Asisto
a un concierto local en el que se interpreta, en ocasión del 250 aniversario
del nacimiento de Beethoven, la Sinfonia Heroica. La ejecución es
brillantemente convincente. A pesar del relativamente reducido grupo de cuerda
–opción más cercana al original que las grandes formaciones que se utilizaban
60 o 70 años atrás- no se pierde en fuerza ni en contrastes mientras que se
gana notablemente en claridad. La obra me sigue impresionando por sus
arriesgadas apuestas y por el rico verbo con que su autor reemplaza los
esquemas más convencionales que parece ignorar en todo momento. No en vano ha
merecido la calificación de “mejor sinfonía de la literatura” en una reciente
encuesta entre directores musicales de todo el mundo. Lo primero que choca es
que el rico material que se desarrolla en el primer movimiento no venga
precedido de ninguna introducción. Tan solo dos acordes tutti fortissimo (¡con una más que pensada orquestación, eso sí!) y
se nos lanza al primer tema, que parece durante unos brevísmos cuatro compases
de una simplicidad pueril hasta que un descenso hacia la 7ª da al traste con tal idea. Después de unas rápidas e imaginativas idas y venidas la tonalidad
inicial se restablece y el tema supuestamente pueril (muy parecido al que
Mozart hizo servir con 12 años en la obertura de su singspiel Bastian und
Bastienne) se intenta expandir abriéndose hacia nuevas y diversas
direcciones. La dirección que finalmente parece vencer se ve súbitamente
interrumpida por un acorde sincopado fortissimo
repetido seis veces que parece querer variar de nuevo la dirección del
desarrollo. Un primer pasaje fugado parece iniciarse, pero dura poco y conduce
directamente al insperado segundo tema en modo menor (si, si: se trata, aunque
del todo transfigurada, de una forma allegro
de sonata). Durante el desarrollo y reexposición nuevos temas aparecen, en un
derroche diríase de entusiasmo juvenil. El contraste con la marcha fúnebre que
sostiene el segundo movimiento no puede ser mayor, como la dualidad
vida/muerte. Como en muchos pasajes del primer movimiento, el primer oboe cobra
protagonismo cantando no solamente el primer tema sino también el lírico
segundo tema. Cuando la temática no parece dar más de sí aparece un pasaje
fugado de una monumentalidad imponente que no se había oído desde tiempos de Haendel
(uno de los modelos de Beethoven, junto con Haydn y Mozart). Después de estas
dos impresionantes arquitecturas el tercer movimiento, el breve scherzo, viene a relajar un poco la
tensión. Aun así, ninguna convención: el tema principal viene introducido por
unas figuraciones rítmicas en las que se juega a desdibujar la colocación de
los tiempos fuertes y los débiles y encima, después de desplegarse en un forte orquestal, finaliza con unas
tercas síncopas que vuelven a hacer dudar al oído de donde está la caída de
compás. El trío, herencia del antiguo menuetto
que quedó como fragmento central del scherzo,
aparece aquí enunciado por las tres trompas (brillante pasaje al que los
trompistas temen) en forma de frase completa las dos primeras veces y en forma
de frase truncada las dos segundas, tras lo cual vuelven las figuraciones
rítmicas iniciales que son interrumpidas tras un gran crescendo. Y el último movimiento nos reserva aún enormes sorpresas
que coronan la obra. El tema principal, una simple melodía de marcha extraída
de su ballet Las Criaturas de Prometeo, fue reutilizado en las Variaciones yFuga op 35 para piano, quizás el primer grupo de variaciones pianísticas
auténticamente genial de su autor. La novedad de la pieza pianística radica en
que el tema que se enuncia en primer lugar y sobre el que se desarrollan las
primeras variaciones no es la melodía en si sino la línea de bajo que la
sostiene. De esta manera las variaciones se vuelven más esenciales, huyendo de
la pura ornamentación y embellecimiento del tema melódico, que solo aparece después
de la tercera variación. El esquema del op 35 saltó directamente al cuarto movimiento de la Sinfonía, pero Beethoven añadió una breve introducción y
amplió las variaciones sobre el bajo añadiendo dos imponentes pasajes fugados,
resituando la marchita (o sea, la melodía del Prometeo) como el tema de un
rondó que aparece entre los pasajes contrapuntísticamente elaborados. De
repente la corta introducción reaparece y la sinfonía termina tras una breve coda
en la que el autor, como sucede en otras de sus piezas sinfónicas, anuncia de
manera imperiosa que la obra se acaba. Todo este despliegue –juntamente con la
anécdota de la dedicatoria a Napoleón que fue borrada de un plumazo tras su
autoproclamación como emperador- me sigue pareciendo actual y modernísimo pero
aún así no pudo hacerme olvidar que 1/ la edad media del público se situaba
alrededor de los 70 años: en menos de 20 años las orquestas públicas no
existirán ni en mi ciudad ni en otros puntos del planeta y 2/ el sentido de
ritual sagrado ha desaparecido por completo de la sala de conciertos: el ruido
de toses senza sordino, de papeles de
caramelos desenvolviéndose y de butacas y puertas golpeando durante la
ejecución de la obra han impuesto el sacrilegio como práctica habitual. La
idiotez, la ignorancia y la falta absoluta de sensibilidad van ganando terreno
de forma acelerada. Dios nos pille confesados, amén.
2 comentarios:
Fratello,
un ejercicio muy entretenido el de escuchar la pieza musical mientras se lee lo que has escrito, la recomiendo vehementemente. Didáctica y profunda a la vez, una excelente disección de la obra.
Seamos optimistas. Las escuelas de música no están vacías, y sus alumnos tomarán el relevo a los septuagenarios de ahora en los foros musicales. Y sin toser durante la interpretación (Dios me oiga).
fp
Gracias fratello,
Las escuelas de música hace 40 años que están llenas, me temo ...
fp
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