Siguiendo el heraclitano principio de enantiodromía en estos días en que se ha alcanzado el solsticio estival/invernal iniciamos el cambio que transformará en su opuesta la estación del año en que, de acuerdo con nuestra situación relativa en el globo terrestre, nos encontremos. Esto se celebra de una u otra manera en todos los puntos del planeta, como un rito que perpetúa nuestro sentir colectivo (por “nuestro” me refiero a “humano”) y que seguimos sintiendo como una fuerza telúrica, aun a pesar de la gruesa capa amnésico-insensibilizadora que nuestro consumista entorno ha implantado sobre todo tipo de manifestaciones. Hoy en día tendemos a querer quitar esa capa e intentamos asomarnos a una supuesta prístina y originaria expresión. Pero de forma absolutamente involuntaria, en nuestro afán por acceder a las esencias, estropeamos también lo que hay bajo esa capa superficial. Muchos de los movimientos que abogan por el retorno a las fuentes olvidan que ese mismo impulso original se ha ido expresando de forma paulatinamente más evolucionada a lo largo de la historia. Por eso, cuando en ocasiones oigo la renovada consigna rousseauniana sobre los ritos del buen salvaje, que han sido posteriormente castrados por las religiones, no puedo dejar de pensar en la confusión que tan a menudo nos embarga. Las hogueras, las pociones, las plantas medicinales y demás parafernalia del solsticio respondían a un impulso progresivamente sentido como mágico, mítico y mental, y cada período ha sedimentado, y seguirá haciéndolo, sobre nuestra conciencia. Los artistas han sabido captar este impulso y ofrecérnoslo, como en un espejo, para que podamos observar la ambigüedad de todas nuestras intenciones y lo ilusorio de nuestras convicciones: las relaciones humanas en A Midsummer Night’s Dream, la vecindad de los sublime y lo ridículo en Sonrisas de una noche de verano, la construcción social en Die Meistersinger von Nürnberg; las tres ficciones tienen lugar durante este período.
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