El mundo de la ciencia actual tiene el deber inexcusable de revisar sus
principios epistemológicos, metodológicos y éticos. Aparte de unas pocas
disciplinas que se nutren de una visión sistémica –algunas de las cuales, como
la cosmología o la ecología se siguen percibiendo como “de poco impacto para el
desarrollo social”-, la mayoría de las ciencias naturales reposan aún sobre un
fondo analítico, cartesiano y reduccionista que impide su progreso y las hace
servidoras de aquel “dominar la naturaleza” tan típico de la segunda revolución
industrial. Actualmente el mundo de la ciencia está dominado –consciente o
inconscientemente- por el modelo anglosajón, que refiere a una lógica, una
racionalización cerrada que a menudo acaba en un argumento circular. Con esta
ciega adopción de las racionalizaciones -que tan a menudo niegan la propia
racionalidad- una parte de la ciencia se ha instituido como representante de la
verdad absoluta, con capacidad para rehusar el incluir entre sus disciplinas
gran variedad de actividades calificados como “pseudociencia”. No tengo
problemas para incluir en esta categoría al psicoanálisis o al materialismo
histórico –por la misma regla de incumplimiento de falsabilidad popperiana
debería también incluirse aquí al darwinismo, afirmación hecha por el propio
Popper-. Con lo que sí tengo grandes problemas es con excluir estas
aproximaciones “no científicas” de la historia de las ideas grandes y
fructíferas. La racionalidad cerrada puede abstraer y recurrir razones pero
nunca crear nuevas visiones. Además y especialmente, el modelo de ciencia al
que antes me refería rara vez se autoinspecciona para salir del insidioso
realismo ingenuo en el que habita desde hace décadas. Supone tácitamente que el
observador, separado del objeto, ocupa una posición inexpugnable de
clarividencia suprema desde la que observa el mundo de forma pura y absoluta,
en una especie de platonismo irreductible, y que esta posición –fuera de toda
contingencia- se mantiene eternamente inmutable. Lo que nos lleva a los modelos
de pura acumulación que consideran el conocimiento una masa sólida que se
deglute hasta el final. Es por eso que todo un apóstol de este modelo como
Bertrand Russell, convencido de que el mundo se comporta de forma aristotélica
y que ninguna certeza se escapa a la lógica, fue siempre enemigo acérrimo de
Kurt Gödel, quien demostró que hasta la aritmética resulta ser un sistema
incompleto que se ha de apoyar ad
infinitum en otros metasistemas. Y eso que fue el propio Russell quien
actualizó la paradoja del cretense, verdadero agujero de la lógica
aristotélica.
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