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miércoles, 4 de noviembre de 2015

Penumbra


                  Cuando somos incapaces de recordar un nombre y, en cambio, estamos seguros de saber la letra por la que comienza, tenemos una fuerte intuición sobre las vocales que contiene, conocemos incluso el número de sílabas, se dice que padecemos un bloqueo. Es una situación difícil de describir porque contiene elementos conscientes y elementos aparentemente olvidados. No recordamos el nombre pero sí su aroma, su gusto. Y cuanto más forzamos el mecanismo de la memoria más elusivo se nos hace aquello que buscamos y que, aun teniéndolo enfrente, no acertamos a ver. Si dejamos de esforzarnos en recordar (esfuerzo que suele resultar patéticamente vano) normalmente sucede que, al cabo de cierto lapso de tiempo más o menos largo, el nombre aparece ante nuestras narices, como el residuo de una actividad que ya habíamos olvidado. En efecto, si lo que queremos de verdad es recordar el nombre basta con dejar de pensar en el tema y esperar a que la naturaleza tenga a bien obrar. Pero si lo que queremos es otra cosa vale la pena insistir en la penosa evocación. Este acto nos mantiene en la zona incierta e inestable de la que bebe la poesía. Es una zona de nadie, limítrofe entre aguas diversas. Por un lado las aguas de la fantasía que nos empujan hacia un mar de variopintas posibilidades. Por otro lado las aguas de la intuición que nos atraen de forma  misteriosa hacia una orilla soñada. Se me dirá que todo esto no es más que un movimiento de información neuronal guiada por transmisores químicos pero esta es solo la parte fisiológico-mecanística de la cuestión. Igual que la azulidad. El color azul es el que corresponde a la zona del espectro electromagnético de longitudes de onda entre 450 y 495 nm. Pero la azulidad es el resultado consciente de esa percepción, y no puede existir -al revés que la luz entre 450 y 495 nm- fuera de la conciencia. En fin, he aquí de nuevo el viejo problema de Berkeley, Hume y Descartes.....

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