Cada año pasaba lo mismo. Cuando se
acercaban las fechas navideñas, que ya de por sí resultaban crecientemente
cansinas, desgastadas e inauténticas, el dilema se repetía en la pequeña sala de
reuniones del departamento de recursos humanos de aquella empresa que siempre
quería estar al día. Había que pensar y organizar de nuevo el evento navideño,
cosa difícil de hacer cuando el estar al día acababa siempre consistiendo en
revisitar todo un catálogo de tópicos, falsedades e histrionismos de bajo nivel
y alto salario.
-Podríamos organizar una actividad
lúdico-deportiva retadora y a la vez entretenida como una sesión de paintball,
escape room o rafting con pirañas...
-ya sabes, estimado Marc, que eso
cuesta dinero y este año ¡el presupuesto no da para muchos gastos!
-¿Y si volvemos a invitar al ganador
de la maratón de New York de 2014? ¡Fue una narración maravillosa en línea con
los valores de la compañía que nos elevó espiritualmente a todos!
-¡No podemos repetir la sesión! Las
críticas entre los empleados crecerían....
-¿Y si felicitamos las fiestas a todo
el mundo mientras compartimos unos dulces?
-pero Cristina: ¿Dónde vas con esa
casposidad? Esto ya no es excitante para nadie. ¡Demasiado convencional!
-Pues felicitar de verdad a la gente, sin
las tonterías que tanto les gustan ahora a los psicólogos industriales que
devoran literatura barata de la baja California ¡seria realmente nuevo!
La jefa del departamento de recursos frunció
el ceño delatando así la poca afinidad que mantenía con su última
incorporación.
-Podríamos traer a alguien
alternativo. Alguien luchador, capaz de iluminar a nuestro aletargado personal.
Alguien con una historia impactante de superación personal. Alguien a quien la
vida no ha ayudado y ha tenido que luchar él solo por su supervivencia. ¡Os
propongo traer a un mantero subsahariano!
La jefa experimentó una sensación de vértigo y
mareo mientras imaginaba la escena con el mantero y la subsecuente explicación
delante de su irritado superior.
-Pues no es tan mala idea, la verdad.
Atraería la atención de todos, aportaría una historia ejemplar y, encima, nos
saldría baratito.
-Yo voto a favor!
-Yo también!
-¡Y yo!
Llegado ese punto, a la jefa no le quedó más
alternativa que ceder. Ya prepararía un florido racional para vender a su
superior y salvar así el pescuezo.
...
Llegó el día del evento. Después de los
interminables parlamentos de rigor, llenos de falsos oropeles e inciertos aires
victoriosos, le tocó el turno al insólito invitado. Meswahru N'Gahne, joven
keniano de 23 años, se ganaba la vida como podía: bien vendiendo baratijas
chinas en las estaciones de metro, bien rastreando contenedores de basura en busca
de utensilios de metal e incluso –aunque siempre que podía lo evitaba- pidiendo
limosna en la vía pública. Con su pobre conocimiento del lenguaje local,
adquirido a base de la experiencia diaria, explicó como pudo a su asombrado
auditorio cómo abandonó su ciudad natal con 21 años recién cumplidos en busca
de lo que imaginaba una vida mejor. Los detalles de su más que difícil y arriesgado viaje,
explicados con una simplicidad muy expresiva pero sin el más mínimo
histrionismo patético, provocaron en el auditorio una oleada de compasión
–cuando menos, de compasión histriónico-patética-. A medida que el relato
avanzaba, los más reticentes a escuchar al subsahariano fueron abriendo sus
corazones, emocionados por la humanidad y el dolor contenidos en la vida de
tal personaje. Todos admiraron por partes iguales su entereza moral, su
resolución y su inteligencia natural. ¡Ya se sabe lo lista que es el hambre!
Quien más quien menos no pudo por menos de comparar su vida con la del
invitado. Las quejas y lamentos cotidianos de quienes ahora parecían tener una
vida casi regalada se hacían todavía más gratuitos al lado del relato de Meswahru.
El joven era el típico representante de su raza: esbelto, musculoso y con las
formas marcadas bajo la ropa. Muchas mujeres –y también más de un hombre-
tuvieron que hacer esfuerzos para no sentirse arrobados delante del vigor de
aquel cuerpo joven y lleno de promesas. Cuando llegó al final de su relato, Meswahru
agradeció a la compañía la invitación (había recibido 350 miserables euros por
sus servicios: una veinteava parte de lo que la compañía solía pagar a
supuestos expertos a cambió de oscuras asesorías) e incluso se ofreció para
realizar cualquier trabajo que se le pudiera encomendar. No tenía estudios
superiores, pero era rápido aprendiendo, tenía una memoria prodigiosa y no le
asustaban las jornadas largas o los trabajos en días festivos. Cuando los
diferentes directores pasaron en fila a saludarlo (bien a la vista, claro está,
del director general), el joven Meswahru repitió su ofrecimiento a todos ello.
Y todos coincidieron en felicitarlo, animarlo en su intrépida trayectoria y…
darle largas con respecto al asunto del trabajo. Después de una breve
entrevista de compromiso con la jefa de recursos humanos, Meswahru fue de nuevo
agradecido y enviado sin más hacia su mundo habitual. Mientras el metro iba
haciendo su recorrido el noble Meswahru no sabía muy bien qué pensar. Estaba
feliz por los 350€ pero a la vez apenado pensando que en su madre África las
cosas no iban así (por lo menos, de momento). Recordó a los viejos de su ciudad
cuando advertían a los jóvenes -en medio de la protesta o las burlas de éstos
últimos- sobre estas cosas que, decían, acostumbraban a pasar en Europa. Y
ahora había comprobado en sus propias carnes que, efectivamente, era cierto.
Cuando Meswahru llegó a su rincón y volvió a desplegar su manta, se le aproximó
Cor’hru Sambassa, un personaje temido y odiado a la vez por todos los manteros,
controlador de las mafias que organizaban el negocio del que Meswahru formaba
parte. Venía para reclamarle, en concepto de cobro de impuestos, una séptima
parte de sus inesperadas ganancias. Meswahru protestó, aduciendo que eran
dineros procedentes de asuntos ajenos a su jurisdicción. Ya que estaban libres
de IRPF, argumentó Sambassa, era de justicia que Meswahru pagara, en concepto
de “protección y sostenimiento”, la requerida cantidad de 70€. El joven acabó en ese momento su jornada laboral, pues tuvo deseos incontenibles de ir a llorar en soledad junto al mar.
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