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sábado, 26 de marzo de 2016

Objetivaciones


                            Según una concepción simplista muy ligada a la postmodernidad, la música viene a ser una especie de arte de la combinación de notas, de ritmos, de armonías y de timbres. Este tipo de pensamiento considera que el producto acabado es un absoluto que venimos a observar frente a un fondo neutro, a-referencial, y está ligada a la asunción de la conquista del espacio vacío pre-existente por parte de nuestra acción. Uno de los aspectos más perversos de la postmodernidad –¡que también tiene de buenos!- es el que se asocia con las proyecciones o, mejor, las alienaciones que efectuamos con todo tipo de asuntos. Ello eleva el cartesianismo a la categoría de dogma universal, abstrayendo nuestras interacciones o, mejor, nuestro estar-en-el-mundo y haciéndonos observadores neutros de cualquier realidad. Volvamos al tema inicial del post, el que hace referencia a la música. A menudo me gusta hacer paralelismos entre el mundo del arte y el de la ciencia. Sostengo que las creaciones y formas de hacer de las dos disciplinas en una misma época se parecen más entre sí que las correspondientes a épocas diferentes dentro de la misma disciplina. En los últimos veintitantos años la aproximación al descubrimiento de fármacos ha sufrido varios cambios importantes. El descubrimiento de nuevos fármacos suele comenzar con un proceso iterativo durante el que se testan variaciones estructurales sobre cierto “tema” molecular de partida. ¿Cómo se identifica el mismísimo punto de partida -o sea, el “tema”-?. Dado que lo que se busca es una especie química que interaccione con un receptor complejo, tradicionalmente se utilizan compuestos conocidos (naturales o no) que se conozca que efectúen tal interacción. Hoy en día se dispone de potentes técnicas de biología molecular con los que estudiar intrínsecamente el receptor, pero aun así se hace necesario iniciar el proceso de alguna manera. Y una de las soluciones ha consistido en la inversión, al menos en los estadios iniciales, de los polos: en vez de intentar encontrar la llave que encaje mejor a base de estudiar la cerradura, se prueban al azar una cantidad ingente de llaves hasta que alguna da alguna muestra de funcionar, siquiera de forma rudimentaria. A partir de ahí comienzan las iteraciones. Las preguntas son: ¿Cuántas “llaves” se tienen que probar para dar con una que funcione como punto de partida? Y, sobre todo, ¿Qué parte del “espacio químico” representamos con nuestra colección de llaves? La respuesta es siempre la misma: depende. ¿De qué? Pues de los elementos en juego (¡el receptor!) pero también de nuestras consideraciones. Porque el espacio químico, en el fondo, es sujeto de la paradoja de Banach-Tarski. Últimamente he descubierto un canal de divulgación científica bastante serio pero mientras escribo esto encuentro un vídeo que trata el tema conjunto que estoy tratando aquí y lo hace cayendo en el extremo que describo al principio del post. Ello me da una excelente ocasión para cerrar el círculo y dejar discurrir al lector para que él mismo ensamble las piezas que he separado a tal efecto. Dedico el post a la memoria del recién fallecido sir Peter Maxwell Davies. Como tantos destacados compositores británicos del último tercio del S XX, Davies ha derivado desde la “última” vanguardia hasta posiciones eclécticas que, sin embargo, ha sabido mantener con dignidad (podría ser considerado un poco como un “Hans Werner Henze a la inglesa”). Gran Bretaña, que históricamente ha sido parca en dar grandes compositores, se ha resarcido en las últimas décadas con Harrison Birtwistle, Brian Ferneyhough, George Benjamin, Jonathan Harvey, Thomas Adès o el propio Maxwell Davies.

viernes, 18 de marzo de 2016

Unidimensionalidad


                Tal como leí hace poco, uno de los mecanismos de control de la sociedad actual consiste en explotar la apetencia humana por las verdades absolutas y las racionalizaciones fáciles. Las verdades absolutas ya no vienen hoy en día impartidas por las autoridades eclesiásticas, como sucedía en otras épocas (me refiero a occidente; en otras latitudes no solo las verdades absolutas sino los castigos por no observar tales verdades vienen impartidos por tales autoridades). En occidente las verdades absolutas vienen ahora reguladas por las autoridades científicas (o lo que la población ingenuamente asume por ello). Y tales verdades absolutas desembocan, sin excepción, en la dicotomía más primaria que existe: la que divide cualquier asunto, sean los alimentarios, médicos, sociales, culturales, psicológicos o espirituales en dos grupos: el de los buenos y el de los malos. Como las tele-series policíacas o las novelas de masas, que muestran a sus personajes de forma unidimensional: simplemente una línea con un límite que divide los buenos y los malos. No estoy defendiendo, por supuesto, que cualquier hábito, idea, creencia, sea clasificable a voluntad de cada cual. Simplemente defiendo la complejidad del mundo y el hecho de que no existen verdades absolutas, bien que las verdades puedan ser relativizadas en base a una escala comparativa no absoluta (¡A Dioscorides me remito!). La creencia en la existencia de asuntos buenos y asuntos malos está ligada, sin duda, a la creencia de que la ciencia descubre verdades absolutas. Si los gobiernos siguen empeñados en eliminar la filosofía y las humanidades de la educación secundaria no será difícil convencer –siquiera de forma inconsciente- a la población en general de que esto es claro y diáfano. Hace unos días ha fallecido Hilary Putnam, el influyente filósofo americano. Leo que su padre tuvo sus escarceos con el partido comunista americano de los años treinta. A ver si tendrá razón el memo que hace también unos días ha dicho, desde la regidoría de una alcaldía, que habría que suprimir la carrera de Filosofía y Letras, porque era un nido de marxistas-leninistas….