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miércoles, 21 de septiembre de 2016
Temporalidad
Entre los innumerables aspectos que definen una época y una civilización se puede considerar su relación con la temporalidad: la conciencia del paso del tiempo, los límites temporales, la espacialización del tiempo, el tiempo-instante, el tiempo vivido…La humanidad primitiva, en épocas mágicas, concebía el mundo en presente. Las épocas míticas añadieron el pasado remoto -el origen- y más tarde el futuro remoto -el colapso-. Entre ambos puntos límite se situó el tiempo, tiempo cíclico para la estructura mítica, que poco a poco la etapa mental y mental-racional acabaron espacializando, primero de forma reversible y posteriormente como flecha irreversible. El inicio del S XX supuso un cambio importante durante el cual apareció el concepto de tiempo psicológico e incluso el mismo concepto de tiempo físico sufrió una revolución al pasar del paradigma newtoniano al relativista. Según el modelo gebseriano de despliegue evolutivo de conciencia las pasadas etapas sedimentan y transparentan, pero siguen estando siempre presentes. La postmodernidad, etapa defectiva en que la propia racionalidad se vuelve en contra de la evolución y se erige en verdad absoluta previniendo así un ulterior despliegue, es rica en regresiones míticas que funcionan como válvulas de escape (¡regresivo!) a la fortificada racionalización. Esto conduce de forma natural a una mitificación de hechos del pasado no demasiado lejano. Reescribimos la historia reciente con demasiada facilidad y el ciudadano medio de joven edad compra los relatos con más facilidad aún. Existe un hecho de nuestra postmodernidad no menos característico y por más novedoso aún más inquietante. Se trata de nuestra relación con el presente, fuertemente modificada por influencias de la llamada realidad virtual: la fabricación de una falsa realidad manipulable “en tiempo real” que se mezcla con la “realidad” –la llamada hiperrealidad-. El mito lanza algunos aspectos de nuestra interioridad a un pasado que a menudo es inexistente en la historia y solo existente en nuestra interioridad –mítico-; la hiperrealidad crea aspectos de nuestro sentir más próximo y los lanza al presente. En nuestras desquiciadas coordenadas sociohistóricas, la hiperrealidad y el mito acaban confundiéndose; dicho de otra manera, el tiempo lineal de la Modernidad cuyos residuos aun perduran en nuestra conciencia, sufre una considerable tensión y estrechamiento por cuanto muchos de nuestros trasuntos mentales pasan rápidamente de la hiperrealidad al mito.
sábado, 17 de septiembre de 2016
Dudas
domingo, 11 de septiembre de 2016
Segundo orden
¿Por qué tan raras veces los humanos nos preguntamos
sobre el pensar? De hecho, buena parte de la humanidad rara vez ejecuta la
acción de pensar en primer orden, o sea que la de segundo –el pensar sobre el
pensar- nunca se la ha planteado. Con la evolución y la creciente complejidad
del mundo cada vez se tiende a pensar más en cosas aparentemente externas pero
cada vez menos en nuestra aprehensión del mundo, que se da por hecha. Por eso
los nuevos burócratas nos quieren hacer creer (y una gran parte ellos
efectivamente cree) que el estudio de la filosofía se hace menos y menos
relevante de cara a la gestión del conocimiento. Sinceramente creo que todo
ello es un espejismo fruto complejo de varios factores: la invasión de la
postmodernidad, la crisis de la filosofía como tal -que necesita un fuerte
revulsivo- y la involución general de la sociedad que se va infantilizando
progresivamente. Precisamente en esta época de crisis y cambio absoluto de
referentes es cuando debemos ampliar nuestro concepto de filosofía tal y como
poco a poco lo vamos haciendo con el estudio de las ciencias naturales (aunque
esto último lo perciba realmente muy poca gente ya que el grueso de la
población vive mentalmente 100 años atrás). Lo que es terrible, limitante y
social y políticamente muy peligroso es suponer que el conocimiento científico
es absoluto y no precisa de pensamiento de segundo orden, con lo que la
filosofía se vuelve objeto de lujo superfluo. Hasta hace cincuenta años la
universidad representaba un corpus sólido de conocimiento que exponía los
paradigmas firmemente establecidos. Cada vez más las facultades no exponen
conocimientos generales sino técnicas y prácticas aisladas alrededor de ellos
porque tiende de forma inconsciente a considerar que estos conocimientos
generales son verdades absolutas intocables. Los cambios de paradigma (sistemas
complejos, holismos, teoría del caos, sistemas disipativos, gravedad cuántica,…)
que han aparecido en las ciencias naturales en los últimos cincuenta años
apenas han entrado en los temarios de las facultades, que siguen aferradas a
dogmas como el modelo darwiniano de evolución, el determinismo feno-genotípico
y otros casos célebres resultado del pensamiento analítico no-sistémico. De la
misma manera que algunos de los dualismos clásicos en la historia de la ciencia
(determinismo/indeterminismo; onda/corpúsculo; continuo/discontinuo;
azar/necesidad) se han disuelto en la más moderna ciencia como resultado de
aplicar pensamiento de segundo orden, así la filosofía debería iniciar un
pensamiento de tercer orden que pudiera superar la racionalización que busca
hacer de la racionalidad la explicación última de todo. En repetidas ocasiones
un científico tan prominente como Stephen Hawking ha demostrado una cerrazón
mental que avergonzaría a la mayoría de los grandes físicos de la historia
cuando ha declarado que la filosofía está muerta y que es la ciencia la que
debe contestar todo tipo de preguntas. Tanto él como su colega y amigo Roger
Penrose hablan de la evolución del conocimiento científico como el de una
verdad absoluta que evapora en su camino toda traza de incertidumbre sobre el
mundo hasta llegar a una situación final de conocimiento absoluto. El modelo
del conocimiento como algo ajeno a la mente humana que tanto he puesto en tela
de juicio en este blog, vaya. Les diría que el conocimiento, como el propio
universo, tiene una curvatura que decrece ante nuestros ojos a medida que
abarcamos más superficie, de manera que cuanto más exploramos más nos
percatamos de que la esfera cuya superficie perseguimos se agranda. En el
límite, la curvatura se hace nula solo cuando hemos explorado una superficie
infinita...
viernes, 2 de septiembre de 2016
Kinematografo
Todos hemos vivido esa extraña sensación que nos invade cuando acabamos de ver un film en una sala de proyecciones. Quien más quien menos, todavía con el sabor de boca de la historia que acaba de serle presentada, se siente por un lado con ganas de preguntar, de compartir las emociones que le ha ofrecido su visionado, y por otro lado con ganas de callar y respetar la propia interioridad hasta que estas emociones revueltas se re-equilibran y el primer efecto inmediato se disipa. En mi caso las segundas ganas pueden sobre las primeras en los momentos inmediatamente posteriores al visionado. Esos breves instantes que van desde la apertura de luces de sala hasta la superación de la extrañeza y sensación de irrealidad que siempre produce el primer contacto con la luz natural al salir a la calle. Después, cuando la mente ha elaborado las percepciones, emociones e intuiciones con que ha sido furtivamente salpicada, es cuando las primeras ganas cobran protagonismo y francamente nos apetece describir, analizar e incluso hacer una tesis doctoral sobre lo que acabamos de ver y oír. Las sensaciones que acabo de describir –que aplican también a la audición en directo de un concierto o una ópera aunque la concentración lumínica en la gran pantalla amplifica tal efecto en un film- son lo más cercano que conozco a la conocida post-coitum tristitia. Solo por eso vale la pena de vez en cuando acudir solitariamente al cine. ¡Puedes atravesar todo el período de post-kinetographum tristitia sin tener que dar ningún tipo de explicación!
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