Dentro de
una sociedad que se quiere permanente, o como mínimo, con unas estructuras establemente
consolidadas, lo efímero constituye en sí toda una categoría poética. En una
sociedad en pleno cambio, con unas estructuras debilitadas e inestables, lo
efímero forma parte de la cotidianeidad y no parece presentarse como una anomalía
o una paradoja. Lo efímero, como tantos otros términos –y especialmente
aquellos que, como él, tienen una etiología basada en la temporalidad- es algo
relativo. Cuando hablamos de relativos, de comparaciones, solemos
antropomorfizar y el término que utilizamos de comparador suele ser la escala
–en este caso, de tiempos- humana. Lo efímero, visto así, se nos aparece como
lo instantáneo, lo visto y no visto. Pero lo efímero también puede representar,
a la manera bachelardiana, lo atemporal, lo que se nos aparece durante un
pequeño lapso de tiempo pero representa y consteliza a su alrededor lo que está
fuera de él. El circo (no la versión decadente y pueblerina que recordamos de
nuestra niñez), los happenings,
algunos momentos muy concretos en el mundo del deporte, en el mundo de la
danza; todos contienen altas dosis de poesía efímera. Con el nombre vulgar de
efímeras se conoce un género de insectos cuya vida adulta puede durar, en
algunos casos, menos de un día; el tiempo justo para aparearse antes de morir. Es
otro delicado ejemplo de agridulce poesía ecológica.
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miércoles, 29 de octubre de 2014
viernes, 3 de octubre de 2014
Revisiones
A lo largo de la historia los filósofos –desde los antiguos griegos hasta
finales del S XVIII- han pensado y nunca se han planteado nada sobre la acción
de pensar. Han considerado que los productos de su pensamiento vienen dados o
son un reflejo fiel de la naturaleza. Kant fue el primer filósofo de la
conciencia de segundo orden: el primero que piensa sobre el pensar. Y,
evidentemente, pone el propio acto de pensar patas arriba. En los campos de la
ciencia el equivalente a las críticas kantianas ha tenido lugar siglo y medio
más tarde en el campo de la física (Bohr y Heisenberg fueron, de hecho,
filósofos colaterales) y, en el caso de algunas ciencias como la química y la
biología, mucho más tarde. Incluso se puede decir que amplios sectores de la
“ciencia oficial” todavía no han percibido este profundo cambio y siguen
aferrándose a un realismo ingenuo insostenible. Después de Kant los filósofos
no tan sólo han mantenido la conciencia filosófica de segundo orden sino que
han puesto límites a la acción de pensar, han descubierto las limitaciones de
la racionalidad. Estos límites pueden llevar a la desesperación nihilista
(Nietzsche), a la definición lógica de la frontera (Wittgenstein), a la
cartografía de la incompletitud humana (Heidegger), al representacionalismo
(Rorty) o a la autocomplacencia del prestidigitador enseñando sus trucos al
público (Derrida). El hecho de que muchos de los grandes científicos de nuestro
tiempo no hayan llegado todavía a esta crítica muestra la terrible fisura que
padece nuestro momento histórico. El propio Stephen Hawking, prototipo del
científico genial de nuestros días (con ribetes míticos asomando por todos
lados) declaraba hace unos pocos años que “la filosofía está muerta; no ha
sabido mantenerse al lado de los modernos desarrollos científicos; los
científicos se han convertido en los modernos portadores de la antorcha del
saber en nuestra búsqueda del conocimiento; los problemas filosóficos pueden
ser respondidos por la ciencia, particularmente por nuevas teorías científicas
que nos aporten visiones alternativas del universo y nuestro lugar en él”. Con
todos los respetos, Hawking es un gran científico, pero no tiene nada de sabio.
La crítica y autorevisión de la Modernidad, de la tridimensionalidad, de la
Racionalidad, debe de alcanzar tanto al mundo de la filosofía como al del Arte
(en ambos casos lo ha hecho sobradamente) pero igualmente al de la Ciencia. Si
no es así, la ciencia se colocará en el mismo lugar que la Iglesia en el S XVI y
comenzará a pontificar excatedra como
hace cada vez con más afán Mr Hawking y otros cardenales de nuestro tiempo como Richard Dawkins, quien
todavía discute el modelo lovelockiano del sistema Gaia con miope acaloramiento
(básicamente porque lo percibe, bajo la mentalidad de otra época, teleológicamente).
La época de las dicotomías entre determinismo e indeterminismo, azar y
necesidad, después de Progogine, Lorentz, Mandelbrot, Varela, Lovelock y unos
cuantos científicos más ya han pasado a la historia.
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