La rusofilia en ópera viene definida por dos obras casi podríamos decir que
“ortogonales” basadas en sendos dramas de Alexander Pushkin: Yevgeni Oneguin de Tschaikosky y Boris Godunov de Moussorgsky. La primera
desarrolla el lirismo, la melancolía, la conexión con occidente, la privacidad,
mientras que la segunda desarrolla el dramatismo, la soledad, la conexión con
oriente, la comunidad. Si ambas obras se dispusieran en sendos ejes cartesianos
sería posible, en una visión simplificada, acceder a cualquier zona recóndita
del alma rusa. La obra de Tschaikovsky, no demasiado comprendida en occidente
hasta hace pocas décadas (el tópico de antaño rezaba absurdamente que su autor
era demasiado dramático en sus sinfonías y demasiado lírico en sus óperas)
representa una perla en el conjunto relativamente grande y variado del corpus
de este compositor. La obra de Moussorgsky, comparada con la influencia que su música
ejerció sobre numerosos autores del S XX (Debussy, Messiaen, Ravel, Poulenc,
Stravinsky) es increíblemente pequeña, o al menos la parte de su obra
responsable de tal influencia. Se reduce a la suite Cuadros de una Exposición, unos pocos ciclos de lieder y las óperas Boris Godunov y la incompleta Khovantschina.
Esta enorme influencia está basada en dos hechos musicales: la alternancia de
los acordes máximamente separados según la armonía tradicional (el intervalo de
tritono, que divide la octava en dos partes iguales), y el uso de melodías de
acordes propios de la música ortodoxa rusa. El primer elemento tiende a
neutralizar la progresión armónica de la armonía tradicional, confiriendo a la
música un estatismo desconocido en su época (y que será después una de las
bases de la música de Messiaen, pongamos por caso), mientras que el segundo (la
frase inicial de Cuadros) se halla
presente en buena parte de la música de Stravinsky (principio del ballet Petroushka, Coral final de Symphonies d'instruments a vent).
Pero basta de tecnicismos. Boris Godunov contiene muchas progresiones de
tritono (¡escena de la coronación!) y muchas melodías de acordes (¡casi todaslas escenas corales!) pero lo que la distingue más y la hace un modelo en su
género es el tipo de dramatización utilizada. Haciendo un símil pictórico, lo
que en La Bohème son acuarelas, en Wozzeck son fotografías ó en Don Carlo son óleos, en Boris son
frescos bidimensionales (en Kovantshina
son mosaicos bidimensionales). Tanto es así que, tras varios intentos
fracasados de estrenar la ópera (estreno aplazado por diversos motivos
políticos y el desprecio que mostraron hacia la obra diversos miembros de la
familia Romanov) y varios añadidos del propio autor frente a los argumentos de
la censura (falta de un personaje femenino relevante, falta de una parte de
tenor relevante) y el relativo fracaso público de la obra, Rimsky-Korsakov,
amigo y mentor de Moussorgsky y “compositor oficial” de la capital imperial
retocó la obra para hacerla más atractiva a los ojos del gran público. El
retoque consistió, especialmente, en abrillantar la orquestación (es de sobras
sabido el profundo conocimiento orquestal de Rimski) y en alterar el orden de
los cuadros y, dicho sea de paso en honor al arreglista, el propio Rimsky dijo
que cuando su constribución ya no fuera necesaria, se debía restituir la
versión original, hecho que no impidió la aparición de diversas versiones posteriores
(entre otras, de D. Shostakovich). La nueva orquestación afectó notablemente al
color orquestal y, a la postre, existencial de la obra, que pasó de ser más
bien sombrío a una gran brillantez (que permitió la presentación en Occidente
de la obra por parte de la troupe de Diaghilev, en su primera saison parisina en 1909). El cambio de
orden de los cuadros hizo la obra más convencional (acabándola con la
solemnidad de la muerte del zar usurpador) comparada con el original, con la
llegada del falso zar a Moscu y el personaje del idiota lamentándose del
destino del pueblo ruso, independientemente de su dirigente de turno. Ambos
cuadros acaban en pianissimo e diminuendo,
pero el original produce una sensación de abandono, de incompletitud y de
repetición histórica propias de un final abierto, mientras que la versión de
Rimsky contiene un final absolutamente cerrado. El final original no solamente
es abierto sino que, al situarse después del cuadro de la muerte de Boris
ejerce en el espíritu del auditorio un toque del tiempo circular, como si los
paneles o frescos que han desfilado durante la obra fueran intercambiables
cronológicamente. Un poco como hacen los acordes separados por el tritono, que tienden
a interrumpir la cadencia tonal-temporal.
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