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domingo, 26 de enero de 2020

Caminar


                Caminaba por la calle como siempre; con prisa. No porque tuviera nada concreto que hacer. Era su forma habitual de caminar. En su fuero interno imaginaba que la gente que camina lentamente y se emboba mirando escaparates deja escapar la vida miserablemente. Por ese motivo él siempre caminaba rápido, aunque, como era el caso, no tuviese nada especial que hacer. Observó que en determinado punto de su recorrido -¡aquel mismísimo punto de siempre!- un pedigüeño -el de siempre- había depositado su vaso de plástico donde se adivinaban unas pocas monedas. Aquel tipo tenía toda la pinta de ir a canjear, cada vez que la caja daba para ello, sus emolumentos -ganados a base de inspirar lástima en el prójimo- por vino o cerveza, alternadamente o ambas bebidas a la vez. Aunque la sociología no formaba parte del núcleo principal de sus intereses se le ocurrió detenerse delante del aparentemente vulgar personaje, sacar una moneda y echarla con cierta pomposidad en su cubilete. El pedigüeño echó una mirada impersonal sobre su financiador y esbozó una leve sonrisa de compromiso mientras le inclinaba su cabeza con mecánico gesto, esperando que, después de tal ceremonia, el transeúnte siguiera su camino. Pero no fue el caso.
-Perdone amigo: ¿se encuentra bien?
(“Vaya; ¡ya me ha tocado el buen samaritano de turno!”)-pensó el pedigüeño, que deseaba en la medida posible evitar la comunicación con extraños.
-Perfectamente, señor. ¿Y usted?
-¿Yo?... bien, gracias.
De repente había sentido grandes deseos de inquirir sobre la vida de aquel personaje que veía sentado cada día en aquel mismo punto de siempre pero no sabía como entrar en el tema sin ofenderle o cohibirle.
-¿Está usted en el paro?
Al momento las palabras recién proferidas se le congelaron a un palmo de la boca. Seguramente había ido demasiado rápido porque el pedigüeño lo miró con cara de pocos amigos y quedó callado.
-Perdone si le ofendo con tal pregunta. Mi intención no es otra que la de ayudarle.
-Pues verá usted: no estoy en el paro porque ni he trabajado últimamente ni pretendo trabajar en el sentido en que la sociedad entiende este desvirtuado término.
-¿?
-Aquí donde me ve, yo había sido empleado de banco, y no un empleado cualquiera. Me dedicaba a establecer puentes entre grandes inversores, clientes y entidades financieras. Además de economía, estudié psicología porque pensé que me ayudaría en el trato personal y en el conocimiento de las intenciones. Y esto me llevó, finalmente, a estudiar filosofía ya que necesitaba desentrañar en profundidad las proposiciones que emitimos los humanos con nuestros juicios.
De repente la apreciación sobre aquel personaje había tomado un giro inesperado.
-Algo le salió mal, entonces, ¿no?
-Justo. La situación se me escapó de las manos. De repente me vi obligado a poco menos que timar a los clientes del banco porque mis jefes –que eran piezas importantes del mecanismo de funcionamiento de aquel tinglado- estrechaban de año en año el margen de dudas sobre el incremento de ganancias de la compañía. Esto sucedía a la par que el sentido de moralidad pública y ética social iba en vertiginoso descenso y los límites de lo permitido se iban ensanchando pisando de forma creciente derechos, justicia y respetabilidad. Todo para que un pequeño grupo de personajes pudieran incrementar de forma increíblemente desproporcionada sus ingresos anuales.
-Amigo: esto lo observamos diariamente en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Si todos tuviéramos el sentido ético que nos transmitieron nuestros antepasados no habríamos llegado tan lejos.
-Pero lo que más me hizo pensar es que aquella gentuza engominada estaba cada vez más lejos de ver colmadas sus ansias de posesión. Cuanto más robaban ¡más querían!
-Pues sí. Forma parte de la condición humana.
-Y, sabe usted, como si se tratara de una ecuación misteriosa, cuanto más robaban y más poseían, más infelices eran. El acaparar bienes materiales y, todavía más, el gastarlos compulsivamente, provocaba más sensación de vacío que querían compensar  inmediatamente robando más. Total, que un día, harto ya de formar parte de este perverso mecanismo, le dije a mi superior lo que pensaba de todo el asunto.
-Y fue despedido de forma inmediata…
-Pues no: aún hube de padecer una especie de acoso y derribo. Fui colocado en una lista negra que el departamento de recursos humanos bautizó como “focos de resistencia” y se me aplicó como pena la asistencia a una serie interminable de cursos sobre una gran variedad de temas para tratar de redimir mis pecados.
-Y en esos cursos usted volvió a expresar sus pensamientos más íntimos …
-Pues si señor y ¿sabe usted lo más chocante? Los monitores me dieron siempre la razón –sin, por otra parte tomar partido en contra de los comportamientos corporativos tóxicos, que San Paganini es un santo potente-.
-¿Le dieron la razón?
-Invariablemente. Incluso me ponían como ejemplo delante del resto de cursillistas. Cuando volví a mi puesto ¡incluso recibí un premio corporativo!
Diciendo esto, el pedigüeño mostró al transeúnte una fotografía en la que se le veía dando la mano a otra persona delante de un gran cartel que rezaba “Premio valores corporativos 2018” en letras blancas sobre fondo verde.
-Cualquier persona podría pensar que estos hechos contribuían a mi reconocimiento dentro de la estructura del banco. Pues no fue así. El cerco a mi persona se fue cerrando y pronto encontraron una excusa para despedirme sin indemnización. Busqué un abogado y todavía estoy –dos años más tarde- pendiente de magistratura del trabajo. Mientras tanto ordené mi vida. O quizás la desordené, no lo tengo claro. Quería hacer muchas cosas: todo lo que no había podido hacer antes a causa del trabajo. Quería escribir, viajar, perfeccionar mi técnica clarinetística, tener alguna aventura romántica, filosofar, …
-Muy bien pensado! –contestó el transeúnte con un punto de sana envidia y creciente interés.
-Si, pero no contaba con un detalle importante que había pasado por alto (tal era el grado de autoreclusión que me había impuesto en el trabajo). El hecho que constaté después de mi liberación fue que aquella mierda que me atenazó tan fuertemente en el banco parecía haberse trasladado a todos los espacios en los que buscaba una prístina armonía o una paz espiritual. En cualquiera de los mundos en que me moviera aquella falta de ética aparecía como una flor carnívora que hubiera infectado los más recónditos rincones. Incapaz de asimilar este hecho me dí a la bebida. Pronto se disiparon las ganas de filosofar, de perfeccionar mi técnica musical (el verbo de mi pluma pareció, en un principio, tomar amplios vuelos, como aseguran los novelistas alcohólicos, pero este fenómeno fue muy pasajero). También desaparecieron, para acabar de rematar el cuadro, las compañías románticas.
-Es que la bebida no hace que nos abramos a otros mundos sino que nos embota el entendimiento del presente…
-De todos modos uno se acaba acostumbrando ¡Qué remedio! E incluso … uno acaba haciendo cosas que nunca había pensado que haría…
-¿Cómo qué cosa?...
-Pues … le confesaré que hace un tiempo entré en un mundo particular …
-¿…?
-Empecé sin ser demasiado consciente y solo al cabo de un tiempo me dí cuenta de que lo único que hacía era apelar a la justicia. Empecé a robar, ¡si señor!
El transeúnte dio medio paso atrás
-Primero me dediqué al pequeño hurto. Era una forma rápida de manifestar mi hartazgo y mi rechazo a tanta injusticia. Luego fui perfeccionando mi técnica al tiempo que aumentaba la confianza en mí mismo. Fue entonces cuando empecé a robar con intimidación. Ahora estoy planeando –el pedigüeño miró a ambos lados mientras bajaba la voz- el atraco a un banco. ¿Qué le parece? ¡Volveré a mi antigua empresa, ahora con otro rol!
El transeúnte ya se estaba alejando, empezando a temer las consecuencias de tanta revelación. Ya tenía suficiente.
-¿Dónde va? ¿Quizás se ha creído todas las tonterías que le he explicado? ¡Vuelva aquí, hombre! ¡Sólo era una broma! ¡Le querría explicar más cosas!¡No me deje sólo!

El transeúnte se alejaba cada vez más rápidamente del escenario del diálogo previo mientras planificaba trayectorias alternativas a través de las cuales poder evitar un nuevo encuentro con aquel personaje. ¡Atracar bancos! Pero ¡qué se creía que hacía robando así a la gente! Poco antes de llegar a casa los pensamientos del transeúnte ya estaban dirigidos a la planificación de su siguiente jornada laboral: presentaciones de actualización de proyecto, curso corporativo, planificación de objetivos … 

3 comentarios:

Lluís P. dijo...

Fratello,

"En cualquiera de los mundos en que me moviera aquella falta de ética aparecía como una flor carnívora que hubiera infectado los más recónditos rincones."
He aquí el quid de la cuestión, una corrupción moral generalizada. Cuando se cruzan etapas vitales contaminadas así, cuesta rectificar el rumbo. Hay quien dice que todavía no se ha aprendido la lección. El problema es que la historia se repite, defecto de la condición humana.
Discrepo en que el pedigüeño no encontrara ninguna alternativa libre de la falta de ética de la que huía. Existe, pero hay que saber verla. Reconozco que este callejón sin salida permite que el relato termine cerrando el círculo convirtiendo al pedigüeño en ladrón de los que roban. Y ya lo dice el refrán: quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón.
He pasado un buen rato leyendo, y mejor todavía dándole vueltas a la moraleja.
Totus tuus,

fp

Anónimo dijo...

Carles:
De la economía a la psicología, de ésta a la filosofía...Y de ahí a la calle. Un poco como Diógenes ¿verdad? Un análisis muy divertido Carles.
Rosa.

carles p dijo...

¡Muchas gracias amigos lectores!

Carles