Vistas de página en total

domingo, 18 de diciembre de 2016

Desconexión


                    Aunque no estuviera llegando lo que se dice tarde, aquella mañana correteaba por los pasillos del metro de forma más ligera de lo normal. Bueno, lo que llamo normal tampoco puede ponerse como ejemplo de desplazamiento particularmente relajado. Lo normal es tener cierta prisa. Pero aquel día me sacudía especialmente esa especie de sentimiento de llegar tarde y perder el enlace, aunque todavía tenía un lapso de tiempo razonable para dedicar a tal operación. Entre la prisa y la sempiterna humedad ambiental, pronto empecé a apercibir núcleos de transpiración que iban aumentando el agobio automultiplicativo en que empezaba a sumirme. Inicié la subida por la escalera que conduce a la calle y, durante un brevísimo lapso de tiempo –de hecho, tan sumamente breve que cualquier observador externo lo hubiera valorado en sólo fracciones de segundo, por más que a mí se me hiciera eterno- tuve la sensación de que estaba subiendo por otra escalera de metro, idéntica, pero situada a muchos kilómetros de distancia. Cuando uno tiene una conexión con su interior–o desconexión con el entorno físico- como ésta, suele situarse en una región mental que trasciende al tiempo, desapareciendo las coordenadas temporales durante unos atemporales instantes. Esos instantes preciosos que nos sitúan fuera del tiempo se desvanecieron, para mi desencanto, antes de que acabara de subir el tramo de escaleras. Cual no fue mi sorpresa, por lo tanto, al llegar a la calle y comprobar que la boca del metro no estaba en donde mi mente la situaba después del rutinario recorrido de cada día. Instintivamente miré el cartel que indicaba el nombre de la estación, entre extrañado, divertido e inquieto. Al punto comprobé que el nombre era el de siempre, pero no la localización. El maldito sentido del deber asumió entonces la guía de mi siguiente pensamiento: ¡llegaría tarde al trabajo, precisamente hoy que tenía una importante teleconferencia! Me acerqué a la calzada con el fin de parar un taxi con el que acceder de forma rápida -y cara- al lugar en donde gestiono mi sustento diario. El caso es que no acababa de reconocer ni la calle ni la zona de la ciudad en donde el capricho espacio-temporal me había tan suavemente depositado. No tenía ni la más remota idea de la distancia a mi lugar de trabajo a la que me hallaba. Y encima no veía pasar ningún taxi. Bien, tampoco ningún vehículo. Me hallaba en una gran avenida de casas más bien regulares, de estilo impersonal. Podía hallarme en Minessota, Buenos Aires, Shanghai, Sydney o Kuala Lumpur. Ni rastro de particularidades culturales locales. Después de deambular por unas cuantas calles ya sin un objetivo demasiado claro, decidí volver a la estación de metro para consultar el maldito mapa de la zona colgado en su mural. Al cabo de unos cuantos minutos tuve que reconocer, entre sorprendido, cabreado y un poco atemorizado, que era incapaz de volver a encontrar las escaleras por las que acababa de emerger a la superficie no hacía tanto rato. Era como si, después de que mi salto epistemológico me hubiera vomitado en un lugar desconocido, me estuviera ahora negando encima la posibilidad de hacer marcha atrás para encontrar un resquicio que me ayudara a recuperar la continuidad. Como un Pulgarcito adulto. Aunque todavía no había amanecido plenamente, intenté leer el nombre de la avenida en que me hallaba. Como me temía, todavía no había suficiente luz para ello. El alumbrado público parecía haberse ya desactivado, mucho antes de que la luz del sol llegara a iluminar la calle mínimamente . Entre esto y la poca calidad de mi sentido de la vista, lo único que parecía vislumbrar eran una especie de garabatos muy diferentes de las letras que sabía que estaban allí grabadas. Caminé, ya sin demasiadas esperanzas, por la desierta avenida. No había ni un solo comercio, ni abierto ni cerrado. Parecía un barrio residencial extraño. ¡Ya lo tenía! Busqué mi teléfono y activé el GPS. Pero no, una vez más el artilugio no consiguió conectar con la red. En aquel momento me percaté de que todavía no había visto a nadie recorrer aquel extraño paraje. Un sol mortecino emergió tímidamente por encima de las hileras de casas. Parecía como observado desde el invierno lapón. Al fondo de aquella vista que cada vez más se me aparecía como un decorado bidimensional pude divisar los primeros seres (¿humanos?) desde que había abandonado el metro. Intenté acercarme a ellos pero desaparecieron antes de que pudiera conseguirlo. Al poco una bicicleta cruzó la escena. Estaba conducida por un hombre de cierta edad de aspecto oriental que o no se percató de mi presencia o bien me ignoró totalmente. Aunque la sensación de irrealidad iba en aumento, no conllevaba ningún temor; antes bien un buen grado de curiosidad y una especie de paz interior. Ya no pensaba en el trabajo ni en la teleconferencia. Deseaba explorar más y más aquel mundo nuevo para mí. La calle se fue poblando de gente poco a poco. Todas las razas de la tierra –e incluso de otros planetas- parecían estar representadas. También hicieron su aparición vehículos de lo más variopinto. Lo que más me llamó la atención fueron una especie de ascensores que se desplazaban horizontalmente, como unas cestas elevadas que se movían sin necesidad de cables ni conductor. Los había de diversos tamaños: individuales, familiares y comunitarios. Mientras miraba fascinado uno de tales vehículos mi vista se centró en una figura que aparecía en su interior. ¡Era la de mi amigo Erwin! No. no me lo había parecido: estaba completamente seguro. Además, durante el brevísimo lapso en que nuestras miradas se encontraron me dirigió una suave pero profunda sonrisa. El caso era que….!Erwin había muerto hacía dos años en un accidente de coche! La sensación de descentramiento era ahora máxima. Y, si, ahora a la curiosidad y la paz se había unido, de forma no muy sutil, un no desdeñable grado de temor. Pasó un vehículo que tenía aspecto de taxi, dado que lucía una bombilla verde iluminada en su parte superior. Sin pensarlo dos veces alcé un brazo y al instante el coche se detuvo. Entré en él y, antes de que hubiera dicho nada ni prácticamente hubiera tenido tiempo siquiera de cerrar la puerta el vehículo arrancó de sopetón, pegándome contra el asiento. Me quejé al conductor, a quien no veía por culpa de una mampara de seguridad interpuesta entre él y los asientos traseros. Como no me respondió golpee el tabique, primero con cuidado y después con fuerza. Nada. El coche avanzaba, a toda velocidad, que no disminuía ni siquiera en las curvas, hacia vete a saber qué misterioso destino. Aquello parecía una encerrona mafiosa o quizás algo peor. Golpee, ahora sí, de forma paroxística, la cabina del conductor, hasta que se abrió una especie de ventanilla, descubriendo así que el vehículo estaba siendo conducido por una niña de aspecto esquimal, de unos siete años de edad. La niña no me hacía el menor caso; simplemente reía de forma ruidosa y despreocupada mientras hacía derrapar al vehículo en todas las curvas, enviándome cada vez contra el asiento. En una de las curvas la puerta trasera, quizás mal cerrada, se abrió y me vomitó contra la calzada. Me encontré en el suelo, mientras la gente se agolpaba a mi alrededor, con cualquier intención menos la de socorrerme. Me alcé, algo contusionado, e intenté situarme. Me hallaba en unas escaleras, saliendo del metro. Miré el reloj: ¡se hacía tarde y estaba a punto de perder el enlace! Y hoy me interesaba llegar puntual al trabajo ¡porque tenía una importante teleconferencia! Aceleré aún más el paso, justo lo que me permitía mi dolorido esqueleto instantes después de caer.

4 comentarios:

Lluís P. dijo...

Fratello,

un relato con intriga y aquel punto de irracionalidad onírica a lo Pere Calders que tanto me gusta. He disfrutado releyéndolo para no perderme los detalles surrealistas y paladear un final redondo.
Te animo a seguir intercalando estos textos entre el resto de contenido más erudito.
Feliz Navidad,

fp

carles p dijo...

Fratellino,

Celebro que mi mini-relato te haya gustado. Compararlo con los de Pere Calders es excesivo. Le falta aquella disgresión irónica y distanciada que tanto abunda en sus geniales relatos. Debo confesar que dos elementos (el amigo fallecido y la niñita conduciendo) los he robado directamente del genial guión de Il Viaggio di G Mastorna, que Fellini nunca pudo rodar.
Seguiré intentando escribir relatos que estén a tu altura!
Bon Any Nou!
fp

Anónimo dijo...

Hola Carles:
Bonito sueño...O realidad soñada...o ensoñación literaria.Hay sueños que merecen ser descritos, ya que no tenemos la máquina que Jean Cocteau reclamaba para grabarlos.
Una gozada. Rosa.

carles p dijo...

Hola Rosa,

Las máquinas que imaginaba Cocteau tenían siempre un punto surrealista y un pie en el mito, como los propios sueños

Gràcies!
Carles