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lunes, 22 de agosto de 2016

Geonaves


                      Aquella mañana, como solía suceder cada año a finales de temporada, esto es, poco antes de las vacaciones estivales, me desperté con el torso completamente sudado y sin acertar a parar de forma efectiva el despertador, como si emergiera de otra dimensión y no acabara de situarme en mis coordenadas más comunes. Llegué a la parada del autobús e intenté leer el árido libro que llevaba en las manos mientras permanecía aislado acústicamente del ambiente por los auriculares de mi reproductor musical. Recordé entonces que no había enviado un siquiera miserable escrito a mi editor desde hacía un mes. Con el sopor, el calor y el cansancio mi imaginación se seca y se vuelve estéril. Hace años que lo sé. Aun más, creo que este fenómeno va en aumento con la edad. Muy a menudo me pregunto por la consistencia de referentes a lo largo de las edades de la vida. La nave espacial que es nuestro planeta va cambiando con el tiempo, como también vamos cambiando sus pasajeros. En ocasiones es difícil distinguir la procedencia del cambio, es decir el porcentaje de él que se debe únicamente a nuestra perspectiva. Es posible que tal porcentaje sea máximo a edades tempranas y edades tardías, reservándose el mínimo para la edad media que supone el ingreso en la madurez. Corrijo: mi imaginación, más que volverse estéril, solo es capaz, en estas épocas estivales, de generar ideúnculas que perecen al poco de nacer o incluso son reabsorbidas o abortadas antes de su gestación. 
 Cuando entré en el autobús observé, poco más o menos, a las mismas personas que suelen viajar cada día a esa hora en esa línea. Cada una sentada en su lugar habitual. El humano se siente cómodo con las costumbres y ama poco, de entrada, los cambios, que lo estresan. Cuando me senté –en mi lugar habitual-, sin embargo, constaté que la atmósfera que reinaba aquella mañana era diferente. Una vez me hube aposentado, un joven pasajero habitual tomó la palabra, dirigiéndose a la concurrencia con más que sobrada naturalidad.
                        -Colegas de autobús, compañeros o pasajeros habituales, como prefiráis que os llame! Ya empiezo a estar harto de tanta tontería como tengo que soportar cada día!
                        Algunos de entre los adormilados pasajeros, después de la sorpresa inicial y de buscar y reconocer al pasajero-cabecilla se preguntaron con nerviosismo si la perorata que parecía venírseles encima no seria preludio de algo más temible como un acto terrorista. El hecho de que fuera una cara más que conocida en aquel escenario nunca podía liberar del todo de la duda sobre la salud mental de alguien. El orador espontáneo en seguida preguntó:
                        -¿Quien de vosotros piensa más de una vez cada día durante la jornada laboral que vuestro trabajo, por lo que se refiere a calidad, relación y entusiasmo no ha hecho más que degenerar en los últimos años?
                        En los rostros de algunos pasajeros se dibujó un tímido inicio de sonrisa cuando evocaron su trayectoria laboral más reciente. El cabecilla enseguida prosiguió:
                        -¿Y no os preguntáis nunca qué habéis hecho vosotros para impedir que se llegara a esta situación? ¡Porque yo creo que hemos hecho muy poco!
                        Un pasajero de cierta edad tomó la palabra para puntualizar esta increpación:
                        -Honrado ciudadano, ya veo por donde van tus observaciones y, ciertamente, comparto tu preocupación. Pero no olvides que tales conclusiones deben ser tomadas en un contexto mayor. El mundo laboral no es más que una parte del quehacer social. Quizás deberías preguntarte también sobre la situación de la sociedad como sistema histórico. ¿No está la sociedad degenerando a marchas forzadas durante las últimas décadas?
                        Una mujer de mediana edad terció entonces:
                        -¡Cuidado con los catastrofismos! No son más que el preludio de más desequilibrios. Desde mi punto de vista diría que la sociedad se está transformando a gran velocidad. Como no somos capaces de digerir tan rápidamente este cambio lo interpretamos como una degeneración y nos rasgamos enseguida las vestiduras ante algo que no es más que el producto de nuestra ceguera…
                        -Estimada señora –siguió el pasajero de cierta edad- ¡si usted cree que el egoísmo, el materialismo, las ganas de trepar en el escalafón aplastando a quien sea, la falta de valores y la memez elevada al cubo no son muestra de degeneración que venga Arnold Toynbee y lo vea!
                        La señora enseguida replicó:
                        -Yo simplemente me refería a que todos estos signos indicaban cambio, pero no los consideraba de forma neutra. ¡Yo también execro de todo ello! Pero ya sabe: ¡los cambios se dan a menudo a través de situaciones no deseadas!
                        El conductor del bus, que hasta entonces había escuchado con atención sin mediar palabra no solo la tomó sino que pasó a la acción aparcando el vehículo a un lado de la calzada:
                        -¡Pasajeros-compañeros! ¡En la empresa para la cual trabajo (fijaros que no digo mi empresa porque simplemente ni es mía ni la siento mía) unos cuantos parásitos, escudados con la más actualizada parafernalia racionalistico-socio-psico-post-moderna han logrado cobrar más que nadie sin hacer nada y sobrecargando de trabajo a los que no paramos en toda la jornada!
                        En ese punto del conjunto del bus surgió un murmullo de identificación. Quien más quien menos estaba pasando por una situación similar. El conductor del bus no se lo pensó dos veces:
                        -¡Os propongo que nos convirtamos en ariete de la justicia, en liberadores de los oprimidos y mosca cojonera de los burócratas!
                        Y, dicho y hecho, arrancó de nuevo el bus con un ímpetu tal que algunos pasajeros se balancearon antes de dar con sus carnes o bien en algún cuerpo ajeno o bien en alguno de los agarraderos del bus. Al conductor parecía habérsele ido la bola:
                        -¡Ya veréis como a partir de ahora nos harán caso!¡Estamparemos el autobús contra alguno de los bastiones de la opresión! ¡El Instituto para la Estadística de la Mejora Ciudadana!¡El Observatorio Público de la Salud Mental!¡La Subdirección para el Apoyo de la Emprendiduría Innovativa!¡La Oficina para el Desarrollo de los Nuevos Parámetros de Crecimiento Social!

                        A la mención de cada centro público, al conductor se le desencajaba más y más la cara –ojos incluidos, que al poco bizqueaban ya peligrosamente- mientras pisaba con fuerza creciente el acelerador. Los pasajeros, mudos y pálidos, empezaron a olvidarse de la conversación que había centrado su atención en los últimos minutos y a preocuparse pensando en cómo parar al cochero desequilibrado que en ese momento parecía ser el dueño del bus y de todos sus ocupantes. Algunos de ellos intentaban persuadir en vano al transportista de que se tranquilizara y detuviera el vehículo. La mujer de mediana edad y el hombre de cierta edad lo intentaron reiteradamente sin éxito alguno. El cochero no parecía guiado por otro interés que el de estrellar el bus contra alguno de los representantes de la opresión científico-burocrática que consideraba causa de los males de la sociedad. ¿Causa o consecuencia? Eso es lo que el pobre hombre no acertaba a interpretar. El joven que había iniciado la conversación intentó distraerlo hablando incluso de un tema de interés tan general como el fútbol…sin éxito alguno. El conductor no parecía interesado en el fútbol, ni los debates televisivos, ni el tecno-pop. En medio del caos se oyeron algunas notas musicales sueltas, a las que al principio nadie hizo caso, pero pronto invadieron el espacio. Los pasajeros fueron tomando conciencia del sonido, que procedía de una flauta. Pocos reconocieron la obra: se trataba de Syrinx, pieza para flauta sola de Claude Debussy. La pieza, imposible mezcla de pura animalidad faunesca y pura artificiosidad intelectual, logró el efecto deseado. El conductor fue desacelerando la nave –pues el bus ya se había salido de la carretera y navegaba a través de campos no cultivados- y quedó en un estado de auto reflexión del que se recuperaría al cabo de unas pocas horas. Lapso durante el cual los pasajeros abandonaron sigilosamente el vehículo mientras comentaban la extraña historia. Yo corrí hacia mi escritorio, pues tenía ya material con el que construir una historia con que mitigar la ira de mi editor. El último en abandonar el escenario fue el callado flautista, que mientras volvía a enfundar su instrumento dejó entrever unos pequeños cuernos faunescos que normalmente ocultaba bajo su abundante cabellera rizada.


2 comentarios:

Lluís P. dijo...

Fratello,
suscribo sin dudar la iniciativa velada en tu relato: poblemos de faunos armados de flautas los medios de transporte, las aburridas oficinas o los laboratorios-escaparate; que sus notas nos hagan más llevadera nuestra cotidianidad. Quizá con la música alcanzaremos metas que mejoren lo presente; lanzando autocares kamikazes, seguro que no.
Nihil obstat,
fp

carles p dijo...

Fratello,

También de trompetistas, pianistas y violinistas, dependiendo de la situación!

Ora et elabora

fp