Los viajes
aéreos añaden varias dimensiones interesantes respecto a otro tipo de viajes:
el hecho de soslayar mapas físicos y políticos durante su trayectoria, por una
parte, y el hecho de alcanzar suficiente velocidad como para cotejarse con la
velocidad de rotación del planeta, por otra. El primer punto hace que el
paisaje que acostumbramos a admirar, el de la superficie terrestre, sea
substituido por el siempre electrizante paisaje de nubes, juegos de luces y
colores, independientemente del hecho de sobrevolar mares, llanuras, ciudades o
montañas. Las fronteras no llegan a desaparecer pero sí que quedan difuminadas
debido al aplazamiento con que son invocadas. Durante el vuelo no se
corresponden con las coordenadas reales. El aspecto temporal, especialmente notable
cuando atravesamos varios husos horarios durante el trayecto, altera nuestro
sentido habitual de la temporalidad, ligado normalmente a una posición horaria
fija. En los paneles de nuestra aeronave podemos observar la hora a que se
encuentran nuestro punto de partida y nuestro punto final. La hora a que se
encuentra la astronave -si es que este concepto pueda ser de alguna utilidad-
habría que calcularla en cada momento. De hecho son nuestros relojes biológicos
los que arrastran la hora de nuestro origen y deben por tanto ser corregidos a
la mayor brevedad posible en nuestro destino. Esta sensación de no tener
coordenadas espacio-temporales fijas -de no estar en ningún lugar concreto a
ninguna hora concreta- hace de los vuelos una rica experiencia capaz de ampliar nuestra
conciencia perceptiva.
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viernes, 11 de octubre de 2019
viernes, 4 de octubre de 2019
¿Universalidad?
Antes se decía a menudo que la música era un lenguaje universal. En
absoluto. La música es un trasunto cultural y, por tanto, sujeto a
contingencias y circunstancias ligadas a una unidad cultural. Lo que quizás se
quería entonces significar es que la música era capaz de saltar fronteras y
barreras lingüísticas dentro de una macrounidad cultural. Aunque uno no supiera
una palabra de alemán podía escuchar la Sonata a Kreutzer y entender
mínimamente su lenguaje (al menos lo suficiente como para centrarse en su
discurso). A lo largo de los últimos 130 años los compositores europeos han
sufrido influencias procedentes de músicas extraeuropeas, pero en realidad han
incorporado elementos externos a su lenguaje cultural, que de esta manera se ha
ampliado. Así Debussy con la música gamelan, Messiaen con los ritmos indios o
Ligeti con las polirritmias africanas. La música popular, a partir de los 60,
también se abrió a Oriente, aunque lo que llamaba entonces la atención de Ravi
Schankar era más la novedad del exotismo que un verdadero entendimiento del
complejo lenguaje de la música tradicional de la India. Posteriormente ha
tenido lugar, dentro del contexto del acercamiento cultural, un proceso de
fusión del que va resultando un lenguaje nuevo fruto de la ampliación de los
antiguos y que a la vez se aparta de ellos. Un poco como había sucedido hace más de
100 años en el origen del jazz, una de cuyas raíces (el rag-time) se asienta en
el choque entre la música de danza africana y la música europea de salón del
XIX, dando lugar a algo nuevo y claramente diferente. En las últimas cinco
décadas también hemos asistido a la generación de intérpretes orientales de
música clásica occidental. Al principio tales intérpretes básicamente imitaban
unos estilos sin entender su lenguaje subyacente en profundidad. Con el tiempo
los intérpretes orientales, a base de perfeccionar las imitaciones, han llegado
a capturar las esencias del lenguaje occidental, desde Seiji Ozawa hasta
Wyung-Chung-Mung. Los compositores orientales, desde Toru Takemitsu hasta Unsuk
Chin, también han mirado hacia Occidente creando así las sinergias conducentes
a un lenguaje verdaderamente universal. La música es universal en la medida en
que tendemos a fusionar las culturas y crecer hacia el unus mundus (que no es la suma gris degenerada sino una etapa más
de la evolución).
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