Acaba de fallecer con 93 años la que quizás sea la última representante de una manera muy particular de entender la canción, la clásica chanson française. Bajo este epígrafe común se ha agrupado, a lo largo de los últimos 150 años, una inagotable troupe de artistas que han hecho de la interpretación (y, en los últimos 80 años, también de la composición) de pequeños poemas e historias cantadas todo un arte. Esta forma de hacer no ha surgido de la nada; los trovadores medievales galos, además de cantar a su amada como los del resto de Europa, también dedicaba canciones a una ciudad, a Paris, cosa que siguieron haciendo los madrigalistas renacentistas. Del café conc’ al music-hall, de la butte Montmartre a la cava de Saint Germain-des-Prés, la chanson ha florecido desde los tiempos heroicos de precursores como Félix Mayol o Aristide Bruant hasta los reivindicativos de Léo Ferré y los provocativos de Serge Gainsbourg pasando por los clásicos de Edith Piaf o Charles Trénet, los irónicos de Georges Brassens o los agridulces de Jacques Brel. Una característica de toda esta legión de chanteurs y chanteuses que siempre ha llamado mi atención ha sido la aparente falta de envidias o luchas entre facciones. El caso de la Gréco, quien no componía, es muy ilustrativo. Para ella escribieron canciones sus ilustres compañeros CharlesTrénet, Léo Ferré, Boris Vian, Jacques Brel o Serge Gainsbourg. Cuando me pregunto qué queda de todo esto hoy en día y me topo con productos descafeinados y desnatados no puedo de menos que lamentarme y esperar que algún día lleguen tiempos mejores.
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