Durante las fechas navideñas he tenido ocasión de reunirme de nuevo –como cada dos años- con viejos compañeros de secundaria, con los que compartimos, hace entre treinta y tantos y cuarenta y pocos años, tantas horas de nuestra vida. Y la sensación mágica se ha repetido. Las experiencias vividas en las épocas tempranas de la vida dejan una huella profunda, quizás porque en tales épocas una hora de vida representa una parte importante de toda la experiencia y, por tanto, el tiempo aparece como detenido. Y el reencuentro, sobre todo a partir de ciertas edades en las que ya no hay tanto que demostrar a los demás –aunque, en ocasiones, sí todavía a uno mismo-, propicia no la regresión sino la calurosa y confortable seguridad del hecho vivido y asimilado. Curiosamente, muchas de las acciones llevadas a cabo en esas épocas –viajes, creación artística ó literaria,...- siguen siendo consideradas por sus protagonistas como hechos muy importantes en sus vidas, independientemente de las ulteriores realizaciones. Y es que, por encima de diferencias en cuanto a modelos vitales, biografías e intereses, la experiencia compartida en época tierna crea unos casi imperceptibles pero profundos y duraderos lazos.
3 comentarios:
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