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viernes, 2 de septiembre de 2011

Comedias



En una apreciación que reconozco muy personal y no generalizable, considero que las obras literarias –especialmente el teatro y, particularmente, el teatro musical- que no ocultan su gusto por la comedia y el humor alcanzan en ocasiones  zonas del espíritu que son más difícilmente accedidas por las obras que carecen de tal ingrediente. Quizás la idea sea fruto de la mayor asociación de las obras trágicas con ciertos ribetes sentimentales que no ayudan ciertamente a la interiorización profunda. Aun en obras muy anteriores al Romanticismo, la declamación de la tragedia invita a un histrionismo que parece ir en contra de la sutileza del jeu d’esprit. Me doy cuenta de que en el fondo estoy categorizando evolutivamente razón y sentimiento y de hecho el tema es mucho más complejo que todo ello. El clásico texto del joven Nietzsche El Nacimiento de la Tragedia del Espíritu de la Música, de hecho, trata de este tema, contraponiendo a la usual visión clasicizante –apolínea- de la antigüedad griega una visión adicional emocionalmente más compleja –dionisíaca-, la unión de las cuales daría el fruto de la tragedia antigua. La finalidad de tal fruto –como la de sus mitos contemporáneos- sería la de ejercer una catarsis y mostrar así a su público una historia que pudiera resonar en su interior sin necesidad de experimentar directamente los trágicos sucesos descritos en ella. Este efecto curativo todavía se hace visible en obras muy posteriores, escritas ya en el período mental-racional, en el cual la estructura mítica de comprensión del mundo ya había sedimentado. Hamlet podría ser el ejemplo clásico, en el cual asistimos -modernísima versión de catarsis- a un auténtico psicodrama que ejerce su efecto dentro de la obra. Pero por muy grandes que sean –lo son- las tragedias shakesperianas, con su honda caracterización de trazos universales (sean los celos de Otelo/Escorpio ó las dudas –Edipo incluído- de Hamlet/Libra), en una cosa al menos, The Tempest ó A Midsummer Night’s Dream pueden llegar a superarlas: su capacidad de autocita, de auto-reflexión. Las emociones que experimentan el príncipe de Dinamarca ó el embajador de Venecia en Chipre, por universales que sean, quedan aprisionadas dentro de los personajes. Resuenan en nosotros de forma a-racional. Las emociones que experimentan el gobernador de Milan ó las parejas de la Atenas de cartón-piedra son relativizadas y reflexionadas en su contexto e incluso fuera de él. Y una condición absolutamente necesaria para la evolución consiste en la objetivación.  Solamente podemos ir más allá de nuestro ego cuando somos capaces de contemplarlo de manera más ó menos objetiva. Y esta capacidad de auto-análisis rara vez se da en los géneros trágicos. Ése es también uno de los triunfos de la ópera mozartiana respecto a la ópera seria barroca, a pesar de las obras extraordinarias que también conforman éste género. En los últimos años se ha puesto de moda alabar sobremanera la otrora minusvalorada Clemenza di Tito mozartiana, ejemplo de prolongación de la opera seria hasta el mismo corazón de la Ilustración. Personalmente creo que, por muchas que sean las virtudes de esta obra (compuesta al mismo tiempo que Die Zauberflöte –verdadero epítome de la Ilustración-) resulta pálida y convencional al lado de sus hermanas mayores. Don Giovanni, seguramente una de las óperas más importantes jamás escritas (y una de las mejores versiones del mito de Don Juan), riza el rizo ya que presenta -avant la lettre- la angustia existencial de la humanidad post-ilustrada. Y lo hace utilizando un lenguaje que todavía invita al desapego, a la autocontemplación, lenguaje que el posterior Romanticismo eliminaría de raíz con su negación de la razón y su retorno a los supuestamente prístinos orígenes. La mezcla de elementos trágicos y cómicos hace posible tal milagro. Don Giovanni –en una de las mejores escenas de la obra- desafía a la estatua invitándola a cenar con el consiguiente contrapunto cómico del aterrorizado Leporello (distancia-objetivización) hasta que él mismo reconoce que el asunto es extraño, situación prolongada en la escena final (“Non l’avevva mai creduto, ma farò quel che potrò”). La moraleja final –eliminada por inaceptable durante el S XIX- vuelve a poner la distancia y observar la situación desde fuera, utilizando incluso mezclas de lenguaje clasicizante y modismos populares (así la insólita rima del genial da Ponte “Resti dunque quel briccon / Fra Proserpina e Pluton”). Siguiendo con el mismo tipo de argumentación, Hans Sachs reflexiona no solamente sobre la vida y sus avatares, sino sobre su arte y en definitiva sobre la propia Meistersinger von Nürnberg, cosa que el pobre Tristan no puede llegar a hacer ya que el filtro del amor lo ha cegado para siempre. Algo parecido sucede con Falstaff y la Mariscala: pueden hacer cosas que Rigoletto ó Salomé, atrapados en sus respectivos karmas, no saben ni que existen.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Carlos
sin prespectiva se crea un circulo vicioso y el humor siempre es un gran punto de fuga .
" El humor es la gentileza de la desesperación " O.Wilde.
saludos Susana

carles p dijo...

Hola Susana,

Tienes razón: los bufones llevaban una vida maravillosa (hasta que les cortaban la cabeza...).

saludos