Hasta finales del S XVIII la música académica occidental
era concebida como un objeto que encargar, degustar … para luego olvidar. Solamente
se salvaron de este destino las músicas concebidas con fines utilitarios que
requerían un regreso periódico a la luz pública, como las Cantatas de Bach
destinadas a celebrar las diferentes fechas de la liturgia o los oratorios de
Haendel. Gottfried van Swieten, polímata de origen holandés al servicio del
emperador austríaco Joseph II, fue quien jugó un papel destacado en lo que se
refiere a la consideración hacia la música no estrictamente nueva. Este epítome
del aristócrata ilustrado profesaba una gran reverencia hacia la música de Bach
y Haendel, reverencia que supo transmitir a sus coetáneos Haydn, Mozart y
Beethoven. Es ésta una de las razones por las que los maestros del Clasicismo Vienés
incorporaron tantos pasajes fugados en sus obras, fruto del estudio de las
partituras que van Swieten había conseguido en Berlín. En el caso de Haydn,
aportó además sus dotes literarias escribiendo los textos de sus oratorios Die
Schöpfung y Die Jahreszeiten (no en vano una de las funciones de van
Swieten era la de bibliotecario imperial, donde, dicho sea de paso, inventó el
catálogo de biblioteca). Otro hecho relevante que cambió los modos
sociales del concierto público fue el inculcar la idea de que durante la
ejecución el público debía guardar silencio y escuchar atentamente (cosa que,
por cierto, se va perdiendo por momentos). Si a finales del XVIII se empezó a
considerar la música de tiempos anteriores, hacia el último tercio del XIX la
música del pasado ocupaba la mayor parte de los programas. En la segunda mitad
del XX, los conciertos dedicados a la nueva música se segregaron y
especializaron, fenómeno que, atenuadamente, todavía perdura.
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