La discusión acerca de la cartografía sobre los aspectos emocionales que la
música genera en nosotros es muy antigua y ha adoptado maneras muy diferentes a
lo largo de los tiempos. En la antigua Grecia la música, considerada como
alimento del alma, se percibía como constelizadora y guía de la propia moral,
es decir, cumplía funciones a la vez éticas y estéticas (lo Bueno/lo Bello). De
forma adicional, y teniendo en cuanta la racionalización de las escalas
musicales que llevó a cabo Pitágoras, la música se emparentó de una forma
tangible con las matemáticas (lo Verdadero). No es difícil deducir que a lo
largo de la Edad Media europea la singladura que recorrió este arte fuera
pareja a la de las grandes realizaciones humanas. Formando parte –junto con la
aritmética, geometría y astronomía- del Quadrivium, que seguía al Trivium
(gramática, lógica y retórica) en cuanto a preparación para los estudios de
filosofía y teología, la música continuó de alguna manera ligada a la tríada
kantiana antes mencionada. Al iniciarse, en el Renacimiento, el desarrollo de
la música profana, el arte musical comienza un viaje durante el que se centra
progresivamente en lo estético. Durante la época barroca, el factor emocional
de la música, siempre subsidiario de su monumentalidad arquitectónica, se
despliega tímidamente en la conciencia de los compositores, que hablan por
primera vez de los “afectos” en la música. La música imitativa, de esta manera,
ilustra “afectos” que nos circundan, por ejemplo con el paso de las estaciones anuales, igual que algunos madrigales renacentistas podían describir escenas de
los mercados callejeros en Londres o grotescas serenatas infructuosas. Con el
clasicismo vienés, y, dentro de él, el período Sturm und Drang, los afectos se confunden ya con la arquitectura,
en una muestra sutil y magistral de equilibrio situado en un punto elevado que
domina todos los valles circundantes. El propio Beethoven –quien, por otra
parte, un poco al modo griego, aún creía en el carácter moralizante de la
música- utiliza abiertamente la palabra “sentimientos” (en el título del primer
movimiento de su VI Sinfonía), puntualizando en seguida que en esta obra se
trata más de descripción de sentimientos que de pintura naturalista. A partir de
aquí, el Romanticismo, en lugar de superar el racionalismo como apuntaban los
esfuerzos de Kant y Hegel, lo negó, subvirtiendo la máxima de Boileau (“nada más Bello que lo Verdadero”) y proclamando
que Solamente lo que es bello es verdadero. Los afectos se han
convertido en sentimientos. Y la música genera tales sentimientos, que van
desde los desmayos de las damas de la alta sociedad hasta la autoinmolación por
renuncia al mundo en busca de un ideal perdido en el fondo del mito. Cabe
recordar que la música tuvo un extraordinario desarrollo durante todo el S XIX.
Cuando el romanticismo literario ya no era más que un recuerdo, el musical
estaba todavía en pleno auge, desplazando a las artes plásticas durante la
mayor parte del siglo. Los inicios del cambio de rumbo vinieron del Este y del
Oeste europeos –de Rusia y de Francia-, en donde las artes plásticas
recuperaron la notoriedad y la influencia de la música centroeuropea declinó. Después
de la Primera Guerra Mundial, cuando hubo un nuevo cambio de paradigma
artístico, los artistas plásticos continuaron con el trabajo que ya habían
iniciado unas décadas antes, pero los compositores tuvieron que trabajar más
duro para ponerse en situación. Y precisamente uno de sus principales cometidos
fue la negación del sentimentalismo romántico, que desembocó en el tan poco
comprendido neoclasicismo de entreguerras. Entretanto la psicología también había
avanzado a marchas forzadas y eventualmente fue capaz de distinguir entre emociones y sentimientos. Los sentimientos estarían entonces generados por
constelización de emociones que la mente autopercibe y verbaliza. Desde
entonces ya no hablamos de que la música genere sentimientos sino emociones,
esa especie de respuesta quasi-fisiológica al estímulo artístico. Las emociones
son a su vez elevadas hasta regiones mentales e incluso transmentales. La
música continúa así generando en nostros emociones, sentimientos, admiración
racional y vislumbre de realidades transmentales, siguiendo un esquema
perceptivo evolutivo emparentado con la Gran Cadena del Ser. No toda la música
puede llegar tan lejos. Eso es evidente pero el tema de otra reflexión.
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miércoles, 28 de diciembre de 2016
viernes, 23 de diciembre de 2016
Mistificaciones
En los últimos
meses el término populismo ha sido
utilizado hasta la saciedad por la prensa general. Aplicado, además, a
situaciones muy diversas: desde la campaña de Trump hasta las credenciales de
los partidos de ultraderecha europeos; desde las democracias populares del
Caribe hasta la performance de Berlusconi, sin olvidar el Brexit británico. La
situación común es la de oponer la visión de los sectores de la ciudadanía sin
una participación directa en el poder, que ha resultado, por su parte, corrompido
por las élites, con la visión oficialista-tecnócrata de tales élites. Esto ya
sucedía en época de Julio César y de Augusto, quienes ya usaban referéndums
directos con el fin de eludir el control del Senado. Las consecuencias del
populismo, sin embargo, están en la mayoría de los casos muy alejadas de sus
presupuestos, y eventualmente se acaba otorgando el poder de las minorías
corrompidas a otras minorías –minorías de facto, aunque aparentemente se trate
de amplios sectores- que todavía acaban más corrompidas, cuando no acaban
sumiendo las estructuras del estado en un caos o una guerra. Podemos
preguntarnos si las consecuencias directas del populismo son las que acabo de
enumerar. Creo que la historia es mucho más compleja que eso y no podemos
desglosar de forma analítica elementos aislados para explicar el todo, o las
causas y consecuencias que están, evidentemente, continuamente embucladas y
llenas de remolinos. En todo caso podemos decir que la aparición de los
populismos por doquier corrobora el momento de crisis general –no sólo
económica, que es la única que tratan populistas y no-populistas-, igual que la
presencia de buitres indica la presencia de cadáveres, aunque no hayan sido
generados por ellos. Toda crisis comporta cambio y evolución, pero es muy
diferente estudiar de forma objetiva un período histórico ya pasado que tener
que vivirlo de forma subjetiva en el presente. Cuando miramos hacia un período
pasado lo hacemos de forma hermenéutica, es decir, teniendo en cuenta el
horizonte cognitivo de tal época y el que utilizamos nosotros desde nuestra
observación. Durante una crisis el horizonte cognitivo varía a marchas forzadas
y se hace extremadamente difícil elaborar una metavisión que acompañe el
proceso de cambio. Es por eso que durante tales períodos la ciudadanía se deja
llevar fácilmente por sus emociones más primarias: el miedo, la primera de
ellas.
domingo, 18 de diciembre de 2016
Desconexión
Aunque no estuviera llegando lo que se dice tarde, aquella mañana
correteaba por los pasillos del metro de forma más ligera de lo normal. Bueno,
lo que llamo normal tampoco puede ponerse como ejemplo de desplazamiento
particularmente relajado. Lo normal es tener cierta prisa. Pero aquel día me
sacudía especialmente esa especie de sentimiento de llegar tarde y perder el enlace,
aunque todavía tenía un lapso de tiempo razonable para dedicar a tal operación.
Entre la prisa y la sempiterna humedad ambiental, pronto empecé a apercibir
núcleos de transpiración que iban aumentando el agobio automultiplicativo en
que empezaba a sumirme. Inicié la subida por la escalera que conduce a la calle
y, durante un brevísimo lapso de tiempo –de hecho, tan sumamente breve que
cualquier observador externo lo hubiera valorado en sólo fracciones de segundo,
por más que a mí se me hiciera eterno- tuve la sensación de que estaba subiendo
por otra escalera de metro, idéntica, pero situada a muchos kilómetros de
distancia. Cuando uno tiene una conexión con su interior–o desconexión con el
entorno físico- como ésta, suele situarse en una región mental que trasciende
al tiempo, desapareciendo las coordenadas temporales durante unos atemporales
instantes. Esos instantes preciosos que nos sitúan fuera del tiempo se
desvanecieron, para mi desencanto, antes de que acabara de subir el tramo de
escaleras. Cual no fue mi sorpresa, por lo tanto, al llegar a la calle y
comprobar que la boca del metro no estaba en donde mi mente la situaba después
del rutinario recorrido de cada día. Instintivamente miré el cartel que
indicaba el nombre de la estación, entre extrañado, divertido e inquieto. Al
punto comprobé que el nombre era el de siempre, pero no la localización. El
maldito sentido del deber asumió entonces la guía de mi siguiente pensamiento:
¡llegaría tarde al trabajo, precisamente hoy que tenía una importante
teleconferencia! Me acerqué a la calzada con el fin de parar un taxi con el que
acceder de forma rápida -y cara- al lugar en donde gestiono mi sustento diario.
El caso es que no acababa de reconocer ni la calle ni la zona de la ciudad en
donde el capricho espacio-temporal me había tan suavemente depositado. No tenía
ni la más remota idea de la distancia a mi lugar de trabajo a la que me
hallaba. Y encima no veía pasar ningún taxi. Bien, tampoco ningún vehículo. Me
hallaba en una gran avenida de casas más bien regulares, de estilo impersonal.
Podía hallarme en Minessota, Buenos Aires, Shanghai, Sydney o Kuala Lumpur. Ni
rastro de particularidades culturales locales. Después de deambular por unas
cuantas calles ya sin un objetivo demasiado claro, decidí volver a la estación
de metro para consultar el maldito mapa de la zona colgado en su mural. Al cabo
de unos cuantos minutos tuve que reconocer, entre sorprendido, cabreado y un
poco atemorizado, que era incapaz de volver a encontrar las escaleras por las
que acababa de emerger a la superficie no hacía tanto rato. Era como si, después de
que mi salto epistemológico me hubiera vomitado en un lugar desconocido, me estuviera ahora negando encima la posibilidad de hacer marcha atrás para encontrar un resquicio
que me ayudara a recuperar la continuidad. Como un Pulgarcito adulto. Aunque
todavía no había amanecido plenamente, intenté leer el nombre de la avenida en
que me hallaba. Como me temía, todavía no había suficiente luz para ello. El
alumbrado público parecía haberse ya desactivado, mucho antes de que la luz del
sol llegara a iluminar la calle mínimamente . Entre esto y la poca calidad de mi
sentido de la vista, lo único que parecía vislumbrar eran una especie de
garabatos muy diferentes de las letras que sabía que estaban allí grabadas.
Caminé, ya sin demasiadas esperanzas, por la desierta avenida. No había ni un
solo comercio, ni abierto ni cerrado. Parecía un barrio residencial extraño. ¡Ya
lo tenía! Busqué mi teléfono y activé el GPS. Pero no, una vez más el artilugio
no consiguió conectar con la red. En aquel momento me percaté de que todavía no
había visto a nadie recorrer aquel extraño paraje. Un sol mortecino emergió
tímidamente por encima de las hileras de casas. Parecía como observado desde el
invierno lapón. Al fondo de aquella vista que cada vez más se me aparecía como
un decorado bidimensional pude divisar los primeros seres (¿humanos?) desde que
había abandonado el metro. Intenté acercarme a ellos pero desaparecieron antes
de que pudiera conseguirlo. Al poco una bicicleta cruzó la escena. Estaba
conducida por un hombre de cierta edad de aspecto oriental que o no se percató
de mi presencia o bien me ignoró totalmente. Aunque la sensación de irrealidad
iba en aumento, no conllevaba ningún temor; antes bien un buen grado de
curiosidad y una especie de paz interior. Ya no pensaba en el trabajo ni en la
teleconferencia. Deseaba explorar más y más aquel mundo nuevo para mí. La calle
se fue poblando de gente poco a poco. Todas las razas de la tierra –e incluso
de otros planetas- parecían estar representadas. También hicieron su aparición
vehículos de lo más variopinto. Lo que más me llamó la atención fueron una
especie de ascensores que se desplazaban horizontalmente, como unas cestas
elevadas que se movían sin necesidad de cables ni conductor. Los había de
diversos tamaños: individuales, familiares y comunitarios. Mientras miraba
fascinado uno de tales vehículos mi vista se centró en una figura que aparecía
en su interior. ¡Era la de mi amigo Erwin! No. no me lo había parecido: estaba
completamente seguro. Además, durante el brevísimo lapso en que nuestras
miradas se encontraron me dirigió una suave pero profunda sonrisa. El caso era
que….!Erwin había muerto hacía dos años en un accidente de coche! La sensación
de descentramiento era ahora máxima. Y, si, ahora a la curiosidad y la paz se
había unido, de forma no muy sutil, un no desdeñable grado de temor. Pasó un
vehículo que tenía aspecto de taxi, dado que lucía una bombilla verde iluminada
en su parte superior. Sin pensarlo dos veces alcé un brazo y al instante el
coche se detuvo. Entré en él y, antes de que hubiera dicho nada ni
prácticamente hubiera tenido tiempo siquiera de cerrar la puerta el vehículo
arrancó de sopetón, pegándome contra el asiento. Me quejé al conductor, a quien
no veía por culpa de una mampara de seguridad interpuesta entre él y los
asientos traseros. Como no me respondió golpee el tabique, primero con cuidado
y después con fuerza. Nada. El coche avanzaba, a toda velocidad, que no
disminuía ni siquiera en las curvas, hacia vete a saber qué misterioso destino.
Aquello parecía una encerrona mafiosa o quizás algo peor. Golpee, ahora sí, de
forma paroxística, la cabina del conductor, hasta que se abrió una especie de
ventanilla, descubriendo así que el vehículo estaba siendo conducido por una
niña de aspecto esquimal, de unos siete años de edad. La niña no me hacía el
menor caso; simplemente reía de forma ruidosa y despreocupada mientras hacía
derrapar al vehículo en todas las curvas, enviándome cada vez contra el asiento.
En una de las curvas la puerta trasera, quizás mal cerrada, se abrió y me vomitó
contra la calzada. Me encontré en el suelo, mientras la gente se agolpaba a mi
alrededor, con cualquier intención menos la de socorrerme. Me alcé, algo
contusionado, e intenté situarme. Me hallaba en unas escaleras, saliendo del
metro. Miré el reloj: ¡se hacía tarde y estaba a punto de perder el enlace! Y
hoy me interesaba llegar puntual al trabajo ¡porque tenía una importante
teleconferencia! Aceleré aún más el paso, justo lo que me permitía mi dolorido
esqueleto instantes después de caer.
viernes, 2 de diciembre de 2016
Juegos
Kant fue el
primer pensador que estimó que el espacio y el tiempo se comportan como “formas
sensibles de conocimiento”, abriendo así una puerta a la idea de que es nuestra
mente la que crea tales categorías y que la razón debe, necesariamente,
someterse a tales coordenadas para poder ponerse en práctica. En alguna ocasión
anterior he sugerido ciertas asociaciones entre nuestra percepción
espacio-temporal y nuestros sentidos, asignando la espacialidad al sentido de
la vista y la temporalidad al sentido del oído. Así como desde el punto de
vista de la Física el espacio, el tiempo, la materia y la energía forman una
constelación indisociable, desde el punto de vista noético la estructura
mental-racional también se mueve conjuntamente en las coordenadas de espacio y
tiempo. Propongo un pequeño juego: imaginar un mundo en el que exista espacio
pero no tiempo y viceversa. ¿Qué imagen perceptiva resulta de este experimento
mental? El mundo sin tiempo nos dibuja una imagen visual inmóvil, congelada.
Después de todo percibimos el tiempo como movimiento, ya sea un desplazamiento
a través del espacio, ya sea un proceso biológico como el envejecimiento u otro
tipo de proceso experiencial (la música). Es decir, todo aquello que nos remite
a una evolución, que es la palabra más cercana al espíritu del tiempo. ¿Cómo
nos aparece un mundo sin espacio? Tal constructo es aparentemente más difícil
de imaginar. Un mundo sin espacio es necesariamente un mundo sin estímulos
visuales; la imagen negra que percibe un invidente. Los estímulos permitidos
serían entonces los aurales, olfactivos, las sensaciones físicas. Nos podemos
preguntar si los procesos mental-racionales tales como la asociación, la
deducción, la comparación son experienciales, participando así de la
temporalidad, o se pueden llegar a situar más allá del tiempo, como hace nuestro
inconsciente ¿Y los procesos de maduración, aceptación, comprensión?¡El juego da para mucho!
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