El espacio fue definido, juntamente
con el tiempo, por Kant -es decir, por la Modernidad- como una de las formas
sensibles de conocimiento, es decir, como parte de las condiciones fijas y
externas a nuestra observación dentro de las cuales situamos nuestras
percepciones y juicios. Nuestra visión se ha ampliado considerablemente desde
entonces. El propio paradigma físico en el que Kant apoyaba su modelo –la
gravitación universal newtoniana- varió radicalmente hace cien años. Espacio y
tiempo dejaron, así, de constituir categorías fijas e independientes y
empezaron a formar parte, de forma incluso conjunta, de la trama orgánica. No
solamente eso: nuestras percepciones sobre ambos factores constituyen una pequeña parte no extensiva a una muestra
de cualquier tamaño. Dicho de otra manera: nuestro espacio y nuestro tiempo
poco tienen que ver con el espacio y el tiempo ultra-microscópicos o
astronómicos. Pero hoy no quiero hablar
de esto. O solamente de una parte de esto; la que trata con nuestra relación
con el espacio. Nuestra percepción del espacio ha ido desarrollándose a lo
largo de la historia, como atestigua el desarrollo de la pintura en los últimos
mil años. Los jalones más significativos de este desarrollo han sido el
descubrimiento de la perspectiva –la tercera dimensión- en el pre-renacimiento
italiano y la incorporación del tiempo –la cuarta dimensión- con el cubismo a
principios del S XX (que a su vez correlacionan con los paradigmas mecánicos
copernicano y einsteniano, respectivamente). En la pintura descubrimos la
relación que cada época ha mantenido con la noción más abstracta del concepto.
El espacio tridimensional que ocupan las formas que nos rodean y las oquedades
en que nos hallamos también habla de nosotros tanto de forma colectiva como
indivudual. Cuando se es joven se tiende
de forma natural a rellenar el espacio circundante con mil cachivaches.
Conforme la edad avanza se aprecian crecientemente los espacios vacíos, que
actúan sobre nuestra conciencia como matrices protectoras. Una especie de
frontera transparente o límite virtual que nos envuelve como una burbuja
estéril. También se pueden considerar como jardines zen desprovistos de piedras
y rastrillos. La naturaleza de este espacio poco denso es la de engendrar todo
nuestro mundo, como el vacío cuántico. Cuanto más vacío más rico –más posibilidades-.
Como nuestro corazón.
3 comentarios:
Carles: tema interesante...sobre el que hablar durante horas. No me alargaré; sólo señalar que la preocupación por el tiempo apareció muy pronto (en Egipto, con los relieves cinéticos, en los primitivos en la narrativa pictórica a modo de cómic, etc. ) y últimamente la introducción del vacío en las oquedades de Moore, la rasgadura de Fontana y los grandes espacios vacíos de Miró...Ahora mismo, Anish Kapoor introduce incluso el vértigo.Maravilla de la intuición artística cuando se sitúa en el centro de su tiempo, siguiendo el tempo.
Un abrazo. Rosa.
aravilla de la intuición artística
Hola Rosa,
La verdad es que pensaba en tí cuando escribí el post.
Gracias una vez más por tu importante aportación al blog
otro abrazo
Carles
Fratello,
Respecto al relleno del espacio circundante personal, he experimentado un cambio en mi manera de apreciarlo. Más concretamente, en algo tan mundano como una pared de mi piso. Hace años me preocupaba de colgar cuadros o pósters para evitar la blanca superfície, era una forma de enriquecer mi entorno. De un tiempo a esta parte, me encanta contemplar, sentado desde mi butaca, la pared vacía de enfrente, que me sugiere multitud de opciones para llenarlo, provocándome una sensación de relax que no experimentaba en mis años mozos. Exactamente lo que evocas al final del párrafo. No hay nada como ir soltando lastre al ir haciendo camino.
Saludos,
fp
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