, y tras haber abierto el sirviente Truffaldino las dos
primeras naranjas y haber perecido de sed las respectivas princesas cautivas,
el príncipe, desconocedor del hecho, abre la tercera naranja, se respira el
drama, pero es inmediatamente ridiculizado cuando, en plena agonía de la
princesa, aparece un personaje del coro con un cubo lleno de agua. La misma
desacralización se observa cuando el mago Chelio invoca al demonio Farfarello,
que no logra hacer su aparición cuando un acorde de la orquesta invita a ello,
y solo aparece tras un innumerable numero de llamadas. Cuando Farfarello le
pregunta si es un mago de verdad o uno de teatro Chelio responde, de
forma natural, que es un mago de teatro pero también uno de verdad, lo cual hace
que la metaacción se cruce con la acción y los respectivos planos se curven
sugestivamente. Sin embargo, no toda la obra es irónica. La alegría del coro
posterior a la risa del príncipe destila veracidad, así como la escena final. ¿El
símbolo de toda la ópera? La ultrafamosa marcha, que condensa alegría, ironía,
veracidad, sarcasmo, magia, truculencia y surrealismo en dos escasos minutos.
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