Cuando inicié el blog, hace poco más
de doce años, la conciencia de estupor todavía podía hacerse sentir de forma
más o menos directa. Durante este lapso, y con aceleración sostenida, nuestras
zonas ciegas han ido creciendo por lo que hace a los más diversos panoramas que
se alzan ante nuestros ojos. Y en aquellos casos en los que la ceguera no es
aún total nos aqueja algo todavía más dramático: el bloqueo y la inacción. Como
en la sala ecoica de Teufelsberg nuestras quejas, lamentos, ideas o intentos de
observar comprehendiendo y elaborando son inmediatamente engullidos por el
sistema y acaban formando parte de esa masa transparente –nuestro gran agujero
gris- que parece contenerlo todo. Ese gran agujero se alimenta, evidentemente,
no solamente de nuestros detritus físicos y mentales sino –y sobretodo- de
nuestro progresiva pérdida de contacto con la riqueza de lo real. Se alimenta
de nuestra ignorancia, que tiende a crecer de forma ilimitada. Nuestra gran
ignorancia es la ignorancia del especialista. Un gran conjunto de especialistas
en las más diversas competencias es infinitamente más ignorante que un
individuo con capacidad de síntesis y de experiencia. Cada vez nos creemos más
conocedores de “la parte del conocimiento que aún no conocemos”, y eso nos
cierra las fronteras hacia nuevas dimensiones
del conocimiento. No es un trabalenguas. Cada vez acotamos más el futuro porque
lo queremos encasquetar en esa absurda y ridícula racionalización que nos
acompaña ya en todos y cada uno de nuestros ámbitos de acción y relación. Ya
dice Morin que el peor enemigo de la razón es precisamente la racionalización.
Esa ciudad de las recetas simplificadas, de los clichés de la cultura de masas,
de los Selections of the Thinkers Digest
en la que cada vez más gente habita es la ciudad de los zombies, el peor escenario que Kafka podía diseñar.
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miércoles, 25 de abril de 2018
miércoles, 11 de abril de 2018
Cardinales
A fuerza de tanto repetir que vivimos
en una sociedad abocada al precipicio de la incomprensión, la ignorancia, la
imbecilidad, la ignominia y la inmolación me lo acabé creyendo. Y mis
subsiguientes pensamientos y acciones, claro está, fueron absolutamente
coloreados y matizadas por tal creencia. Y cada vez que pisaba el freno y
miraba hacia el retrovisor, con ánimo de comparar lo que tenía delante y lo que
tenía detrás, caía presa de esa inconmensurabilidad gnoseológica a la que tan
finamente llaman paradigm shift. Y no
solo no lograba encontrar un metaespacio desde donde visualizar simultánea y
nítidamente las dos zonas sino que cada vez la trampa epistemológica se cerraba
más y más en torno a mi mente y oprimía con más fuerza mi fuente de inspiración,
que parecía secarse por momentos. Así fue como llegue a la conclusión de que
debía acudir a un gurú inspiracional, un maestro místico o algún hábil
charlatán que volviera a enderezar mi entendimiento so pena de caer en una especie
de decadencia senil prematura. Pero… ¿Dónde buscar tal gurú? ¿Debía mirar hacia
adelante, hacia atrás, hacia los lados o hacia arriba? Si miraba hacia atrás mi
selectiva aprecición encontraba a viejos maestros cuyas enseñanzas parecían en
su momento eternas pero la aplicación de las cuales parecía en el momento
actual fuera de contexto. Si miraba no tan hacia atrás me topaba con mis
predecesores directos: progenitores, maestros, ex-compañeros y ex-profesores el
recuerdo de los cuales no hacía más que aumentar mi sensación de vértigo y
tristeza por la pérdida de un tiempo pasado que, una vez más, parecía
simplemente mejor. Como siempre he
tratado de evitar esta sensación de refugio virtual que ciertamente apacigua a
la corta pero que enloquece a la larga, miré a los lados. El problema era ahora
muy diferente. El torbellino frenético al que estamos estructuralemente
sometidos precluye el paisaje lateral. Sus vórtices voraces literalmente
engullen toda nuestra perspectiva lateral o externa. No existen exteriores.
Todo parece englobado por el torbellino. Si lo que quería era ganar una posible
metaperspectiva no iba por buen camino, así que decidí mirar hacia delante. En
esa dirección se podían observar gurús de todo tipo, algunos con pretensiones
visionarias, otros más puramente folklóricos, muchos iluminados, también
bastantes chiflados (la conjunción incluída), mercachifles, algunos finos
analistas y muchos, muchos mamarrachos. Y, evidentemente, algunos que no podía
clasificar fácilmente pero que podían caer en uno cualquiera de los grupos anteriores. Mi
intención última para con este grupo no era sin embargo la clasificación sino
el hallazgo de puentes de comunicación con el pasado que me permitieran conocer
mejor el futuro. El establecimiento de metapuentes, vaya. Por mucha ruptura
epistemológica que hubiera pensaba que, alejándose lo suficiente, la tal grieta
podría necesariamente permitir la creación de tales metapuentes. Pero ahí, ay,
me engañaba sin saberlo. Porque las situaciones, los metapuentes, las
epistemologías y demás tanto se nos pueden presentar como objetos que como
procesos. Como la luz. Y a medida que me alejaba de la grieta epistemológica
con objeto de hallar la conexión natural que la cerrara me encontraba más con
una dinámica, con un sistema en evolución que con un objeto de dimensión
espacial. Decidí una vez más cambiar de dirección y oteé hacia arriba, quizás
buscando un deus ex machina que de
repente iluminara la situación, clarificándola. Me imaginaba un espectáculo
poético-circense a medio camino entre la revelación divina y el juego
mistificador del prestidigitador. Mirando hacia esa dirección, sin embargo, me
pasaba una cosa diferente a las experiencias anteriores. Tan pronto veía una
multitud de sombras difusas que parecían quererme decir algo como una imagen
más nítida pero inexpresiva como en muchas ocasiones no veía absolutamente
nada. Al cabo me percaté de que esa dirección era en realidad una subrogada de
otra dirección que no procede de la espacialización. Cuando miraba hacia arriba
salía en realidad de la esfera del tiempo espacializado y entraba en la esfera
de la interioridad des-temporalizada. Cuando miraba hacia arriba miraba, en
realidad, hacia mi interior. Y allá había de todo –o no había nada, dependiendo
de mi estado, mi receptividad y mis expectativas-. Fue así como, con mucho
esfuerzo, logré construir una narrativa que podía recoger o, mejor dicho, contener todos los puntos de referencia
que necesitaba para esbozar un modelo. Mi modelo, que no debía enfrentarse a
otros modelos, sino abrazarlos.
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