Según una concepción simplista muy ligada a la postmodernidad, la música
viene a ser una especie de arte de la combinación de notas, de ritmos, de
armonías y de timbres. Este tipo de pensamiento considera que el producto
acabado es un absoluto que venimos a observar frente a un fondo neutro,
a-referencial, y está ligada a la asunción de la conquista del espacio vacío
pre-existente por parte de nuestra acción. Uno de los aspectos más perversos de
la postmodernidad –¡que también tiene de buenos!- es el que se asocia con las
proyecciones o, mejor, las alienaciones que efectuamos con todo tipo de
asuntos. Ello eleva el cartesianismo a la categoría de dogma universal,
abstrayendo nuestras interacciones o, mejor, nuestro estar-en-el-mundo y
haciéndonos observadores neutros de cualquier realidad. Volvamos al tema
inicial del post, el que hace referencia a la música. A menudo me gusta hacer
paralelismos entre el mundo del arte y el de la ciencia. Sostengo que las
creaciones y formas de hacer de las dos disciplinas en una misma época se parecen
más entre sí que las correspondientes a épocas diferentes dentro de la misma
disciplina. En los últimos veintitantos años la aproximación al descubrimiento
de fármacos ha sufrido varios cambios importantes. El descubrimiento
de nuevos fármacos suele comenzar con un proceso iterativo durante el que se
testan variaciones estructurales sobre cierto “tema” molecular de partida.
¿Cómo se identifica el mismísimo punto de partida -o sea, el “tema”-?. Dado que
lo que se busca es una especie química que interaccione con un receptor
complejo, tradicionalmente se utilizan compuestos conocidos (naturales o no)
que se conozca que efectúen tal interacción. Hoy en día se dispone de potentes
técnicas de biología molecular con los que estudiar intrínsecamente el
receptor, pero aun así se hace necesario iniciar el proceso de alguna manera. Y
una de las soluciones ha consistido en la inversión, al menos en los estadios
iniciales, de los polos: en vez de intentar encontrar la llave que encaje mejor a base de
estudiar la cerradura, se prueban al azar una cantidad ingente de llaves hasta
que alguna da alguna muestra de funcionar, siquiera de forma rudimentaria. A
partir de ahí comienzan las iteraciones. Las preguntas son: ¿Cuántas “llaves”
se tienen que probar para dar con una que funcione como punto de partida? Y,
sobre todo, ¿Qué parte del “espacio químico” representamos con nuestra colección
de llaves? La respuesta es siempre la misma: depende. ¿De qué? Pues de los
elementos en juego (¡el receptor!) pero también de nuestras consideraciones. Porque
el espacio químico, en el fondo, es sujeto de la paradoja de Banach-Tarski. Últimamente
he descubierto un canal de divulgación científica bastante serio pero mientras
escribo esto encuentro un vídeo que trata el tema conjunto que estoy tratando aquí
y lo hace cayendo en el extremo que describo al principio del post. Ello me
da una excelente ocasión para cerrar el círculo y dejar discurrir al lector
para que él mismo ensamble las piezas que he separado a tal efecto. Dedico el
post a la memoria del recién fallecido sir Peter Maxwell Davies. Como tantos destacados
compositores británicos del último tercio del S XX, Davies ha derivado desde la
“última” vanguardia hasta posiciones eclécticas que, sin embargo, ha sabido
mantener con dignidad (podría ser considerado un poco como un “Hans Werner
Henze a la inglesa”). Gran Bretaña, que históricamente ha sido parca en dar
grandes compositores, se ha resarcido en las últimas décadas con Harrison
Birtwistle, Brian Ferneyhough, George Benjamin, Jonathan Harvey, Thomas Adès o
el propio Maxwell Davies.
2 comentarios:
Fratello,
Sin duda, uno de los enlaces a la Wikipedia más sesudos con los que me he topado. No tengo suficientes conocimientos matemáticos (ni conexiones neuronales) para seguir la abstracta demostración, pero el tema se aclara un poco en el siguiente párrafo: “Por otro lado, en la paradoja de Banach-Tarski el número de piezas es finito y las equivalencias permitidas son congruencias euclídeas, que conservan los volúmenes. Sin embargo, ¡acaban doblando el volumen de la bola! Aunque esto es realmente sorprendente, algunas de las piezas usadas en la descomposición paradójica son conjuntos no medibles, por lo que la noción de volumen (más precisamente, la medida de Lebesgue) no está definida para ellas, y la partición no puede obtenerse de forma práctica.”
Lástima que de esta paradoja se obtengan dos objetos idénticos a partir de uno inicial. Si los dos objetos generados se diferenciasen en algo, podríamos aplicarlo a la química médica y conseguir nuevas moléculas a partir de una, y ver entonces qué propiedades biológicas esconden. ¿Estaríamos ante una panacea que acabaría imponiéndose?
Parafraseando a Douglas Hofstadter, esta entrada a tu blog es “Paradoja matemàtica, biología molecular y creación musical: un grácil y eterno bucle “. Por mi parte, me ha encantado tu texto, y prometo seguir estudiándolo a través de los interesantes enlaces. ¡Gracias infinitas!
Totus tuus,
fp
Fratello,
Yo tampoco tengo conocimientos matemáticos suficientes para seguir el razonamiento de la paradoja. Simplificando, viene a representar lo que sucede cuando jugamos con el infinito matemático: infinitox2=infinito; infinito/2=infinito, y así sucesivamente. Un poco como aquella demostración algebraica que acaba demostrando que 1=2 a base de introducir en un paso una subreticia división por "0".
Me halagas extraordinariamente con tu referencia a GEB....y con la satisfacción de incitar a la curiosidad!
Ora et elabora,
fp
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