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sábado, 3 de febrero de 2024
Aislamiento
Hacía bastante tiempo que A.K. Möritz percibía que tenía ciertas dificultades para manejar su teléfono móvil. No me estoy refiriendo especialmente a sus capacidades para manejar cacharros electrónicos, que una pequeña parte de eso también había (A.K. Möritz pasaba ya de los sesenta). Lo que más le incomodaba ahora era que en determinadas ocasiones -especialmente cuando tenía prisa- es que su telefonino pasara ampliamente de él. Las caricias y masajes que sus dedos aplicaban sobre la pantalla dejaban de hacer efecto, así, con incrementada frecuencia. Aunque el hecho de que no se note que existas garantiza tu libertad -como canta el poeta- un cierto sentido de fastidio se iba apoderando de A.K.M. de manera creciente, y se incrementaba a la vez que sus fallidos intentos de ser obedecido por un artilugio electrónico. El ex-contable atribuía este hecho a un doble motivo: con los años la piel de los dedos se reseca y el contacto que proporciona en otras épocas el sudor y la grasa superficiales desaparece, por un lado, y la edad erosiona también el relieve de la piel con la consecuente desaparición de las huellas digitales, por otro. Este segundo motivo, además, estaba íntimamente relacionado con la pérdida de identidad social, la que corrobora la inutilidad de los viejos que no consumen. A.K. Möritz veía ante sí el panorama negro de una sociedad interesada y excluyente, pero también se planteaba un panorama gris de una sociedad en la cual podía finalmente pasar desapercibido. Aunque la profesión que había proporcionado a A.K. Möritz unos ingresos, modestos, sí, pero suficientes para conceder a su pequeña familia una modesta vida de clase media, era de lo más aburrida que el propio interesado podía imaginar, este hecho no solo no había incidido en el prístino pensar del contable, sino que había desarrollado en él un gusto por la filosofía que, pensaba, lo acompañaría en su vejez, salvo posibles chocheces imprevistas. La jubilación, planeaba A.K. Möritz, lo alejaría del centro productivo de la sociedad, pero lo acercaría a Platón, Kant, Hegel, Wittgenstein, Derrida, Heidegger, Rorty y todos sus filósofos favoritos. Ya que ahora el mundo había corrompido sus personajes ejemplares, trocando sabios, santos, artistas y filósofos por actores de cine de masas, tertulianos televisivos, millonarios narcisistas, modelos con anatomías modificadas, cantantes insulsos y periodistas amarillos, él mismo, en un arranque de pensamiento disruptivo, se encargaría de mantener el altar sagrado del pasado meritocrático. Ya que ahora cualquier idiota con un amplificador electrónico podía convertirse en influencer sin demasiadas dificultades (no tanto gracias a la tecnología sino, sobre todo, gracias a la creciente estupidez generalizada largamente cultivada y mimada), A.K.M. decidió no participar en este perverso juego de retroalimentación. Se aislaría del mundo y se encerraría en su particular torre de marfil, donde se codearía con lo más selecto de la historia del arte, la ciencia y la filosofía. Lo que A.K.M. no llegó a atinar es que esa actitud provocaría un estancamiento de su flujo particular, similar al estancamiento general que tenía lugar en el exterior. Es decir, que se impregnaría de su versión particular de esa postmodernidad que a toda costa pretendía evitar.
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