El teatro -como
la cocaína, el alcohol, el trabajo, el sexo o la música- puede llegar a envenenar
la sangre, como se dice popularmente. Y cuando uno está envenenado está, en
mayor o menor medida, en brazos de la seducción y la adicción. Como toda
plataforma a-racional, el teatro crea sus propios mitos, que a su vez
configuran una constelación de ritos, dogmas y tabúes. El paso por un escenario
–como por un estadio o una cancha deportiva- une a sus ocupantes como a los
pasajeros de un crucero o un viaje aéreo transcontinental. La ejecución
dramática, musical, coreográfica y cualquier otra (en determinados casos
también la deportiva) supone un movimiento y gestión de energías psíquicas
capaces de canalizar una correcta psicomotricidad y expresividad. Y ésta
gestión no siempre viene dada de forma automática. Es más: cuanto más se
discurre y se duda acerca de ella más elusiva se nos presenta. Como lo último
que se desea antes de salir a un escenario es lastimar las emociones o impedir
los flujos energéticos, los viajeros del escenario optan por recurrir a la
magia y efectuar rituales de superstición que de alguna manera les hagan
suponer que la gestión psíquica no está en sus manos sino que depende de algo
tan simple como una acción ritual. De ahí también toda la retahíla de frases
con que se bendice a alguien a punto de salir a escena que, por mucha
explicación histórica que tengan, constituyen básicamente un ritual protector.
No hay comentarios:
Publicar un comentario