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jueves, 20 de diciembre de 2018

Aggiornamento



              Cada año pasaba lo mismo. Cuando se acercaban las fechas navideñas, que ya de por sí resultaban crecientemente cansinas, desgastadas e inauténticas, el dilema se repetía en la pequeña sala de reuniones del departamento de recursos humanos de aquella empresa que siempre quería estar al día. Había que pensar y organizar de nuevo el evento navideño, cosa difícil de hacer cuando el estar al día acababa siempre consistiendo en revisitar todo un catálogo de tópicos, falsedades e histrionismos de bajo nivel y alto salario.
-Podríamos organizar una actividad lúdico-deportiva retadora y a la vez entretenida como una sesión de paintball, escape room o rafting con pirañas...
-ya sabes, estimado Marc, que eso cuesta dinero y este año ¡el presupuesto no da para muchos gastos!
-¿Y si volvemos a invitar al ganador de la maratón de New York de 2014? ¡Fue una narración maravillosa en línea con los valores de la compañía que nos elevó espiritualmente a todos!
-¡No podemos repetir la sesión! Las críticas entre los empleados crecerían....
-¿Y si felicitamos las fiestas a todo el mundo mientras compartimos unos dulces?
-pero Cristina: ¿Dónde vas con esa casposidad? Esto ya no es excitante para nadie. ¡Demasiado convencional!
-Pues felicitar de verdad a la gente, sin las tonterías que tanto les gustan ahora a los psicólogos industriales que devoran literatura barata de la baja California ¡seria realmente nuevo!
 La jefa del departamento de recursos frunció el ceño delatando así la poca afinidad que mantenía con su última incorporación.
-Podríamos traer a alguien alternativo. Alguien luchador, capaz de iluminar a nuestro aletargado personal. Alguien con una historia impactante de superación personal. Alguien a quien la vida no ha ayudado y ha tenido que luchar él solo por su supervivencia. ¡Os propongo traer a un mantero subsahariano!
 La jefa experimentó una sensación de vértigo y mareo mientras imaginaba la escena con el mantero y la subsecuente explicación delante de su irritado superior.
-Pues no es tan mala idea, la verdad. Atraería la atención de todos, aportaría una historia ejemplar y, encima, nos saldría baratito.
 -Yo voto a favor!
-Yo también!
-¡Y yo!
 Llegado ese punto, a la jefa no le quedó más alternativa que ceder. Ya prepararía un florido racional para vender a su superior y salvar así el pescuezo.
 ...

 Llegó el día del evento. Después de los interminables parlamentos de rigor, llenos de falsos oropeles e inciertos aires victoriosos, le tocó el turno al insólito invitado. Meswahru N'Gahne, joven keniano de 23 años, se ganaba la vida como podía: bien vendiendo baratijas chinas en las estaciones de metro, bien rastreando contenedores de basura en busca de utensilios de metal e incluso –aunque siempre que podía lo evitaba- pidiendo limosna en la vía pública. Con su pobre conocimiento del lenguaje local, adquirido a base de la experiencia diaria, explicó como pudo a su asombrado auditorio cómo abandonó su ciudad natal con 21 años recién cumplidos en busca de lo que imaginaba una vida mejor. Los detalles de su más que difícil y arriesgado viaje, explicados con una simplicidad muy expresiva pero sin el más mínimo histrionismo patético, provocaron en el auditorio una oleada de compasión –cuando menos, de compasión histriónico-patética-. A medida que el relato avanzaba, los más reticentes a escuchar al subsahariano fueron abriendo sus corazones, emocionados por la humanidad y el dolor contenidos en la vida de tal personaje. Todos admiraron por partes iguales su entereza moral, su resolución y su inteligencia natural. ¡Ya se sabe lo lista que es el hambre! Quien más quien menos no pudo por menos de comparar su vida con la del invitado. Las quejas y lamentos cotidianos de quienes ahora parecían tener una vida casi regalada se hacían todavía más gratuitos al lado del relato de Meswahru. El joven era el típico representante de su raza: esbelto, musculoso y con las formas marcadas bajo la ropa. Muchas mujeres –y también más de un hombre- tuvieron que hacer esfuerzos para no sentirse arrobados delante del vigor de aquel cuerpo joven y lleno de promesas. Cuando llegó al final de su relato, Meswahru agradeció a la compañía la invitación (había recibido 350 miserables euros por sus servicios: una veinteava parte de lo que la compañía solía pagar a supuestos expertos a cambió de oscuras asesorías) e incluso se ofreció para realizar cualquier trabajo que se le pudiera encomendar. No tenía estudios superiores, pero era rápido aprendiendo, tenía una memoria prodigiosa y no le asustaban las jornadas largas o los trabajos en días festivos. Cuando los diferentes directores pasaron en fila a saludarlo (bien a la vista, claro está, del director general), el joven Meswahru repitió su ofrecimiento a todos ello. Y todos coincidieron en felicitarlo, animarlo en su intrépida trayectoria y… darle largas con respecto al asunto del trabajo. Después de una breve entrevista de compromiso con la jefa de recursos humanos, Meswahru fue de nuevo agradecido y enviado sin más hacia su mundo habitual. Mientras el metro iba haciendo su recorrido el noble Meswahru no sabía muy bien qué pensar. Estaba feliz por los 350€ pero a la vez apenado pensando que en su madre África las cosas no iban así (por lo menos, de momento). Recordó a los viejos de su ciudad cuando advertían a los jóvenes -en medio de la protesta o las burlas de éstos últimos- sobre estas cosas que, decían, acostumbraban a pasar en Europa. Y ahora había comprobado en sus propias carnes que, efectivamente, era cierto. Cuando Meswahru llegó a su rincón y volvió a desplegar su manta, se le aproximó Cor’hru Sambassa, un personaje temido y odiado a la vez por todos los manteros, controlador de las mafias que organizaban el negocio del que Meswahru formaba parte. Venía para reclamarle, en concepto de cobro de impuestos, una séptima parte de sus inesperadas ganancias. Meswahru protestó, aduciendo que eran dineros procedentes de asuntos ajenos a su jurisdicción. Ya que estaban libres de IRPF, argumentó Sambassa, era de justicia que Meswahru pagara, en concepto de “protección y sostenimiento”, la requerida cantidad de 70€. El joven acabó en ese momento su jornada laboral, pues tuvo deseos incontenibles de ir a llorar en soledad junto al mar.

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