En el mundo de la biología es frecuente la manipulación de individuos de una especie –usualmente, ratones- a los que se les ha programado genéticamente la supresión de determinado gen (los llamados knock-out) con objeto de conocer la función de ese gen y la de las correspondientes proteínas que codifica. Es un método expeditivo que puede dar una idea de la asociación entre estructura y función (aunque los organismos siempre desarrollan vías compensatorias para subsanar las carencias). Cuando una persona se ve privada de uno de los sentidos –especialmente vista ú oído- podemos llegar a comprender con más profundidad la verdadera función que pivota alrededor del correspondiente instrumento de percepción (la carencia del cual también genera un sistema alternativo de retroalimentación). Si comparamos a los ciegos con los sordos –o la imagen usual que tenemos de las personas con tales defectos físicos- existe toda una serie de características diferenciales que saltan a la vista. La primera de ellas se refiere a la intensidad de la relación con el entorno. Un invidente, por mucho que tropiece con todo tipo de obstáculos, se integra en su entorno, mientras que un sordo se recluye crecientemente en sí mismo de forma automultiplicativa. Esta observación, evidentemente, no sólo nos informa sobre la naturaleza respectiva de la vista y el oído, sino también de la función que en la comunicación ejerce cada uno de los sentidos. El sentido auditivo incluye, además de formas preverbales de comunicación (como las incluye el sentido de la vista), las formas verbales, que son capaces de contribuir a una integración más evolucionada con el entorno. Evidentemente que un texto también se puede escribir y ser leído, pero a costa de perder la información no verbal subyacente al mensaje. Se puede argumentar que un individuo ciego también pierde la información no verbal que emana de una expresión facial mientras emite un mensaje verbal. ¿Cuál es entonces el origen de la diferencia entre ambos modos de percepción? Que el mensaje auditivo se desarrolla básicamente en el tiempo, mientras que el visual lo hace en el espacio. El ciego pierde una dimensión espacial (que subsana a través del tacto, equilibrio, oído…) mientras que el sordo pierde una dimensión temporal (que sólo puede subsanar con su imaginación; recordemos el tan citado caso de Beethoven escribiendo las obras de su último período) que le hace replegarse en sí mismo. Así, los mensajes puramente preverbales funcionan igualmente bien en ambos sentidos de la percepción (pornografía vs pornofonía), los mensajes verbales se colorean con información no verbal de manera complementaria, pero la estructura profunda ó postverbal de cada sentido es profundamente diferente.
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miércoles, 24 de junio de 2009
jueves, 18 de junio de 2009
Despertar
Desde nuestra perspectiva habitual es fácil asumir que el proceso de maduración que conduce de la infancia a la edad adulta viene jalonado por la superación de una serie da fases y etapas que llevan a lo que generalmente se considera una situación de transparencia cognitiva. Muchos teóricos, desde Freud a Piaget, así lo han postulado desde hace mucho tiempo. Mucho más difícil es admitir que el proceso va más allá de la edad adulta y que la supuesta transparencia cognitiva no es más que una ilusión propiciada por la perspectiva convencional del grupo. Que la apariencia de mundo-tal-cual-es que domina nuestras percepciones no es más que una prisión mental que, por desconocida, se acepta sin titubeos. Que el proceso de adquisición de experiencia se prolonga hasta el final del ciclo vital es fácilmente admisible (está el viejo muriendo y todavía va aprendiendo, reza el refrán; la experiencia de la propia muerte es seguramente una de las más significativas; añado yo). Pero por proceso de maduración no me refiero aquí a la acumulación de experiencia, por absolutamente importante que sea este corpus para cada una de nuestras vidas. Me refiero más bien a la apertura de nuevos modos y paradigmas, y no sólo a nivel cognitivo sino también a nivel emocional, ético y estético. En una de sus primeras canciones, Joan Manuel Serrat canta:
Paraules d’amor, senzilles i tendres,
No en sabíem més, teníem quinze anys.
No havíem tingut massa temps per aprendre,
Tot just despertàvem del son dels infants.
Paraules d’amor, senzilles i tendres,
No en sabíem més, teníem quinze anys.
No havíem tingut massa temps per aprendre,
Tot just despertàvem del son dels infants.
La poética idea del despertar del “sueño infantil” es paralela a la del Bodhi budista, el despertar a una nueva conciencia que nos sitúa más cerca de nuestro centro mientras nos percatamos de que este centro va más allá de nuestro yo. El niño supera etapas egocéntricas para adoptar una visión etnocéntrica y después mundicéntrica. Nuestra conciencia también se va abriendo a nuevas estructuras y modos de percibir, conocer, experimentar y ser.
viernes, 12 de junio de 2009
Y más de lo mismo...
Incumpliendo mi promesa, vuelvo a debatir el tema de la postmodernidad...
Concibo los más variados aspectos de la actividad humana (desde los cognitivos hasta los morales) enmarcados en un modelo -o, mejor, diversos modelos- de despliegue evolutivo. Y este despliegue no tiene lugar de manera continua y lineal, sino que existen zonas espaciotemporales con mayor actividad diferenciativa. Muchos de los cambios, además, no se producen de forma continua, sino que avanzan por saltos cuánticos. Y en numerosas ocasiones, encima, la naturaleza del cambio es absolutamente cualitativa, como si un nuevo espacio se abriera a nuestra mente. No porque descubramos una parte del espacio vacía sino porque un nuevo espacio nace ante nosotros –o más bien, diría, se nos hace disponible-. La inevitable expansión que conlleva todo desarrollo puso en contacto entre ellas –al principio de la Modernidad- a civilizaciones distantes. Pero el grado de desarrollo moral y social de aquel entonces no dudó por un momento en clasificar las civilizaciones ajenas –sus modos, sus logros- como inferiores y, por tanto, susceptibles de ser sometidas al dominio del colonizador (y constituir ello incluso un hecho deseable). El final de la Modernidad se encargó de poner las cosas en su sitio y entonar un mea culpa tras reconocer la pluralidad de desarrollos y percibir la historia como vandalismo sin más ejercido por parte del poderoso. Sin embargo, como mecanismo compensatorio pendular, se consideró a partir de entonces que la pluralidad equivalía a la indiferenciación evolutiva. La postmodernidad, consecuentemente, ha confundido pluralidad de desarrollos con igualdad de estados evolutivos. Los fenómenos derivados de tal mentalidad son de sobras conocidos. Como cada civilización y cada momento de ella tiene sus propias reglas morales deducimos alegremente que todas las reglas morales son iguales y todavía más alegremente concluimos que las reglas morales, por no ser universales, no son importantes. Entonces es cuando sobrevienen los escándalos de la corrupción política (no en Zimbabwe, no, en la UE), el “capitalismo de amiguetes”, la sobrevaloración desmesurada de los estadios tiernos de desarrollo y otros fenómenos propios de nuestro tiempo. El reconocimiento de la pluralidad y el ejercicio del respeto con la consiguiente proclama de justicia e igualdad son grandes logros; la constatación del agotamiento del espacio también lo es; el aferramiento a ese espacio agotado percibido como todo el espacio y único posible no es más que una fijación enfermiza y narcisista.
jueves, 4 de junio de 2009
Bienaventuranza
Un amigo me envía un correo con una presentación de esas que se hacen circular ahora con asiduidad y que tienen como objeto alegrarnos la vida o, como mínimo, darnos una pausa ó abrir una brecha en nuestra aparentemente frenética y gris cotidianeidad. En este caso no se trata de fotos magníficas con mensajes new age sino un recopilatorio de frases memorables del grupo Les Luthiers. Y una de esas frases, con la cara de seriedad que caracteriza a Marcos Mundstock de fondo, me llama poderosamente la atención. Dice: “Bienaventurados los que nada esperan, porque nunca serán defraudados”. A los ojos de la tradición occidental, esto puede parecer una sentencia llevada a su absurdo extremo, y de ahí su risibilidad. Pero vista con otra perspectiva, es una de aquellas afirmaciones que nos acercan a nuestro mismísimo centro, una vez despojado de nuestro yo más accesorio. Si se analiza desde un punto de vista preconvencional la afirmación tiene un sentido puramente lógico, correspondiente a un limitado desarrollo madurativo. Desde el punto de vista convencional, podría fácilmente hacerse una lectura en clave escapista o regresiva. En un mundo que es aparentemente movido de forma desaforada por objetivos y misiones, la afirmación cobra unos tintes casi subversivos. El sentido convencional afirmaría, sin dudarlo, que se trata de una afirmación enfermiza ó morbosa. ¡Si nada se espera es que se está muerto! El punto de vista posconvencional vuelve a modificar la percepción. Si nada se espera no se está muerto; se está más allá, en una zona transmental ó en el mismísimo Nirvana. El Nirvana no es un lugar sino un estado. Otra vez las aparentes paradojas del budismo: el despertar corresponde a ese estado, en donde lo único que existe es el Gran Vacío, el despojamiento de todo. Pero no se trata de una negación ó regresión. Ese Gran Vacío, de forma paradójica, lo contiene todo y es a la vez su origen. Cuando realmente asumamos el sentido profundo de no esperar nada y no ser defraudados estaremos un poco más cerca de la liberación.
lunes, 1 de junio de 2009
Lingua franca
Nuestro momento –lo vengo repitiendo mucho últimamente- viene caracterizado por un pluralismo relativista ahistórico terriblemente regresivo. Todos hablan –hablamos- y nadie escucha, como suele suceder en determinados programas televisivos. O escuchamos superficialmente. Por eso el saber escuchar adquiere cada vez más la categoría de valor preciado por raro. La música todavía se escribe mayormente para ser interpretada y escuchada, por lo que el ejercicio –o, mejor dicho, la celebración- que se lleva a cabo a su alrededor adquiere importancia excepcional. Pero existe una diferencia fundamental con el pasado más o menos reciente. En los últimos, digamos, quinientos años, la existencia de un lenguaje más ó menos común se daba absolutamente por sentada. A pesar de las diferencias locales y personales, todas las ramas parecían partir de un tronco similar. Existían compositores que empleaban lenguajes más refinados, más avanzados ó más exóticos, pero con un fondo común (por otra parte, el hecho de utilizar lenguajes más avanzados, refinados ó exóticos no otorgaba per se un resultado superior; ahí tenemos por un lado a J.S.Bach empleando un lenguaje aparentemente poco avanzado para su tiempo pero diciendo cosas perdurables y al futurismo italiano que, a pesar del escándalo suscitado, ha quedado como poco más que un nombre en los diccionarios de la música). Con el auge de las escuelas nacionalistas en el último tercio del XIX aparece, digamos, una variedad de condimentaciones, pero siempre con referencia a un fondo común. Cuando, a principios del XX irrumpen en Occidente las manifestaciones musicales extraeuropeas e influyen decisivamente en el desarrollo musical de la música de concierto occidental, la situación da un giro muy significativo. El lenguaje de occidente –que a finales del XVIII se consideraba el más avanzado, el lenguaje de la racionalidad, al que tenderían de forma natural todos los lenguajes del mundo-, se abre a nuevas perspectivas. A esta influencia le correspondería una significativa cuota de participación en la superación del perspectivismo musical. La llegada de las vanguardias (o, mejor, de la vanguardia) de posguerra a mitades del XX vería las últimas manifestaciones de la existencia de una lingua franca en el mundo musical. A pesar de que a la mayoría del público de los conciertos ya les resultara excesivamente distante, este lenguaje más o menos común tenía como característica una universalidad mayor que cualquier lenguaje precedente (aun conservando en ocasiones referencias culturales locales), que hacía por primera vez semejante la música compuesta en París, Boston ó Tokio y, no menos importante y en parte consecuencia de ello, a pesar de la sofisticación de sus presupuestos, parecía sumergirse en aspectos primitivos no diferenciados de las culturas locales. Esta aparente inmersión regresiva se produce a menudo cuando se da una evolución efectiva. Baste recordar la mítica llamada de la flauta y la mágica proclama del fagot en los inicios respectivos de las famosas piezas de Debussy y de Stravinsky que revolucionaron el ethos musical del XX y que hoy nadie tildaría de regresivas. Cuando, hacia finales de los años mil novecientos sesenta, la vanguardia musical pareció declinar y la postmodernidad musical hizo su aparición, la organicidad del tronco común quedó fuertemente dañada. Porque ahora no sólo era posible escapar del dogma de la vanguardia más estricta (léase Darmstadt, Boulez y todo lo demás) sino que se podía escribir música utilizando un lenguaje francamente regresivo, tildado años más tarde como “neorromántico”. Ahora todo valía. Sostengo una vez más que esta situación corresponde a una crisis, no a una catarsis, de la cual todavía no tenemos claros los frutos. El “todo vale” supone el agotamiento de una estructura, no su superación. ¡Prometo al menos intentar cambiar de tema en las próximas entradas!
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