Leo
en la prensa una definición corta (y algo limitada, aunque muy sugerente) del
Romanticismo: la nostalgia por un pasado que en realidad nunca existió. Los
romanticismos aparecen cuando los clasicismos se vuelven académicos, estériles
y escolásticos. Los romanticismos suponen por tanto una huida hacia un terreno
en donde se proyecta libertad, posibilidades, profundidad (¡la palabra clave!)
y evolución. Su naturaleza, empero, es involutiva. Niegan el clasicismo porque
contemplan una versión pobre o degenerada de él y exaltan algo que se sitúa
precisamente en un pasado mítico. El arte romántico es capaz de llegar más
fácilmente que el clásico a amplios sectores de la población porque incide en
el sentimentalismo y pone un hilo narrativo que huye -normalmente hacia un
supuesto pasado, pero también hacia un supuesto futuro- y evita así la
concreción, la presencia, la plenitud del aquí y ahora. Las obras clásicas
hacen salivar y las románticas provocan pilo-erecciones. (No sé si este
correlato estético-fisiológico tiene visos de universalidad o se trata
solamente de una pequeña boutade). Las
artes más fácilmente transfectadas por el Romanticismo son la Literatura y,
especialmente, la Música. En el caso de este último arte, la transfección a lo
largo de la segunda mitad del XIX fue tan profunda y perdurable que uno de los
mayores compositores clásicos, el mismísimo Beethoven, permaneció secuestrado
hasta entrados los años 20 del siglo pasado, dado que se había llegado a
convertir en epítome del Romanticismo y tuvo que ser paciente y laboriosamente
liberado para redescubrir así sus esencias primigenias. Después de Nietzsche nos
acostumbramos a clasificar las épocas en clásicas y románticas y por tanto
también se nos podría ocurrir intentar aplicar esta pauta de clasificación a
nuestro postmoderno presente. Creo que nuestro momento no es ni clásico ni
romántico o, más bien, participa de ambos modos de existencia. La Postmodernidad prescinde de la temporalidad porque ha detenido la evolución
(el-final-de-la-historia y el-final-del-arte) pero observa un pasado preservado
en formol que se puede invocar a voluntad para ser editado en un collage que no sería aceptado ni el el
altar de Apolo ni en el de Dionisos.
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