La última y presente revolución en las ciencias de la naturaleza no consiste
en la invención de una teoría última que lo explique todo o que pueda unir las
aparentemente incompatibles visiones de la mecánica relativista y la mecánica
cuántica. Tampoco consiste en el hallazgo de un nuevo super-agujero negro o un
tipo de ente a medio camino entre la energía obscura y la materia obscura.
Tampoco la identificación de un proteoma o una ruta bioquímica. La última
revolución consiste en poner patas arriba nuestra propia maquinaria de
raciocinio y empezar a pensar en una serie de ítems antes desconocidos. El
primer ítem es la visión sistémica, que va más allá del método analítico
instaurado en el XVII y que ha permitido todo el desarrollo científico
ulterior. El giro copernicano que ha supuesto esta renovación ha quebrado los
esquemas habituales del dualismo cartesiano, fractura reforzada con el
descubrimiento de la autoplasticidad del cerebro humano. El segundo ítem, que
va de forma natural asociado directamente con el primero, es la introducción
del término conciencia en el discurso
de las ciencias naturales. Conciencia no significa tanto posicionamiento del
lado de la subjetividad como superación del dualismo mente-materia. Los
residuos de los estudios de secundaria pesan en la edad adulta bastante más de
lo que muchos se imaginan ya que aparecen y operan no como contenidos sino como
metodologías y estructuras de pensamiento. El platonismo implícito
tradicionalmente en la física todavía aparece como una limitación a la
expansión del pensamiento científico. Seguimos en gran parte aferrados al
concepto de leyes universales que solamente ceden su sitio y son reemplazadas
por otras leyes universales cuando se encuentran fisuras en su consecución. Sin
embargo, una delimitación en el ámbito de aplicación de la ley, o una
ampliación de sus presupuestos puede hacer que la tal ley universal quede
relativizada. Un ejemplo que viene al caso es el del segundo principio de la
termodinámica. El supraparadigma en el que está enmarcada la mecánica
newtoniana concibe un universo en equilibrio gobernado por unas leyes de
atracción que mantienen al sistema en funcionamiento estático. El segundo
principio de la termodinámica, enunciado por Clausius en 1850 introduce por vez
primera el concepto de la flecha irreversible del tiempo: los sistemas aislados
evolucionan hacia el equilibrio termodinámico, representado por el aumento de
la entropía. Como el supraparadigma a que hacía referencia concibe el universo
como un sistema cerrado, se sigue que el propio universo camina hacia su
situación de equilibrio termodinámico por extinción, esto es, su muerte
entrópica. Estos pensamientos han generado ríos de tinta hasta que se han
producido dos cambios: el primero es el estudio de los fenómenos que parecen ir
en contra del segundo principio de la termodinámica porque establecen un orden
a fuerza de ser muy abiertos e intercambiar grandes cantidades de materia y
energía con sus alrededores (entre otros fenómenos, el de la vida, que siempre
pareció ir en contra de la física). El segundo fue la idea, refrendada en 1965,
de que el universo no es un sistema cerrado y que, además, tuvo un principio, o
sea, que es un sistema en evolución. El otrora mítico segundo principio se ha
transformado en una ley de ámbito muy delimitado. No porque falle sino porque
se trata, más que de una Ley Universal, de un caso particular muy particular.
Es un ejemplo más de la evolución de los paradigmas.
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