Aquella escalera desierta, tan brillante como estéril, no era precisamente
como los largos pasillos con paredes estucadas del imaginado palacio de
Marienbad pero mientras ascendía con cierta dificultad por los empinados
peldaños evoqué por un momento el famoso travelling sin fin de Resnais. Y lo
desaforado de las proporciones me hizo sentir a la vez más ridículo y más
sojuzgado de lo habitual. La atmósfera era, como correspondía a la estación de
año, sofocante, pese al costoso y anti-ecológico sistema de refrigeración que,
dicho sea de paso, producía un zumbido que se sumaba a la agobiante
escenografía. La parte aural del asunto incluía, además, un lejano goteo
procedente de vete a saber qué desagüe del sistema. La combinación del zumbido
y del goteo me hizo pensar por unos instantes en el dúo de instrumentistas de
didgeridoo y hang-drum que en ocasiones se encuentra en las calles de las
ciudades. Pero en este caso no se facilitaba ningún tipo de trance místico sino
más bien una regresión neurofísica. Tanto fue así que mi sistema digestivo
empezó a encogerse hasta tal punto que dejó poco espacio para los gases
remanentes, residuo de alguna digestión incompleta. La presión acabó cediendo y
una sonora ventosidad se me escapó y vino a unirse a la monótona serenata que
ya he mencionado. Aunque el sonido generado no estuvo ni mucho menos a la
altura de los que por lo visto emitía el vulgar flatulista Le Pétomane, llevó asociados unos interesantes armónicos que lo
emparentaron, aunque solo fuera lejana y momentáneamente, con los conglomerados
micropolifónicos de algunas composiciones de Ligeti. El propio sonido, después
de provocar esta ideación artística en mi mente, vino, cual figura superegoica,
a acusarme y a hacerme ver lo infantil de mi alborozo. Después de todo una
flatulencia, por interesante o novedosa que pueda ser su configuración sonora,
difícilmente puede constituir un grito de guerra o una consigna revolucionaria,
a no ser que sea liberada de forma estentórea durante la celebración de un rito
religioso o patriótico. Estuve unos cuantos peldaños preguntándome si la
cuestión había tenido ribetes artísticos, agresivos, vulgares o regresivos
cuando me percaté de que no estaba solo en la escalera. Una figura desconocida
ascendía silenciosamente un piso y medio por encima de mí. Era un hombre de
mediana edad, de complexión alta y especialmente delgada, y llevaba un palo con
un apéndice colgando en su extremo. Mi primer pensamiento después de verlo fue
dirigido a sopesar y valorar las probabilidades de que hubiera presenciado mi
supuesta actuación sonora. Pero en seguida me llamó la atención la
imperturbable serenidad de su acompasado caminar. Hubiérase dicho que más que
caminar flotaba unos centímetros por encima de los peldaños. Por el utensilio
que blandía me recordó aquellos faroleros que todavía recorrían algunas calles
durante mi infancia con objeto de encender las lámparas de gas con una punta
incandescente amarrada también a un largo palo. De repente el personaje paró y
yo, con la conciencia de que no había sido percatado, hice lo propio y observé. El ángel farolero
levantó más aún su palo, casi hasta alcanzar el techo, y puso en marcha algún
mecanismo sonoro. Al punto recordé que en nuestra aséptica sociedad todo el día
estamos analizando el entorno en busca de posibles tóxicos –bien, todo menos
aquella parte que contiene verdaderamente los tóxicos, sean estos
físico-químicos o mentales- y que el aire filtrado y aséptico que respiramos
era una diana favorita para tal búsqueda infructuosa. El personaje volvió a
bajar el utensilio y lo manipuló de forma no visible, quizás tratando de aislar
los supuestos ácaros, humos, polvo o quizás ideas revolucionarias o pedos
artístico-agresivo-regresivos para su ulterior análisis. Al poco abrió la
puerta de una planta y desapareció en ella, quizás a la busca de otros analitos
no más interesantes que los recién capturados. Seguí ascendiendo, ahora sólo,
por la inhóspita escalera, comenzando ya a arrepentirme de no haber esperado al
ascensor. Mi ascensión pronto incorporó un nuevo elemento sonoro, de nuevo de
la familia de los vientos, que era ni más ni menos que mi propio jadeo acelerado. Me tomé un breve descanso en
uno de los descansillos cuando de nuevo detecté una presencia ajena en el
entorno. Aproximadamente dos pisos por debajo de mí una figura enjuta,
encorvada como un gnomo, ascendía las escaleras con un gran balanceo lateral,
quizás mostrando los signos de una cojera congénita. Llevaba en su mano
izquierda una cartera ridícula como la que en otras épocas utilizaban los
cobradores del gas. Este elemento y un ligero bigotillo supralabial lo
emparentaban con cierto tipo de personaje del franquismo tardío. Cuando llegó
al correspondiente descansillo, en el que había un dispensador de agua, paró un
instante, abrió su cartera, sacó un fajo de papeles de entre los que seleccionó
uno y cotejó su contenido con el de una etiqueta que acompañaba el abrevadero
del oficinista. Aunque de entrada se hubiera dicho que era el tipo de personaje
al que por humanidad o cuñadismo se le asignaban caritativos trabajos inútiles la realidad era que su
trabajo – de inspector general, eufemismo por sargento de policía- estaba muy
bien considerado. Además, el cojo era un elemento fiel al sistema, al que nunca
criticaba en público. Cuando llegó al siguiente descansillo abrió la puerta de
la planta y desapareció, buscando más etiquetas que cotejar o, vete a saber,
quizás también elementos subversivos a los que denunciar. Volví a reemprender
mi ascensión. A la altura a la que me encontraba, el sistema de refrigeración
mostraba ya el límite de sus capacidades, por lo que el calor empezaba a ser
fuertemente agobiante. Enfilé entonces un largo pasillo con miradores de vidrio
a través de los cuales se podía observar el correspondiente pasillo de un
edificio simétrico, que aparecía como una imagen liberada del mundo especular.
Por el pasillo observé una figura femenina levemente entrevista debido al
reflejo de la luz solar que en ese momento me devolvía la cristalera del
edificio vecino. Parecía una secretaria que se dirigiera a poner orden en
alguna pertrechada posición del organigrama. Llevaba una falda ancha y vaporosa
que se agitaba con su paso ligero. La visión fugaz me sumió en un estado de
regresión mítica que pronto se transformó en sueño. Al final del pasillo
acristalado había un pequeño tresillo en donde me senté para reposar unos
instantes. Tan eficaz resultó el descanso que incluso llegué a tener un leve
sueño en duerme-vela. Soñé que estaba en una sala de reuniones rodeado de gente
que discutía sobre el sexo de los ángeles, las jerarquías del organigrama y la
conveniencia de la normalización de los procedimientos del trabajo, tres temas
que seguramente tienen muchos puntos en común. Los personajes cada vez gritaban más hasta
que me entraban náuseas y sacaba la primera papilla. Las contracciones
gástricas me despertaron y lo primero que comprobé fue la posible existencia de
perbocación a mi alrededor. Negativo. Todo parecía tan pulcro y estéril como al
principio. Me levanté y aceleré el paso. Una vez alcancé el edificio simétrico
llegué a las escaleras enantiodrómicas, con el giro opuesto al de las que había
utilizado para subir. Y en ese preciso momento tuve un lapsus memoriae: no recordaba ya hacia donde me dirigía ni cual era
mi propósito. Cualquier esfuerzo por recordar parecía infructuoso, y cuanto más
forzaba la memoria más apretado se hacía el nudo del olvido. Traté de serenarme
con objeto de recapitular pero en aquel momento me percaté, con cierta sensación
de vértigo, de que me hallaba en la parte inicial de mi recorrido. Como los personajes
del famoso cuadro de M. Escher. Busqué el abrevadero del oficinista y absorbí
con presteza varios vasos de agua.