En medio de la más
que plana ciudad de Berlín -concretamente en el corazón del frondoso bosque de Grūnewald- se alza, desde 1950, una suave loma de unos 120 metros de altura.
Es un accidente creado por el hombre a partir de los escombros que, tras la
guerra, quedaron situados en el sector occidental de la ocupada capital del
efímero III Reich. Su siniestro nombre, Teufelsberg,
se eligió por la proximidad al lago de Teufelsee.
Cuando se buscó un lugar donde apilar -dada la escasa superficie disponible- el
material que en el sector soviético se desparramó por los alrededores de la
ciudad, se eligió éste por
razones técnicas que también escondían motivos simbólicos: en esa precisa zona
del bosque se alzaba una academia militar nazi que quedó así literalmente
aplastada. Poco tiempo después las tropas de ocupación encontraron una
aplicación al cerro y fué así como la
inteligencia militar estadounidense instaló en su cima toda una estación de
radioescucha para espiar a sus enemigos que no se hallaban muy lejos ya que el
sector occidental berlinés se convirtió en una isla rodeada de ellos. Cuando el
muro de Berlín cayó reflejando el fin de la guerra fría la estación perdió su
razón de existir y fué finalmente abandonada en 1992. A partir de entonces
Teufelsberg se convirtió en un paraje privilegiado para artistas gráficos que
pronto recubrieron los residuos de la estación con los más diversos graffiti.
Para acabar de
aderezar la cuestión en años subsiguientes el siempre
excéntrico David Lynch intentó
comprar
Teufelsberg con la intención de establecer
allá una universidad dedicada a la meditación trascendental. El lugar acumula
así todavía más contenido simbólico y significación, que se respiran desde la
mismísima llegada. La ciudad de Berlín es de por sí un epítome de la
postmodernidad plástica. Diríase que un cierto tipo de postmodernismo
arquitectónico se inventó aquí avant-la-lettre.
La arquitectura de vanguardia de los años sesenta que hoy parece palidecer un
poco en el antiguo sector occidental (ZircusKarajani, Ostra preñada, Lápiz de labios y polvera -utilizando
los socarrones nombres autóctonos-) pero también la neobarroca catedral con su
complemento natural la cercana sputnik-like
torre de telecomunicaciones y, sobretodo, la superposición de tantas épocas y
metaépocas, decorados, ruinas y artificios permite apoyar mi afirmación. Ello
ayuda a que el conjunto de Teufelsberg
y su contra-plástica se integre perfectamente en el descontextualizado magma
berlinés. Pero eso no es todo. Como decía al principio la carga simbólica del
lugar es enorme. Los graffiti que abogan por la demolición del sistema están
pintados sobre la antigua estación espía que reposa sobre los escombros de la
guerra que tapan la instalación nazi. Esta superposición haría las delicias de
futuros arqueólogos o de cosmogonías hindúes. En Teufelsberg podemos observar cómo airados y vigorosos jóvenes
pintan su grito de guerra: abajo el
capitalismo/abajo los impuestos/abajo las drogas/abajo Obama/abajo los condones/abajo el
trabajo/abajo Facebook/abajo
la religión/abajo Brad Pitt/abajo las fronteras/abajo la fama/abajo este
muro/abajo la cerveza light/abajo ... La renovación de pensamiento, la alternativa, el
esperado cambio. Observamos un gigante pastiche de una dama de un cuadro de
Klimt devorando una pita de falafel y otras referencias históricas sacadas de
contexto que afirman el carácter post-moderno del arte aquí expuesto. La torre
más alta de la instalación de Teufelsberg sostiene los restos de una
impresionante cámara ecoica donde los visitantes comprueban con estupor y
emoción como los sonidos que provocan el chasquido de sus dedos y lenguas se
prolongan y reproducen durante un incierto pero muy prolongado espacio de
tiempo. Y ésta sala, la más alta del ya de por sí onírico lugar, contiene la
clave representativa de la propia post-modernidad. El grito de horror, hastío y
cansancio que nos lleva a desconfiar de grandes narrativas como la Ilustración y
que nos impele a abandonar las terribles racionalizaciones que nos intoxican
choca incansablemente contra las paredes de la cámara ecoica que repite,
fragmenta y fractaliza nuestro malestar. ¿La salida? Pues a buen seguro
por la parte superior de dicha
cámara. La trans-modernidad, la trans-ilustración requieren un esfuerzo
trans-racional que no rebote infinitamente sobre el supuesto telón de fondo
absoluto de la post-modernidad. Encima de la barbarie primitiva, de los
cascotes, de la paz armada y espiada y de la cámara ecoica existe aún mucho
espacio para evolucionar.
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