El fenómeno del chivo expiatorio, que en alguna ocasión ya he tratado-, representa
un residuo de pensamiento mágico
presente y vivo en numerosas manifestaciones de la sociedad. Los residuos de
pensamiento mágico y mítico no son peligrosos (son incluso necesarios) si no se los mezcla con elementos
propios de estructuras más evolucionadas (como el integrismo islamista y las
bombas atómicas). El chivo expiatorio es el objeto “externo” sobre el que
proyectamos todo cuanto nos molesta, todo cuanto nos contamina. Una vez segregado
el “mal” de nosotros mismos no hay más que destruir al objeto sobre el que
hemos depositado nuestros contaminantes. Cuando observamos ciertos
comportamientos en los menores que no son nuestros nuestra mente genera automáticamente
la solución del chivo expiatorio: “la culpa la tienen los padres, que
consienten demasiado a los hijos”. Lo mismo sucede cuando vemos una persona
obesa: “la culpa la tiene esa persona, que no sabe hacer régimen y no quiere
hacer deporte”. Si observamos atentamente, nuestro comportamiento viene
generado por un deseo de alejar una idea prejuzgada de nuestra conciencia más
epidérmica. Dentro de poco tendré una revisión médica en mi centro de trabajo,
que consiste en un gran interrogatorio seguido de cuatro pruebas elementales. Cuando
me pregunten si bebo vino me guardaré mucho de contestar que, de vez en cuando,
tomo menos de un cuarto de vaso con las comidas porque automáticamente aparecerá
en mi ficha la apostilla “bebedor habitual”. Esto es todavía peor que nuestras
apreciaciones sobre niños y gente obesa, porque está “científicamente”
refrendado por una sociedad sumida en la demencia. La consecuencia del chivo
expiatorio está clara: frente a una dolencia futura, no seré atendido clínicamente
porque “me la habré buscado yo”. Curiosamente, ésta es la respuesta clásica de
los sanadores new age, o sea que los
extremos se vuelven a tocar. La cosa se puede hacer llegar hasta límites
orwellianos, con el consabido mapeado genético y la advertencia de las posibilidades
de desarrollar tal o cual dolencia. Pero tranquilos porque todo sistema que
pierde los drivers que lo mantienen
acaba desintegrándose. O, como dice el refrán, no hay mal que cien años dure.
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martes, 24 de septiembre de 2013
lunes, 16 de septiembre de 2013
Mudanzas
Intento
seguir, con una mezcla de curiosidad, estupor y horror, el presente y porvenir
de nuestra frenética y sin embargo balbuciente sociedad. Ciertamente, las
simplificaciones del lenguaje (en los
teléfonos móviles), de los conceptos (clichés por doquier), de las ideas
(tópicos largamente cultivados), de las estructuras (dualidades decretadas) son
útiles para hacer un cambio. Es como cuando se realiza una mudanza y se colocan
las pertenencias en cajas para su traslado. Durante la mudanza tenemos que
sobrevivir con lo puesto, pero albergamos la esperanza de recuperar lo que
guardamos y así continuar avanzando. Cuando se intenta continuar sin recuperar
la parte esencial de lo anterior se repiten los vicios y, lo que es peor, no se
evoluciona por falta de base. Nuestros conceptos-cliché de hoy día me recuerdan
cada vez más los experimentos realizados con primates, algunos de los cuales
logran aprender un código de signos de manera relativamente sencilla. ¿Por qué
se insiste en colocar una foto de Einstein al lado de los anuncios de los tests
de inteligencia? (¿qué miden exactamente los tests de inteligencia?). ¿No sería
mejor intentar explicar de manera sencilla cuál fue el significado de los
logros de Einstein? Lo mismo sucede con Marilyn Monroe, Hitler, Che Guevara y
otros signos icónicos. Lo peor de esta dinámica de cajas estancas es que frena
toda evolución, porque elimina cualquier conciencia sobre la presencia,
significado y posibilidad de evolución de las estructuras de conocimiento. Y
equipara las posibilidades de conocer algo nuevo a las de encontrar algún
objeto nuevo (de cualquier tamaño) confinado en un espacio definido (de
cualquier tamaño), cuando el modo más radical de avanzar en cualquier área de
conocimiento pasa por ver lo mismo de siempre de una manera nueva. Es difícil de ver cuando se está inmerso en ella,
pero la racionalidad no es un modo absoluto de conocimiento, como no lo eran
tampoco la magia o el mito. Representa un avance enorme respecto a estas
estructuras, pero no un punto final. La pregunta constantemente planteada en
los filmes infantiles sobre si la magia existe o no está absolutamente mal
formulada y se puede aplicar igual a la racionalidad: tanto una como la otra no
son más que formas de ver el mundo.
lunes, 9 de septiembre de 2013
Operas XI - L'Amour des Trois Oranges
L’Amour des Trois Oranges, con su descarnada mirada irónica sobre las situaciones que la propia obra
va generando, bien podría representar el primer ejemplo –avant la lettre- de ópera postmoderna. Su estreno en Chicago en
1921 la sitúa lejos del estallido de la postmodernidad, pero cerca –temporal,
que no espacialmente- del inicio de la generación neoclásica, con su repentina
atracción hacia la Commedia dell’Arte
y el teatro y la música dieciochescos. De hecho, la sinfonía nº 1 de
Prokofiev, la famosa Sinfonía Clásica (1917) ya representó
una primera muestra de neoclasicismo con su forma de pastiche haydiniano
–sorprendentemente cocido en el San Petersburgo de la Revolución-. La fuente
para el libreto de Oranges fue la
célebre pieza de Carlo Gozzi, autor ya de por sí próximo a las visiones
irónicas y paródicas, con mezclas de drama y comedia bastante indigestas en su
época (otra pieza de Gozzi sería la fuente del Turandot pucciniano). El propio compositor, autor asimismo del
libreto, introduciría en su ópera más elementos distanciadores, como el
prólogo, que viene a justificar el elemento surrealista, y en donde asistimos a
una disputa entre partidarios de la tragedia, el drama, la comedia y la farsa
que es interrumpida por el grupo coral que ulteriormente comentará toda la obra
anunciando que se representará una obra de un género nuevo, llamado El amor de las tres naranjas. El origen
de la propia obra de Gozzi se halla en un cuento infantil que, como tal,
proviene de la constelación del mito. O sea que la tarea de Prokofiev tuvo
mucho que ver con la des-mitificación, acción que se puede abordar fácilmente
desde la perspectiva de la ironía. Cuando en el tercer acto de la obra, que
pasa en un desierto, y tras haber abierto el sirviente Truffaldino las dos
primeras naranjas y haber perecido de sed las respectivas princesas cautivas,
el príncipe, desconocedor del hecho, abre la tercera naranja, se respira el
drama, pero es inmediatamente ridiculizado cuando, en plena agonía de la
princesa, aparece un personaje del coro con un cubo lleno de agua. La misma
desacralización se observa cuando el mago Chelio invoca al demonio Farfarello,
que no logra hacer su aparición cuando un acorde de la orquesta invita a ello,
y solo aparece tras un innumerable numero de llamadas. Cuando Farfarello le
pregunta si es un mago de verdad o uno de teatro Chelio responde, de
forma natural, que es un mago de teatro pero también uno de verdad, lo cual hace
que la metaacción se cruce con la acción y los respectivos planos se curven
sugestivamente. Sin embargo, no toda la obra es irónica. La alegría del coro
posterior a la risa del príncipe destila veracidad, así como la escena final. ¿El
símbolo de toda la ópera? La ultrafamosa marcha, que condensa alegría, ironía,
veracidad, sarcasmo, magia, truculencia y surrealismo en dos escasos minutos.
lunes, 2 de septiembre de 2013
Lenguas
Las diversas lenguas forman parte de las diversas weltanschauung y, como ellas mismas, se agrupan en familias
estructuradas. El aprender una lengua que nos es ajena por nacimiento ofrece una gran oportunidad para ampliar no
sólo nuestro campo de conocimiento, sino también, y muy especialmente, nuestra
estructura de pensamiento. Es por ello que la traducción entre lenguas ofrece
una dificultad especial resultante de esta irreductibilidad (o, en términos
kuhnianos, inconmensurabilidad). Cuando desconocemos una lengua o, simplemente,
ignoramos una posible traducción, sin embargo, caemos en el extremo de dejarnos
dominar por una estructura mental mítica que nos impele a otorgar un prestigio
especial a lo que se sale de nuestra visión habitual. Hace ya unos cuantos años
que la elección del nombre de los hijos sufre de este fenómeno cuyas raíces
míticas se basan también en el cine y la televisión más comerciales, medios de
comunicación míticos par excellence. Así,
hace treinta años Vanessa hacía furor, y también Jonathan, Jessica y Jennifer
(nombres escogidos, además, por progenitores que no sabían pronunciar el sonido
“dʒə”). Hoy en día la situación es todavía más peregrina: se
utilizan combinaciones de nombre+apellido de actores populares de Hollywood
como nombre de pila del neonato. A toda esta variante de esplendor mítico se le
da ahora un nombre muy concreto: glamour.
Existe otra variante de prestigio mítico por mala traducción. Se trata de las
malas traducciones de términos, en ocasiones debida al fenómeno del false friend. Esta modalidad es
utilizada por grupos culturalmente más avanzados ya que incluye términos
técnicos. Numerosos científicos de habla hispana buscan evidencias más que pruebas,
ignorando que el significado en castellano de este término sería más cercano al
término inglés obviousness. Algunos
términos incluyen malas traducciones de ida y vuelta, como singlete, mala traducción del inglés singlet que a su vez procede del término latin singularis y que en castellano se denomina singulete. Volviendo a los apellidos; aunque éstos no sean
traducibles en muchas ocasiones expresan objetos u oficios. Si traducimos
Johann Strauss como Juan Ramos o Elizabeth Taylor como Isabel Sastre observamos
cierta pérdida de glamour que es directamente proporcional al grado de componente
mítico en nuestro pensamiento.
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