Cada
vez existen más escritos, libros, artículos (y algunos blogs como éste) que
hablan de una nueva época, de una nueva cosmovisión. Aunque raramente tales
propuestas desgranan o muestran lo esencial del asunto. Normal: todavía nos
faltan elementos para describir aquello que está naciendo porque estos
elementos nos serán proporcionados por la nueva visión. Si suponemos que
podemos describirla con ayuda de elementos de los que disponemos antes de su
nacimiento estamos cayendo en una falacia cognitiva. Esta falacia cognitiva
podría incluirse dentro de aquellas tendencias que los filósofos de las últimas
décadas califican de realismo (este término, por cierto, al igual que el
de idealismo, ha significado cosas enormemente diferentes a lo largo de
los siglos). Esta falacia adquiere por tanto la forma “existe algo fuera del
espacio y del tiempo a lo que podemos acceder on demand para describir
cualquier caso o situación que se nos presente en cualquier momento de la
historia” (irónicamente, a esta forma de realismo en la Antigüedad se lo
conocía como idealismo). Si podemos acceder en cualquier momento es que
tenemos una visión sintética a-histórica y objetiva (lo que la ciencia supone
tácitamente que utiliza en sus quehaceres). Esta idea va pareja a la tendencia
que tenemos los humanos a proyectar fuera de nosotros cualquier contingencia a
la que bautizamos con nombre y apellido mientras nos alienamos de ella. Cada
época ha generado sus proyecciones, cuyos nombres han atravesado después por
diferentes períodos históricos (así: Dios, Razón, Substancia, Fundamento). Una
parte del trabajo a hacer en la nueva época será el de asumir las proyecciones,
asumir las creencias y asumir la subjetividad (todas ellas siempre serán necesarias para
nosotros como el aire que respiramos). Deberemos ascender un orden dimensional
para que cuando miremos atrás veamos que nuestros asuntos últimos no eran más
que un caso particular dentro de la nueva situación, que ha visto ampliado el
orden de las cosas. Solamente cuando todas estas grandes estructuras se vayan
asentando podrá cristalizar una nueva época. Pero quizás para llegar a ella se tenga
que pasar por una importante involución que nos haga redescubrir nuestra
naturaleza.
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lunes, 13 de abril de 2020
miércoles, 8 de abril de 2020
Marne
Cuenta el poeta Jean Cocteau que cierto día del mes de
agosto de 1914 fue de excursión a orillas del Marne en compañía de Paul Morand. Mientras regresaban a París se percataron de que algo había
sucedido porque los caminos estaban llenos de militares y de agitación. Francia
acababa de declarar la guerra a Alemania en lo que eran los inicios de la I
Guerra Mundial. Cocteau explica que aquel pequeño automóvil
no los había llevado a una excursión dominical, sino que los había conducido en realidad a una nueva época. Nuestra
crisis actual no permite el aislamiento de los paseos por el Marne: todo el
planeta esta virtualmente ocupado por la epidemia. Aunque por otro lado puede
también parecerse al coche
de 1914: podemos aparecer en realidad en una nueva época. Esta supuesta nueva época no sería
tanto la consecuencia de la crisis, como su catarsis. Las redes están estos
días llenas de reflexiones al respecto. En general hacen referencia al futuro inmediato
y a los aspectos mas exotéricos (que no por ello dejan de ser relevantes) de
toda la cuestión. Así, Y.N. Harari nos previene sobre una temible consecuencia directa
de la crisis: que pueda llegar a ser una puerta abierta para que los ciudadanos
sean aun más controlados de forma continua en sus movimientos, estado
de salud,... a la vez que reclama una comunidad planetaria que gestione la
crisis. En parecidos términos se expresa el todavía agudo a pesar de sus 99
años E. Morin en un reciente escrito. Pero la nueva época a la que yo apunto no
es meramente sociológica ni política - que también tienen su tasa cada uno de estos campos-. Los aspectos mas diversos de cualquier época vienen
dados por su weltanchaaung, el llamado espíritu de la época, su cosmovisión. Hemos estado
concediendo a la postmodernidad la categoría no ya de época sino de estado
definitivo: una especie de anti-época donde gracias a la ciencia se ha
alcanzado un punto de vista absoluto, objetivo y no mediatizado, lo que el
filósofo estadounidense H. Putnam denominaba "la perspectiva de
Dios". Y esta especie de detención de la evolución – no evolución genética sino mas bien noética- nos ha llevado a un lugar
muy poco estable que nos esta asfixiando por momentos. Este lugar es
naturalmente movedizo porque no se asienta en ninguna estructura sólida.
Las anteriores estructuras sólidas se acabaron fundiendo y el magma
transformador resultante todavía no ha solidificado en una nueva estructura
estable. Algunas de las reflexiones que se mueven estos días sugieren que la
humanidad debe aprender de sus errores y que ahora tenemos la oportunidad de
ser mejores. Estoy convencido de que la tibieza moral y la inconsciencia social
no son el fruto de una elección sino de un contexto y de una (falta de)
estructura profunda. Aunque nuestra cosmovisión va
cambiando y se va re-situando el proceso es extremadamente lento. Sólo cuando
una parte significativa de la humanidad (empezando por aquellos que tienen más
poder e influencia -no solamente político o económico-) haya migrado su
estructura mental profunda será cuando la nueva época estará vigente. Para que
esto suceda es necesaria la evolución del sistema planetario y de cada una de
sus partes. A una muy buena parte del poder -ahora sí económico y político- la
involución que ha sufrido la población en las últimas décadas le ha generado
pingües beneficios y es por ello que no se ha hecho nada por evitarla, enarbolando
siempre la bandera de la “corrección política” y la peligrosa política del mercantilista “me
gusta”. En los años noventa todavía era posible leer en la prensa general
reseñas culturales serias para un público amplio, cosa que ha ido en franca
retirada. Una gran mayoría de la ciudadanía entiende todavía el concepto de una
nueva época como la de unos nuevos contenidos de la mente en vez de una nueva
forma de pensar. Insisto: la Modernidad empezó a sacar la cabeza en el XV,
nació en el XV, culminó en la segunda mitad del XVIII, empezó a tambalearse a
principios del XX y dejó de ser efectiva de facto durante el último
tercio del XX. Lo que nos ha quedado es su cadáver, que nos negamos a enterrar,
no por olvidarle sino por honrar a nuestro antepasado. La Ilustración,
culminación y joya de la Modernidad, pecaba de algo ahora imperdonable: el
etnocentrismo. Y ello no es imperdonable por “corrección política” hueca sino por limitación
de la visión. He dicho en otras ocasiones que Oriente es el complemento
dialéctico de Occidente y viceversa. Si Oriente ha progresado por incorporación
de las ideas de Occidente el único camino que le queda a Occidente para
progresar consiste en incorporar las ideas de Oriente. Y no me refiero a las
formas y apariencias que el New Age nos sigue proponiendo sino algo más
profundo. Estas ideas ya están subyacentes en el arte, la filosofía y buena
parte de la ciencia del último siglo. Estas disciplinas no han descubierto
contenidos que hayan arrastrado hacia nuestra mente, sino que han inventado
cosmovisiones que han ido modelando nuestra forma de pensar. Aunque esto no se
logre en un día, por terrible que esté siendo la pandemia. Si no otra cosa, el
virus está haciendo disminuir -que no desaparecer- la carga de estupidez
involutiva y nos brinda una pausa reflexiva que puede contribuir a acelerar los
procesos mencionados, junto con la crisis económica que se nos avecina.
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