Cuando, hace treinta años, se me preguntaba por mi profesión y respondía que era químico una visible mueca aparecía invariablemente en la cara de mi interlocutor: “–Contaminador, ¿no?”. Cuando respondía que me dedicaba a la investigación farmacéutica la mueca se transformaba en una señal de aprobación. Diez años más tarde la percepción de las farmacéuticas había cambiado y por ello la mueca persistía e iba acompañada de alguna alusión a cualquier teoría conspiratoria. No estoy describiendo ni a los químicos ni a las farmacéuticas sino unos tópicos que acompañan nuestros juicios más a menudo de lo que nos parece. Tópicos por lo que hace tanto a las relaciones automáticas que tan a menudo generamos (o, mejor dicho, replicamos) como por lo que hace a nuestros juicios. La contaminación la generamos todos con nuestras acciones más cotidianas. Y si alguien puede contribuir de forma técnica a paliar la contaminación, es un químico. Las empresas farmacéuticas no son más perversas que cualquier otra manifestación económica o social humana. Simplemente expresan su perversidad de una forma concreta, como otras lo hacen de otra manera. Esta tendencia implícita y terrible de acabar clasificando en última instancia el mundo como una dualidad entre “buenos” y “malos” deriva en último término, ya lo he dicho en otras ocasiones, de la filosofía de Parménides y Platón, fermento de la civilización occidental (y que me perdonen estos eminentísimos y geniales pensadores). Cuando clasificamos aquello que nos rodea y lo situamos en uno de los tópicos compartimentos que replicamos sin parar (ahora, con los medios de comunicación social, el fenómeno se ha potenciado de forma exponencial) siempre nos observamos en un trono cartesiano fuera del objeto de nuestra atención. Somos incapaces de observar lo suficientemente alejados como para podernos inluir en el cuadro. Si lo hiciéramos así dejaríamos de proyectar sobre un (inexistente) fondo neutro y enriqueceríamos de forma exquisita nuestras percepciones.
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domingo, 10 de junio de 2018
Maniqueismos
Cuando, hace treinta años, se me preguntaba por mi profesión y respondía que era químico una visible mueca aparecía invariablemente en la cara de mi interlocutor: “–Contaminador, ¿no?”. Cuando respondía que me dedicaba a la investigación farmacéutica la mueca se transformaba en una señal de aprobación. Diez años más tarde la percepción de las farmacéuticas había cambiado y por ello la mueca persistía e iba acompañada de alguna alusión a cualquier teoría conspiratoria. No estoy describiendo ni a los químicos ni a las farmacéuticas sino unos tópicos que acompañan nuestros juicios más a menudo de lo que nos parece. Tópicos por lo que hace tanto a las relaciones automáticas que tan a menudo generamos (o, mejor dicho, replicamos) como por lo que hace a nuestros juicios. La contaminación la generamos todos con nuestras acciones más cotidianas. Y si alguien puede contribuir de forma técnica a paliar la contaminación, es un químico. Las empresas farmacéuticas no son más perversas que cualquier otra manifestación económica o social humana. Simplemente expresan su perversidad de una forma concreta, como otras lo hacen de otra manera. Esta tendencia implícita y terrible de acabar clasificando en última instancia el mundo como una dualidad entre “buenos” y “malos” deriva en último término, ya lo he dicho en otras ocasiones, de la filosofía de Parménides y Platón, fermento de la civilización occidental (y que me perdonen estos eminentísimos y geniales pensadores). Cuando clasificamos aquello que nos rodea y lo situamos en uno de los tópicos compartimentos que replicamos sin parar (ahora, con los medios de comunicación social, el fenómeno se ha potenciado de forma exponencial) siempre nos observamos en un trono cartesiano fuera del objeto de nuestra atención. Somos incapaces de observar lo suficientemente alejados como para podernos inluir en el cuadro. Si lo hiciéramos así dejaríamos de proyectar sobre un (inexistente) fondo neutro y enriqueceríamos de forma exquisita nuestras percepciones.
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