Decidí pasar aquella absurda tarde de forma alternativa.
Como una hoja mecida por el viento. Sin juzgar ni clasificar. Llevaba demasiado
tiempo intentando –la mayor parte de las veces, de forma infructuosa- guiar,
planificar, calcular, anticipar, prever, actuar. Todo lo que los inciertos
profetas del New Age dicen que es malo. Ellos afirman contundentemente -en
libros que se venden como rosquillas- que no hay que hacer todas estas cosas
sino expresar libremente los sentimientos, cantar, bailar, tocarse y dejar de
una vez por todas de controlar. Vivir el ahora. Eso es lo bueno. Como yo creo
que mucho de lo bueno es malo y que Platón veranea en Éfeso, tierra de
Heráclito, decidí no seguir la ruta A ni la ruta alternativa no-A. Existen
muchas otras posibilidades. Así que después de comer frugalmente emprendí la vía
hacia mi experiencia iniciática. Me acerqué a unos grandes almacenes, que a esa
hora no se hallaban especialmente concurridos –me gusta almorzar pronto- y me
dirigí directo hacia el ascensor. Era un ascensor acogedor, adornado con una
suave iluminación difusa y moquetas en sus paredes. Este detalle hacía que, de no ser por la leve
musiquilla que se escapaba por un disimulado altavoz, tu sentido auditivo
tuviera una extraña sensación de “señal sonora negativa” –eso era lo que
sucedía entre pieza y pieza de la leve musiquilla-. Digo entre pieza y pieza
por el tema de la cesación de sonido, no porque las diversas (¿piezas?) se
caracterizaran precisamente por su variedad. De todas maneras este ir hacia
ninguna parte de la música (aunque cualquier otra parte del espacio musical
probablemente me habría satisfecho más) encajaba perfectamente con la
naturaleza de la experiencia que ahora iniciaba. Sin pensarlo dos veces, pulsé
el primer botón con que mi dedo índice se encontró y las puertas del ascensor
se cerraron. A partir de aquel momento me dejé llevar por los acontecimientos,
sin valorarlos, juzgarlos, clasificarlos; pero tampoco bailé ni canté ni pensé
en tocar a nadie. El aparato se elevó unos cuantos pisos por encima de la
planta y la puerta se abrió. La música de la planta correspondiente
(¿informática? ¿lencería? ¿cosmética?) se mezcló con la que llevaba incorporada
mi nuevo vehículo. La mezcla no hizo variar el resultado final, que seguía
sonando cual musiquette impertérrita.
Toda la música que sonaba en el edificio estaba cuidadosamente seleccionada de
forma que las tonalidades siempre coincidieran y no provocaran en el presunto cliente
ningún deseo consciente o inconsciente de abandonar el edificio. Como en la
nueva planta no entró nadie (¿quizás algún cliente impaciente había abandonado
la espera del ascensor?) la puerta se volvió a cerrar y el aparato se quedó
estacionado allá mismo. Procuré respirar de forma suave para no enrarecer la
atmósfera. Aunque esta posibilidad me parecía remota hubiera dado al traste con
mi velada, caso de llegar a producirse. No hubo pasado ni un minuto cuando la
caja suspendida volvió a ponerse en marcha a lo largo de su ruta vertical. De
nuevo ascendente. Cuando se abrió la puerta, probablemente en la cafetería,
dado el sonido de repiqueteo de vasos y máquinas de café mezclado con cierto
griterío controlado, entraron en mi compartimento dos individuos. Llevaban
maletín e iban vestidos con trajes, que lucían de forma desaliñada, detalle que
ligaba con el descuido que mostraban sus zapatos, mal abrochados y largamente
alejados de cualquier contacto con el betún, al que parecían haber ya olvidado.
Iban hablando de sus cosas, por lo que apenas me saludaron. Su conversación
mezclaba temas laborales y temas de chismorreo (también laboral; sí). En el
preciso momento en que empezaba a elaborar una interpretación, a la que
inexorablemente hubiera seguido un juicio, aborté cualquier intento de
intromisión, que hubiera dado al traste con los objetivos de mi experiencia.
Observé más detalladamente. Uno de los individuos era bajo y con aspecto de
haber sido rubio en su niñez, ya que todavía mostraba mechones de cabello
dorado en medio de una gama cromática que iba desde el castaño oscuro hasta el
blanco. Hablaba de forma vehemente, muy seguro de sí mismo.
-Lo que te digo, hombre! En las evaluaciones por
objetivos de este año exigen dibujar una curva de Gauss de manera que ya puedes
ir apañándotelas para que tus mindundis no protesten.
-Me tendré que ir aplicando el cuento yo también. Mi jefe
no tiene piedad. Es capaz de cortar cabezas solo por ascender.
Cuando la conversación empezaba a hacer cierto efecto –no
deseado- sobre mi conciencia el ascensor se paró y los hombres trajados
descendieron de él. Entró un grupo de tres mujeres de mediana edad. Iban
vestidas de manera ostentosa, pero de alguna manera su indumentaria no
armonizaba del todo con su fenotipo. Hablaban todas a la vez y apenas se
entendía lo que decían. Cazando palabras al vuelo adiviné que el tema que las
ocupaba era la estética. No la Estética a la que Aristóteles o Kant habían
dedicado una no desdeñable parte de su vida, no. Hablaban de otra estética más
mundana. Y no precisamente aplicada sobre las partes visibles de su anatomía.
Más bien sobre partes más íntimas. Contuve de nuevo mis ideaciones, mis
opiniones y mis sarcasmos. Me costó pero lo conseguí (bueno, para ello tuve que
recitar mentalmente un trozo e la tabla de multiplicar; concretamente la del
siete). Cuando por fin bajaron las alegres comadres de mi segundo grupo me
sentí aliviado. Aliviado y renovado. La tabla del siete había surtido su
efecto. Me dispuse a respirar lentamente mientras esperaba mi nuevo servicio,
pero de nuevo apenas tuve tiempo libre. El ascensor se movió, otra vez en ruta
hacia abajo (curiosamente me estaba empezando a acostumbrar a mi unidimensional
ruta). Cuando se abrieron las puertas entró un adolescente junto con una mujer
de más edad. El quinceañero se veía sensiblemente azorado por estar siendo
acompañado por su madre.
-¡Te comprarás unos pantalones que parezcan nuevos y
basta!
-Ya sabes que yo quiero los gastados y agujereados…
-Cuando te independices usa la ropa que quieras, pero
mientras vivas con nosotros….
Las últimas palabras se disiparon por el corredor de la
planta en la que se había depositado mi nave, y casi se fusionaron con un
griterío de chicas que se aproximaban corriendo al ascensor.
-¡Cójelo tía, y pon una pierna para que no se cierre la
puerta!
Un numeroso y creciente grupo de teenagers fue replegándose dentro del elevador, que pronto se quedó
pequeño para albergar tamaño tropel. Mi cuerpo fue aplastándose contra una de
las paredes, y pronto quedé aprisionado. Era igual. No me apeaba en ninguna
planta. Ya saldrían en un momento u otro. Cerré los ojos y me concentré en una
imagen de espacio abierto luminoso hasta que el tiempo se detuvo y ya no
percibí el entorno como algo ajeno, molesto o inquietante. Cuando bajó el grupo
noté que tenía ganas de orinar. Más ganas cuanto más pensaba que no debía
hacerlo. Pronto me encontré con un dilema y para solventarlo se me ocurrió que
si y solo si en mi próxima parada veía una indicación sobre las restrooms saldría unos instantes de mi
cueva para vaciar mi vejiga. Después vino la pausa mayor que había conocido en
todo el experimento. El ascensor estuvo por lo menos diez minutos sin moverse.
Hasta llegué a pensar que se había estropeado. Cuando por fin lo hizo noté que la
presión sobre mi vejiga aumentaba. ¡La de cosas a que se agarra la mente! Al
abrirse las puertas esta vez tuve una sorpresa ya que entró un individuo con un
aspecto turbador. Lucía una gabardina raída de esas que hacen las delicias de
los consumidores de novela negra americana. Es más, se hubiera dicho que
llevaba algo escondido dentro de la gabardina, ya que su mano derecha parecía
hacer una especie de acrobacia para mantener erguido un bulto desconocido.
Cuando el individuo notó que lo miraba (no percibió mi desinterés) frunció el
ceño y pareció iniciar una mueca a medio camino entre la sonrisa irónica y la
amenaza. Por suerte en ese momento el ascensor se paró en la planta baja y el
tipo salió corriendo. Si llevaba mercancía robada, pobre diablo, no tardaría en
sonar la alarma en la salida. Aunque quizás fuera más listo y habría logrado
desactivar la fuente magnética de seguridad. No lo supe nunca pues al punto mi
nave volvió a activarse. Esta vez voló hasta el último piso en donde un
numeroso grupo de orientales lo ocupó, no sin antes realizar las rituales
reverencias hacia mí. De uno en uno. Me pareció un acto maravilloso y
atemporal. Como un eterno saludo que siempre es el mismo y a la vez siempre se
renueva. Cuando al fin logramos partir el ascensor, demasiado sobrecargado, se
paró entre dos pisos. Con unos veintitantos pares de pulmones gastando el
oxígeno de su interior. Los orientales, por suerte, y haciendo gala de su
trasfondo cultural, se mostraron imperturbables. Como parecía que tuvieran
ciertas dificultades con el idioma local, finalmente fui yo quien se acercó al
timbre de seguridad para pedir ayuda. Una voz metálica y sin alma me guió en
las operaciones de desbloqueo, Después de innumerables intentos –repletos de
problemas semióticos- logré por fin desbloquear el ascensor, que se puso en
marcha hasta la siguiente planta. Al llegar, mis compañeros de bloqueo se
despidieron con una reverencia más afectuosa que la de entrada. Incluso algunos
de ellos se dirigieron a mí para agradecerme el acto. Bueno, esto último lo
supongo porque no entendí ni una sola palabra. Cuando el grupo oriental se hubo
esfumado dejó ver un técnico de mantenimiento que entró a hacer algunas
comprobaciones.
-A qué planta se dirige usted? –preguntó, para mi
desazón, aquel antipático individuo.
-Uhhhh…bueno, la verdad es que no lo tengo claro….
-Pero ¿qué sección busca usted?¿qué quiere usted
comprar, vaya?
-Pues la verdaaaad….es que….no quiero comprar nada…
-Ya, como mucha gente, ¡que solo viene aquí a pasear!
-Pues si, eso es.
-Pero debe ir usted a alguna planta…
-Pues verá usted: no. Estoy haciendo un experimento
psicosocial que…
-¡Vaya! ¡Ya tenemos a un sabihondo que nos viene a
analizar!
-No, oiga: precisamente he venido a no analizar nada de
lo que vea.
-Pues mire que es usted raro…enfin, aquí parece que todo
está en orden.
El operario se retiró con un intento descortés de
saludo. En aquel momento recordé mi vejiga llena y al punto las ganas de orinar
desbordaron mis parámetros. Salí y, cosa notable, hallé un wc casi al lado del
ascensor. Después de aliviarme volví a mi pequeña estancia, pero en aquel
momento estaba de servicio. Me sentí extrañamente excluido. Una vez pulsado el
botón un grupo de gente formó una cola a mi lado. Parecían satisfechos con las
compras que habían realizado. Uno de ellos, que llevaba un periódico en la
mano, comenzó a comentar las noticias del día. El tono se hizo progresivamente
más alarmista hasta que, quizás por miedo, la conversación volvió de nuevo a
versar sobre las maravillosas compras recién realizadas. Cuando apareció mi vehículo
todos se precipitaron puerta adentro y de nuevo me hallé en movimiento. Cuando,
de forma casi maquinal, miré mi reloj, no pude dar crédito a lo que veía: era
ya la hora de cerrar el establecimiento! El tiempo había quedado suspendido
durante aquella tarde alternativa. Mientras abandonaba el recinto pensé como
podría pasar la tarde siguiente: ¿flotando?¿mirando las nubes? La almohada lo
decidiría.