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miércoles, 26 de junio de 2019
Copenhague
Ahora que, como decía, estoy volviendo a leer a Rorty, reflexiono sobre la disolución de las cuestiones previas que tanto caracteriza la (pen)última etapa de la Modernidad (la última es este trampantojo que se llama orgullosamente Post-Modernidad). Disolución por contraste evidente con resolución que constituyó el motor de buena parte de la Edad Moderna. La resolución se relaciona con el camino, la trayectoria y la tridimensionalidad. La disolución puede suponer -aunque no necesariamente- ascenso dialéctico. Si no lo supone (como intuyo en el caso del neopragmatismo rortiano) se trata de una inadecuación o, en lenguaje de Kuhn, la apertura de un paradigma inconmensurable con otro anterior. El pensamiento de Rorty sustrae a la filosofia de sus cometidos históricos privándola de aspirar a reflejar algo tan ambiguo como "la realidad que está ahi afuera". Su función consiste más bien en articular adecuaciones y establecer metaespacios de comparación histórica. Se me ocurre un símil con la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica. El colapso de la función de onda que se da cuando efectuamos una medición es una "realidad" circunstancial que nos aparece a partir de un sistema al que no podemos aspirar a describir de manera analítica sino solamente a tejer un mapa probabilístico. Queda así anulado, por tanto, el concepto de realidad objetiva. La postmodernidad incluiría todos los colapsos históricos pero secaría la "fuente". Sin nuevas posibilidades. Estaría más cercana a una cámara ecoica que a un agujero negro. Y, como sucede con la interpretación de Copenhague, el pensamiento antirepresentacionalista de Rorty se ve contestado por los partidarios del fundacionalismo. Después de googlear las palabras ‘antirepresentationalism’ y ‘Copenhaguen interpretation’ se recupera un ramillete de citas –papers de revistas y capítulos de libros de física y filosofía- que transforman mi brillante ocurrencia en un detestable lugar ‘quasi-común’. Dommage.
martes, 18 de junio de 2019
Historias
Mientras espero para entrar en el
concierto leo con interés a Rorty, cuyas precisas, agudas y -para nuestra
época- cada vez más heterodoxas apreciaciones me resultan un bálsamo con que
combatir las racionalizaciones rayanas ya en la demencia con que nuestro
entorno se intoxica cotidianamente. El concierto, una versión revisada -pero
respetuosa con el original- de la stravinskiana Histoire du soldat, me parece
de lo más interesante. La traducción también muy buena (menos el título; ¿cuándo
se traducirá correctamente -como en las versiones alemana e inglesa que
aparecen en la partitura- como "El cuento del soldado"?). A la salida
observo al público que llenaba la sala: la media de edad raya los 60 años (tan
solo la rebajan los menores de 10 años que acompañan a sus abuelos). Una
vez en la calle observo como el público que, simultáneamente, está saliendo de
un espectáculo teatral ‘clásico’ es mucho más joven. Y una vez más me lamento:
en los años 30, si en algo coincidían Roosevelt, Hitler y Stalin era en la
importancia que concedían a la música como medio para la educación de las
masas. La música, siendo compleja y polifacética, tiene una riqueza que va más
allá de unas simples intenciones: la misma sinfonía de Mozart podía representar
los más vibrantes valores de la democracia como ilustrar el ideal de vida de los
totalitarismos (una vez expurgada la música en este último caso, claro está, de
“degeneraciones” o “formalismos”). A pesar de la miseria moral y económica de
los años 30, todavía existía la pretensión de “educar a las masas” a base de
ampliar su capacidad de pensamiento, por muy coloreada que fuera esta
pretensión. En nuestro tiempo, dada la inconsistencia de nuestros paradigmas
–desde los morales hasta los estéticos, pasando por lo sociales y –por qué no-
también los epistemológicos-, no existe ya un ‘fundamento’ sobre el que
proyectar una posible educación. Este hecho, necesario en la historia de la
evolución, representa un arma de doble filo ya que nos sitúa a la vez al borde
de una gran evolución y de una gran involución. De una cosa, sin embargo, estoy
(bastante) seguro: el bombardeo continuo de consignas, músicas, lecturas y
explicaciones de simplicidad pueril no harán nunca que las sociedades evolucionen
hasta comprender, aceptar y adoptar la complejidad a la que, hecho inherente a
la evolución, nos vemos ahora abocados.
martes, 4 de junio de 2019
Músicas
Toda la vida he estado intentando
encontrar una taxonomía que distinga de manera objetiva, rigurosa y adecuada,
entre la música ‘clásica’ y la música ‘popular’. Cualquier adjetivo resulta
fuera de lugar, pomposo, o simplemente despreciativo: frente a la música
‘culta’ tendríamos a la ‘inculta’ y frente a la ‘música popular’ tendríamos a
la ‘música impopular’. Cuando observamos desde el punto de vista de la
‘clásica’ nos dedicamos a analizar los elementos musicales presentes en la
‘popular’ y hallamos muchos de ellos pre-existentes en el primer bloque, como
si el segundo grupo fuera un subconjunto del primero. Cuando observamos desde
el punto de vista de la ‘popular’ –normalmente con mucha distancia y poco
rigor- nos parece que toda la ‘clásica’ se parece (como a algunos occidentales
les sigue pasando con los chinos). ¿Qué es entonces lo que diferencia la
‘clásica’ de la ‘popular’, de la ‘folklórica’, de la ‘sofisticada’ o de la-que-sea?
Pues lo que más las diferencia es la actitud de quien se acerca a ellas. Parece
una cosa irrelevante, pero es el quid
de la cuestión. No tanto el objeto como la relación con él. Y cuando nos
acercamos al objeto con actitud abierta nos estamos apoyando en nuestro
registro interior de objetos y relaciones previos.
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